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»Y aquí estoy. Hasta te proporcionan crema para la cara. Tendrías que encontrar la manera de venir aquí. Estarías bien dos o tres años hasta que se pasara tu oportunidad y te enviaran a la fosa común. La comida no es mala y si te apetece te dan bebida y drogas, y sólo trabajamos por las noches.

– Moira -me asombro-. No hablas en serio -empieza a asustarme porque lo que percibo en su voz es indiferencia, falta de voluntad. ¿Realmente le han hecho esto a ella, quitarle algo -¿qué?- que solía ser tan primordial para ella? ¿Cómo puedo pretender que lo logre, que aún responda a mi idea de ella como una persona valiente, que sobreviva, si yo misma no soy capaz de hacerlo?

No quiero que sea como yo: que se dé por vencida, que se resigne, que salve el pellejo. A eso quedamos reducidas. Pero de ella espero valor, bravuconería, heroísmo, autosuficiencia: todo aquello de lo que yo carezco.

– No te preocupes por mí -me tranquiliza. Debe de imaginarse lo que pienso-. Aún estoy aquí, ya ves que soy yo. De todos modos, considéralo así: no es tan malo, estoy rodeada de un montón de mujeres. Podríamos llamarle el paraíso perdido.

Ahora está bromeando, demostrándome que le quedan energías, y me siento mejor.

– ¿Os lo permiten? -le pregunto.

– ¿Si nos lo permiten? Demonios, nos incitan. ¿Sabes cómo llaman ellos a este sitio? Jezebel’s. Las Tías suponen que de cualquier manera estamos condenadas, nos han dejado por imposibles, así que no importa el tipo de vicio que cojamos, y a los Comandantes les importa un cuerno lo que hacemos en nuestro tiempo libre. Además, parece que ver a una mujer con otra los excita.

– ¿Y las otras? -pregunto.

– Digamos -responde- que no son muy aficionadas a los hombres. -Vuelve a encogerse de hombros. Debe de ser resignación.

Esto es lo que me gustaría contar. Me gustaría contar cómo Moira se escapó, esta vez con éxito. Y si no puedo contar eso, me gustaría decir que hizo explotar Jezebel’s, con cincuenta Comandantes dentro. Me gustaría que ella terminara con algo atrevido y espectacular, algún atentado, algo apropiado a ella. Pero, por lo que sé, nada de eso ocurrió. No sé cómo terminó, ni siquiera si terminó de algún modo, porque no volví a verla más.

CAPÍTULO 39

El Comandante tiene la llave de una habitación. La cogió del escritorio de enfrente, mientras yo esperaba en el sofá floreado. Me la muestra con gesto tímido. Se supone que debo entender.

Subimos en el medio huevo de cristal del ascensor y pasamos junto a los balcones adornados con enredaderas. También debo entender que estoy en exposición.

Abre la puerta de la habitación con la llave. Todo está igual, exactamente igual que hace siglos. Las cortinas son las mismas, las más gruesas con un estampado de flores -amapolas de color naranja sobre fondo azul- a juego con el cubrecama, y las finas de color blanco para tamizar la luz del sol; la cómoda y las mesillas de noche tipo rinconeras, impersonales; las lámparas y los cuadros de las paredes: un bol con fruta, manzanas estilizadas, flores en un florero, ranúnculos y gladiolos a tono con las cortinas. Todo sigue igual.

Le digo al Comandante que espere un minuto y entro en el lavabo. Me zumban los oídos por culpa del cigarrillo y la ginebra me ha relajado completamente. Humedezco una toallita y me la pongo en la frente. Un momento después compruebo si hay alguna pastilla pequeña de jabón con envoltura individual. Sí, hay, y son de aquellas que vienen de España, con el dibujo de una gitana.

Aspiro el olor del jabón, un olor desinfectante, y me quedo en el lavabo, escuchando los sonidos distantes del agua que corre, de las cadenas de los retretes. Es extraño, pero me siento cómoda, como en casa. Hay algo tranquilizador en los lavabos. Al menos las funciones físicas aún son democráticas. Todo el mundo caga, diría Moira.

Me siento en el borde de la bañera y observo las toallas blancas. Alguna vez me habían resultado excitantes. Representaban las secuelas del amor.

