Tía Lydia apretaba la mano contra su boca de roedor muerto. Luego de un minuto la apartaba. Yo también quería llorar porque me lo recordaba. Si al menos él no se hubiera comido la mitad, le dije a Luke.
No Creáis que para mí es fácil, decía Tía Lydia.
Moira entró despreocupadamente en mi habitación y dejó caer la chaqueta tejana en el suelo.
¿Tienes un cigarrillo?, me preguntó.
En el bolso le dije. Pero no tengo cerillas.
Moira revuelve en mi bolso. Tendrías que tirar toda porquería, comenta. Voy a dar una fiesta de subvestidas.
¿De qué?, exclamo. Es inútil que uno intente trabajar, Moira no te lo permite, es como un gato que se pasea por encima de la página cuando intentas leer.
Ya sabes, como en Tupperware, sólo con ropa interior; estilo fulana: encajes en la entrepierna, ligas con broches de presión. Y sujetadores de esos que te levantan las tetas. Encuentra el encendedor y enciende el cigarrillo que sacó de mi bolso. ¿Quieres uno? Me tira el paquete, con gran generosidad considerando que es mío.
Mil gracias, le digo irónicamente. Estás loca. ¿De dónde has sacado semejante ocurrencia?
En el trabajo que hago para pagarme los estudios, explica. Tengo relaciones. Un amigo de mi madre. Lo de los suburbios es fantástico, una calcula que una vez que empiecen a descubrir los lugares de la gente joven, habrán vencido a la competencia. Las tiendas pomo y qué sé yo.
Me echo a reír. Ella siempre me hacía reír.
¿Pero aquí?, le pregunto. ¿Quién va a venir? ¿A quién le interesa?
Nunca es demasiado pronto para aprender, sentencia. Venga, será fabuloso. Nos mearemos de risa.
¿Así vivíamos entonces? Pero llevábamos una vida normal. Como casi todo el mundo, la mayor parte del tiempo. Todo lo que ocurre es normal. Incluso lo de ahora es normal.
Vivíamos, como era normal, haciendo caso omiso de todo. Hacer caso omiso no es lo mismo que ignorar, hay que trabajar para ello.
Nada cambia instantáneamente: en una bañera en la que el agua se calienta poco a poco, uno podría morir hervido antes de darse cuenta. Por supuesto, en los periódicos aparecían noticias: cadáveres en las zanjas o en el bosque, mujeres asesinadas a palos o mutiladas, mancilladas, solían decir; pero eran noticias sobre otras mujeres, y los hombres que hacían semejantes cosas eran otros hombres. Ninguno de ellos era conocido de nosotras. Las noticias de los periódicos nos parecían sueños, pesadillas soñadas por otros. Qué horrible, decíamos, y lo era, pero era horrible sin ser verosímil. Eran demasiado melodramáticas, tenían una dimensión que no era la dimensión de nuestras vidas.
Éramos las personas que no salían en los periódicos. Vivíamos en los espacios en blanco, en los márgenes de cada número. Esto nos daba más libertad.
Vivíamos entre las líneas de las noticias.
Desde el camino de entrada de abajo llega el sonido de un coche que se pone en marcha. Ésta es una zona tranquila, no hay mucho tránsito, se pueden oír muy claramente sonidos como el de motores de coches, cortadoras de césped, el chasquido de unas tijeras de podar, un portazo. Podría oírse claramente un grito, o un disparo, si aquí alguien hiciera esos ruidos. A veces, a lo lejos, se oyen sirenas.
Voy hasta la ventana y me instalo en el asiento de ésta, que es demasiado estrecho para resultar cómodo. Hay un cojín, duro y pequeño, con una funda de petit-point en la que -escrita en letras de imprenta y enmarcada por una guirnalda de azucenas- se lee la palabra FE, de un azul desteñido, y las hojas de las azucenas de un verde apagado. Este cojín fue usado alguna vez en algún otro sitio, y estaba gastado, pero no tanto como para tirarlo. De algún modo, lo han pasado por alto.
Puedo pasarme minutos, decenas de minutos, recorriendo las letras con la mirada: FE. Es lo único que me han dado para leer. Si me sorprendieran haciéndolo, ¿lo tendrían en cuenta? No fui yo quien puso el cojín aquí.
El motor se enciende y me inclino hacia delante, cerrando la cortina frente a mi rostro, como si fuera un velo. Es semitransparente, de modo que puedo ver a través de ella. Si aprieto la frente contra el cristal y miro hacia abajo, diviso la mitad de atrás del Whirlwind. No veo a nadie, pero luego de un momento noto que Nick da la vuelta hasta la puerta de atrás del coche, la abre y permanece de pie y rígido junto a ella. Ahora lleva la gorra bien puesta, y las mangas bajas y abotonadas. Desde el ángulo en que me encuentro logro verle la cara.
