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Ahora no tardará mucho, comenta Cora, acomodando en una pila mis paños higiénicos de este mes. No mucho, y me sonríe con expresión tímida y al mismo tiempo astuta. ¿Lo sabe? ¿Ella y Rita saben lo que hago, saben que por la noche bajo por la escalera que utilizan ellas? ¿Acaso yo misma me habré delatado soñando despierta, sonriendo por cualquier tontería, tocándome suavemente la cara cuando creo que no me ven?

Deglen empieza a darse por vencida con respecto a mí. Cada vez susurra menos y habla más del tiempo. No lo lamento. Me siento aliviada.

CAPÍTULO 42

Están doblando las campanas; suenan a bastante distancia. Es la mañana, y hoy no hemos desayunado. Al llegar a la puerta principal, salimos formando filas de a dos. Hay un grueso contingente de guardias, Ángeles especialmente destacados, con equipos antidisturbios -los cascos con visores de plexiglás oscuro que les dan aspecto de escarabajos, las largas cachiporras, los botes de gas-, formando un cordón alrededor de la parte de afuera del Muro. Todo esto es por si se da algún caso de histeria. Los ganchos del Muro están vacíos.

Este es un Salvamento local, sólo de mujeres. Los Salvamentos siempre son separados. Éste fue anunciado ayer. No lo anuncian hasta un día antes. Es poco tiempo para acostumbrarse.

Avanzamos hacia donde suenan las campanas, por los senderos que alguna vez fueron usados por estudiantes, y pasamos junto a edificios que en otros tiempos fueron aulas y dormitorios. Resulta muy extraño estar aquí otra vez. Visto desde afuera, cualquiera diría que nada ha cambiado, excepto que las persianas de la mayoría de las ventanas están bajas. Ahora, estos edificios pertenecen a los Ojos.

Marchamos en fila por el amplio prado, frente a lo que antes era la biblioteca. La escalinata blanca sigue siendo la misma, y la entrada principal permanece inalterada. Sobre el césped han levantado una tarima de madera, semejante a la que solían poner cada primavera para la Ceremonia de la entrega de diplomas, hace años. Pienso en los sombreros que llevaban algunas de las madres y en las togas negras que se ponían los estudiantes, y en las rojas. Pero después de todo, esta tarima no es la misma; la diferencia está en los tres postes de madera que hay encima, y los lazos de cuerda.

En el frente de la tarima hay un micrófono; la cámara de la televisión está discretamente colocada a un costado.

Hasta ahora, sólo he estado en uno de estos actos, hace dos años. Los Salvamentos de Mujeres no son frecuentes. No son tan necesarios. En estos tiempos nos comportamos muy bien.

No quiero contar esta historia.

Ocupamos nuestros sitios en el orden de costumbre: las Esposas y las hijas en las sillas plegables de madera instaladas en la parte de atrás, las Econoesposas y las Marthas a los lados y en los escalones de la biblioteca, y las Criadas al frente, donde todos pueden vigilarnos. No nos sentamos en sillas sino que nos arrodillamos, y esta vez tenemos cojines pequeños, de terciopelo rojo, sin ninguna inscripción, ni siquiera la palabra Fe.

Afortunadamente, el tiempo es bueno: no hace demasiado calor y el cielo está despejado. Seria lamentable tener que estar aquí de rodillas bajo la lluvia. Quizá por eso lo anuncian tan tarde, para prever qué tiempo hará. Es una razón tan buena como cualquiera.

Me arrodillo en mi cojín de terciopelo rojo. Intento pensar en esta noche, en hacer el amor en la oscuridad mientras la luz se refleja en las paredes blancas. Recuerdo haberlo hecho.

Hay un largo trozo de cuerda que se balancea como una serpiente frente a la primera fija de cojines, sobre la segunda, y llega hasta las filas de sillas curvándose como un río lento visto desde el aire. La cuerda es gruesa, de color marrón, y huele a alquitrán. El otro extremo de la cuerda se encuentra encima del escenario. Parece una mecha, o el hilo de un globo.

A la izquierda del escenario están las que van a ser salvadas: dos Criadas y una Esposa. No es habitual que haya Esposas, y muy a pesar mío miro a ésta con interés. Quiero saber lo que ha hecho.