Vi a tu madre, me dijo Moira.

¿Dónde?, le pregunté. Sentí que me estremecía y me di cuenta de que había estado pensando en ella como si estuviera muerta.

No en persona, sino en la película que me mostraron sobre las Colonias. Había un primer plano en el que aparecía ella. Estaba envuelta en una de esas cosas grises, pero sé que era ella.

Gracias a Dios, dije.

¿Gracias a Dios por qué?, se extrañó Moira.

Pensé que estaba muerta.

Sería mejor que lo estuviera, afirmó Moira. Es lo que deberías desearle.

No puedo recordar cuándo fue la última vez que la vi. Se me mezcla con todas las otras; fue alguna ocasión sin importancia. Ella debió de dejarse caer por mi casa; solía hacerlo, entraba y salía despreocupadamente de mi casa como si yo fuera la madre y ella la hija. Aún conservaba toda su viveza. A veces, mientras se mudaba de un apartamento a otro, solía traer su ropa sucia para lavarla en mi lavadora-secadora. Tal vez pasó por casa para pedirme algo prestado: una olla, el secador del pelo. Ésta también era una costumbre suya.

No sabía que sería la última vez que nos veríamos; de lo contrario la habría recordado mejor. Ni siquiera recuerdo lo que dijimos.

Una semana después, dos semanas, tres, cuando de repente las cosas empeoraron aún más, intenté llamarla. Pero no obtuve respuesta, y más tarde, cuando volví a intentarlo, tampoco.

No me había dicho que pensara ir a algún sitio, pero tal vez se había ido sin avisarme; no siempre lo hacía. Tenía su propio coche, y no era demasiado mayor para conducir.

Finalmente logré hablar por teléfono con el vigilante del edificio. Dijo que últimamente no la había visto.

Yo estaba preocupada. Pensé que tal vez había tenido un ataque cardíaco o de apoplejía, aunque no era probable porque, por lo que yo sabía, no había estado enferma. Siempre gozaba de muy buena salud. Aún trabajaba en Nautilus e iba a nadar cada dos semanas. Yo solía decirles a mis amigos que ella estaba más sana que yo, y tal vez era verdad.

Luke y yo fuimos en coche a la ciudad y Luke obligó al vigilante a abrir el apartamento. Ella podría estar tendida en el suelo, muerta, insistió Luke. Cuanto más tiempo la deje, peor será. ¿Se imagina el olor? El vigilante dijo algo acerca de que era necesario un permiso, pero Luke supo ser persuasivo. Le aclaró que no pensábamos esperar ni irnos. Yo empecé a llorar. Quizá esto fue lo que terminó de convencerlo.

Cuando el hombre abrió la puerta, lo que encontramos fue un verdadero caos. Había muebles puestos patas arriba, el colchón estaba desgarrado, los cajones de la cómoda tirados en el suelo, boca abajo, y el contenido de éstos desparramado y amontonado. Pero mi madre no estaba.

Voy a llamar a la policía, dije. Había dejado de llorar; sentía que un escalofrío me recorría el cuerpo de pies a cabeza y me castañeteaban los dientes.

No lo hagas, me aconsejó Luke.

¿Por qué no?, le pregunté mirándolo fijamente; ahora estaba furiosa. Él se quedó de pie en medio de los restos de la sala y se limitó a mirarme. Se metió las manos en los bolsillos, en uno de esos gestos inintencionados que la gente adopta cuando no sabe qué hacer.

Simplemente no lo hagas, dijo.

Tu madre es muy limpia, me dijo Moira cuando íbamos a la universidad. Tiempo después: es una descarada. Más tarde aún: es astuta.

No es astuta, respondí. Es mi madre.

Ja, se rió Moira, tendrías que ver a la mía.

Pienso en mi madre recogiendo toxinas letales; así solían acabar sus días las ancianas en Rusia, barriendo mugre. Sólo que esta mugre la matará. No puedo creerlo. Seguramente su descaro, su optimismo y energía, su astucia, harán que se libre de ello. Se le ocurrirá algo.

Pero sé que esto no es verdad. Simplemente es echarle el muerto, como hacen los niños con las madres.

Ya he llorado su muerte. Pero volveré a hacerlo, una y otra vez.