Estaba nerviosa. ¿Cómo llegué a saber que él me amaba? Debía ser sólo una aventura. ¿Por qué siempre decíamos sólo? En esa época, los hombres y las mujeres se probaban mutuamente, como quien se prueba un traje, rechazando lo que no les sentaba bien.
Entonces golpeaban a la puerta; yo abría, sintiendo alivio y deseo. Todo era tan momentáneo, tan condensado… y sin embargo parecía no tener fin. Después nos quedábamos tumbados en la cama, cogidos de la mano, charlando. De lo posible, de lo imposible, de qué se podía hacer. Pensábamos que teníamos problemas. ¿Cómo llegamos a saber que éramos felices?
Pero ahora también echo de menos las habitaciones en sí mismas, incluso los horribles cuadros de las paredes: paisajes de hojas caídas, o de nieve derritiéndose sobre los árboles, o de mujeres vestidas con trajes de época y rostros de muñeca de porcelana y sombrillas, o de payasos de mirada triste, o de cuencos con frutas rígidas y de aspecto gredoso. Las toallas nuevas de usar y tirar, las papeleras incitantes, haciendo señas a los desperdicios tirados en el suelo despreocupadamente. Despreocupadamente. En esas habitaciones yo me convertía en una persona despreocupada. Podía levantar el teléfono y enseguida aparecía la comida en una bandeja, la comida que yo había elegido. Pero que era mala, lo mismo que la bebida. En los cajones de los tocadores podías encontrar ejemplares de la Biblia, colocados allí por alguna institución benéfica, aunque probablemente nadie debía de leerlas. También había postales Con la foto del hotel, y podías escribir en ellas y enviarlas a alguien. Ahora todo esto parece un imposible; como si uno se lo hubiera inventado.
Bien. Entonces exploré esta habitación, no a la ligera, como la habitación de un hotel. No quería hacerlo todo de una vez, quería que durara. Dividí mentalmente la habitación en sectores; me adjudicaba un sector por día y lo examinaba con la mayor minuciosidad: la irregularidad del yeso debajo del papel de la pared, los rasguños en la pintura del zócalo y del alféizar, las manchas del colchón… porque llegué incluso a levantar las mantas y las sábanas de la cama y a darles vuelta, un poco cada vez para poder ponerlas en su sitio rápidamente si venía alguien.
Las manchas del colchón. Como pétalos de flores secas No eran recientes, sino de un amor antiguo; ahora no hay otro tipo de amor en la habitación.
Cuando las vi, cuando vi la prueba que dos personas habían dejado de su amor, o de algo así, al menos de deseo, al menos de contacto entre dos que ahora quizás eran ancianos o estaban muertos, volví a tapar la cama y me tendí encima. Levanté la vista hasta el ojo de yeso del cielo raso. Quería sentir que Luke estaba tendido a mi lado. Suelo padecer estos ataques del pasado, como desmayos, como una ola que me invade la mente. A veces apenas puedo soportarlo. ¿Qué puedo hacer, qué puedo hacer?, pienso. No hay nada que hacer. También se puede servir estando de pie y esperando. O tendido y esperando. Ya sé por qué el cristal de la ventana es inastillable. Y por qué quitaron la araña. Quería sentir a Luke tendido a mi lado, pero no había espacio.
Me reservé el aparador para el tercer día. Primero miré atentamente la puerta, por dentro y por fuera, y luego las paredes y sus ganchos de latón; ¿por qué habían pasado por alto los ganchos? ¿Por qué no los habían quitado? ¿Estaban demasiado cerca del suelo? Sin embargo, todo lo que necesitabas era un calcetín. Y la barra con las perchas de plástico y mis vestidos colgados de ellas, la capa roja de lana para los días fríos, el chal. Me arrodillé para examinar el suelo y allí estaba, en letras diminutas, bastante reciente por lo que se veía, marcado con un alfiler, o tal vez simplemente con la uña, en el rincón más oscuro: Nolite te bastardes carborundorum.
No sabía lo que significaba, ni qué idioma era. Pensé que podría ser latín, pero yo no sabía nada de latín. Sin embargo, era un mensaje, y estaba escrito, un acto prohibido en sí mismo, y aún no había sido descubierto. Excepto por mí, a quien iba dirigido. Iba dirigido a quienquiera que llegara después.
Me gusta reflexionar sobre este mensaje. Me gusta pensar que me comunico con ella, con esta mujer desconocida. Porque es desconocida; y, si es conocida, nunca me la mencionaron. Me gusta saber que su mensaje tabú ha logrado perdurar al menos para que lo viera otra persona y que, aunque escondido en la pared de mi armario, yo abrí la puerta y lo leí. A veces repito las palabras para mis adentros. Me proporcionan un pequeño gozo. Cuando imagino a la mujer que las escribió, pienso que tiene aproximadamente mi edad, quizás un poco más joven. La identifico con Moira, tal como era ella cuando iba a la universidad y ocupaba la habitación de al lado de la mía: ocurrente, vivaz, atlética, montada en una bicicleta y con una mochila a la espalda, lista para hacer excursionismo. Pecosa, creo; irrespetuosa e ingeniosa.