Han sido colocadas aquí antes de que se abrieran las puertas. Todas están sentadas en sillas plegables de madera, como si fueran estudiantes graduadas que están a punto de recibir un premio. Tienen las manos sobre el regazo, como si las tuvieran cruzadas. Se balancean un poco, probablemente les han dado inyecciones o píldoras, para que no molesten. Es mejor que las cosas transcurran en calma. ¿Estarán atadas a las sillas? Con tanta ropa como llevan, es imposible saberlo.

Ahora la comitiva oficial se acerca al escenario y sube los escalones de la derecha; son tres mujeres: una Tía que va delante y, un paso más atrás, dos Salvadoras vestidas con capas y capuchas negras. Detrás de ellas están las otras Tías. Los murmullos cesan. Las tres mujeres se acomodan y se vuelven hacia nosotras; la Tía queda flanqueada por las dos Salvadoras vestidas de negro.

Es Tía Lydia. ¿Cuántos años hacía que no la veía? Había empezado a pensar que sólo existía en mi imaginación, pero aquí está, un poco más vieja. Desde aquí la veo perfectamente, veo las profundas arrugas a los costados de la nariz, la marca en el entrecejo. Parpadea, sonríe nerviosamente, mira con atención a derecha e izquierda examinando al público, levanta una mano y juguetea con su tocado. A través del sistema de altavoces nos llega un sonido extraño y estrangulado: ella se está aclarando la garganta.

He empezado a tiritar. El odio me llena la boca de saliva.

Sale el sol y el escenario y sus ocupantes se iluminan como un belén. Veo las arrugas debajo de los ojos de Tía Lydia, la palidez de las mujeres que están sentadas, las hebras de la cuerda que está frente a mí, las briznas de hierba. Exactamente delante de mí hay un diente de león del color de una yema de huevo. Estoy hambrienta. Las campanas dejan de repicar.

Tía Lydia se levanta, se alisa la falda con ambas manos y se acerca al micrófono.

– Buenas tardes, señoras -saluda, y se oye el instantáneo y ensordecedor zumbido del sistema de altavoces.

Parece increíble, pero entre nosotras surgen algunas carcajadas. Resulta difícil no reírse, es la tensión y la expresión irritada de Tía Lydia mientras ajusta el sonido. Se supone que esto es algo solemne-. Buenas tarde, señoras -repite, esta vez en tono metálico y apagado. El hecho de que diga señoras, en lugar de niñas, se debe a la presencia de las Esposas-. Estoy segura de que todas somos conscientes de las lamentables circunstancias que nos reúnen en esta hermosa mañana, y no me cabe duda de que todas preferiríamos estar haciendo otra cosa, al menos así es en mi caso; pero el deber es un verdadero tirano, tal vez en este caso debería decir tirana, y es en nombre del deber que hoy estamos aquí.

Prosigue en esta tónica durante unos minutos, pero no la escucho. He oído este discurso, o uno parecido, bastantes veces: los mismos lugares comunes, los mismos lemas, las mismas frases sobre la antorcha del futuro, la cuna de la raza, el deber que nos espera. Resulta difícil creer que después de este discurso no se produzca un amable aplauso y que no se sirvan té y pastas en el jardín.

Creo que eso era el prólogo. Ahora irá al grano.

Tía Lydia revuelve en su bolsillo y saca un trozo de papel arrugado. Le lleva un tiempo excesivo desplegarlo y echarle un vistazo. Es como si nos lo restregara por la nariz, haciéndonos saber quién es ella exactamente, obligándonos a mirarla mientras lee en silencio haciendo alarde de sus prerrogativas. Esto es una obscenidad, pienso. Acabemos con esto de una vez.

– En el pasado -dice- existía la costumbre de comenzar los Salvamentos con un detallado informe de los delitos por los cuales se condenaba a los prisioneros. Sin embargo, hemos considerado que un informe público de este tipo, especialmente cuando se trata de un acto televisado, es seguido invariablemente por un brote, si puedo llamarlo así, una ola casi diría, de delitos exactamente iguales. Así que hemos decidido, por el bien de todos, romper con esta práctica. Los Salvamentos se desarrollarán sin más explicaciones.