Me pregunto quién era o quién es, y qué habrá sido de ella.
El día que encontré el mensaje, tanteé el humor de Rita.
¿Quién era la mujer que estaba en esa habitación?, le pregunté. ¿La que estaba antes que yo? Si le hubiera hecho una pregunta distinta, si le hubiera dicho: ¿Hubo alguna mujer en esa habitación antes que yo?, tal vez no habría logrado ninguna respuesta.
¿Cuál?, me preguntó; parecía hablarme a regañadientes, con suspicacia, pero en fin de cuentas casi siempre lo hacia cuando hablaba conmigo.
Entonces había habido más de una. Algunas no se habían quedado en su destino durante el período que les correspondía, dos años completos. Algunas habían sido despedidas, por una u otra razón. O tal vez no las habían despedido ¿estarían muertas?
La que era tan alegre, arriesgué. La de las pecas.
¿La conocías?, me preguntó Rita, más suspicaz que nunca.
La habla visto, mentí. Oí decir que estuvo aquí.
Rita lo admitió. Sabe que existe la posibilidad de que corran rumores, o de que haya una especie de información clandestina.
No funcionó respondió.
¿En qué sentido?, pregunté, intentando parecer lo más neutral posible.
Pero Rita apretó los labios. Aquí soy como una criatura hay algunas cosas que no se me deben contar. Aquello que no sepas, no te hará daño, habría sido toda su respuesta.
CAPÍTULO 10
A veces canto para mis adentros, mentalmente; es una canción presbiteriana, lúgubre y triste:
Asombrosa gracia, qué dulce sonido
Que pudo salvar a un desdichado como yo,
Otrora perdido y ahora salvado,
Otrora atado y ahora liberado.
No sé si la letra era exactamente así. No logro recordarla. Ahora estas canciones no se cantan en público, Sobre todo si tienen palabras como liberado; son consideradas demasiado peligrosas. Pertenecen a las sectas proscritas
Me siento tan solo, pequeña,
Me siento tan solo, pequeña,
Me siento tan solo que podría morir.
Ésta también está proscrita. La recuerdo de un viejo casete de mi madre; ella también tenía un aparato chirriante y poco fiable en el que todavía podían oírse canciones como ésta. Solía poner el casete cuando venían sus amigos a tomar unas copas.
Pero no canto estas canciones a menudo. Me dejan la garganta dolorida.
En esta casa no hay mucha música, excepto la que oímos en la televisión. A veces Rita canturrea, mientras amasa o pela verduras; es un canturreo sin palabras, discordante, insondable, Y a veces, desde la sala de enfrente llega el débil sonido de la voz de Serena que sale de un disco grabado hace mucho tiempo, puesto con el volumen bajo para que no la sorprendan escuchando mientras teje y recuerda su antigua y ahora amputada gloria: Aleluya.
Hace calor para la época en que estamos. Las casas corno ésta se calientan con el sol, no están suficientemente aisladas. El aire parece estancado, a pesar de la ligera corriente, del soplo que atraviesa las cortinas. Me gustaría poder abrir la ventana de par en par. Pronto nos dejaran ponernos los vestidos de verano.
Los vestidos de verano están fuera de la maleta, colgados en el armario; dos de ellos son de puro algodón, que son mejores que los de tela sintética, más baratos; pero incluso así durante julio y agosto, cuando hay bochorno, se suda mucho. Para no hablar del bronceado, decía Tía Lydia. Las mujeres solían dar el espectáculo. Se untaban con aceite como si fueran un trozo de carne para el asador, e iban por la calle enseñando la espalda Y los hombros, y las piernas, porque ni siquiera llevaban medias; no me extraña que ocurrieran esas cosas. Cosas era la palabra que usaba cuando lo que ocurría era demasiado desagradable, obsceno u horrible para ser pronunciado por sus labios. Para ella, una vida venturosa era la que evitaba las cosas, la que excluía las cosas. Semejantes cosas no les ocurren a las mujeres decentes. Y no es bueno para el cutis, en absoluto, te queda arrugado como una manzana pasada. Pero olvidaba que ya no podíamos ocuparnos de nuestro cutis.
A veces, en el parque, decía Tía Lydia, se echaban encima de una manta, hombres y mujeres juntos; en este punto se echaba a llorar, y se quedaba de pie delante de nosotros.
Hago todo lo que puedo, decía. Intento daros la mejor oportunidad posible. Parpadeaba, la luz era demasiado fuerte para ella; la boca le temblaba alrededor de los dientes delanteros, que le sobresalían un poco y eran largos y amarillentos; a mí me hacían pensar en el ratón que encontramos muerto en el umbral, cuando vivíamos en una casa los tres, cuatro contando el gato, que era el que hacía este tipo de ofrendas.