Ahora aparece el Comandante. Sólo logro verlo durante un instante, en escorzo, mientras camina hacia el coche. No lleva puesto el sombrero, de modo que no va a ningún acto oficial. Tiene el pelo gris. Plateado, debería decir para ser amable. Pero no tengo ganas de ser amable. El anterior era calvo, así que supongo que éste representa todo un progreso.
Si pudiera escupir, o arrojar algo, por ejemplo el cojín, tal vez podría darle.
Moira y yo tenemos bolsas de papel llenas de agua. Bombas de agua las llamaban. Nos asomamos por la ventana de mi dormitorio y arrojamos las bombas a los chicos que están abajo. Fue una idea de Moira. ¿Ellos qué Intentaban hacer? Subir por una escalera de mano en busca de algo. De nuestra ropa interior.
Aquel dormitorio había sido mixto en un tiempo, en uno de los lavabos de nuestro piso aún había urinarios. Pero en la época en que yo llegué, ya habían puesto a las mujeres y a los hombres otra vez en su sitio.
El Comandante se detiene, entra en el coche, desaparece y Nick cierra la puerta. Un momento después el coche retrocede, baja por el camino de entrada y sale a la calle, desapareciendo detrás del seto.
Tengo que sentir odio por este hombre. Sé que tengo que sentirlo, pero no es lo que siento realmente. Lo que siento es más complicado. No sé cómo llamarlo. No es amor.
CAPÍTULO 11
Ayer por la mañana fui al médico. Acompañada por un Guardián, uno de los que llevan brazalete rojo y que se ocupan de esos menesteres. Viajamos en un coche rojo, él delante y yo detrás. No me acompañaba mi doble; en estas ocasiones soy una solitaria.
Me llevan al médico una vez al mes, para someterme a diversas pruebas: análisis de orina, de hormonas, biopsia para detectar si hay cáncer, análisis de sangre; igual que antes, salvo que ahora es obligatorio.
El consultorio del médico está en un moderno edificio de oficinas. Subimos en el ascensor, silenciosamente, y el Guardián y yo quedamos frente a frente; veo su nuca en el espejo ahumado del ascensor. Cuando llegamos al consultorio, entro; él espera afuera, en el vestíbulo con los otros Guardianes y se sienta en una de las sillas instaladas con ese fin.
En la sala de espera hay otras mujeres, tres de ellas vestidas de rojo: este médico es un especialista. Nos miramos furtivamente unas a otras, evaluando el tamaño de nuestros respectivos vientres. ¿Alguna de nosotras habrá tenido suerte? El enfermero registra nuestros nombres y los números de nuestros pases en el Compudoc, para comprobar si somos quienes tenemos que ser. Es un hombre de unos cuarenta años, mide alrededor de un metro ochenta y tiene una cicatriz que le atraviesa la mejilla en diagonal; está escribiendo a máquina y sus manos se ven demasiado grandes en relación al teclado; aún lleva la pistola en la pistolera.
Cuando me llaman, paso a la habitación interior. Es blanca, y no hay en ella ningún detalle llamativo, lo mismo que en la de afuera, excepto un biombo -un trozo de tela roja extendida sobre un marco- con un ojo pintado en dorado y debajo una serpiente retorcida alrededor de una espada, en posición vertical, como una especie de empuñadura. Las serpientes y las espadas son restos del simbolismo de épocas pasadas.
Lleno el frasco que me han dejado preparado en el aseo, me quito la ropa detrás del biombo y la dejo doblada encima de la silla. Cuando termino de desnudarme me tiendo en la camilla, sobre la lámina de papel desechable, frío y crujiente. Estiro la segunda lámina, la de tela, sobre mi cuerpo. A la altura de mi cuello hay una tercera lámina que cuelga del techo. Ésta se interpone entre el médico y yo, para que él no pueda verme la cara. Sólo tendrá que tratar con un torso.
Una vez lista, estiro la mano y busco a tientas la pequeña palanca que está a la derecha de la mesa; tiro hacia atrás. En algún otro sitio suena un timbre, pero yo no lo oigo. Un minuto después se abre la puerta y se oyen los pasos y la respiración de alguien que entra. Él no debe hablarme, salvo que sea absolutamente necesario. Pero este médico es muy locuaz.
– Cómo vamos? -pregunta, utilizando un tic del habla de otros tiempos. Aparta la lámina de mi piel y un escalofrío me recorre el cuerpo. Un dedo frío, cubierto de goma y gelatina, se desliza dentro de mí, hurga en mi interior. El dedo retrocede, se introduce en diferente dirección y se retira.
– Todo está bien -comenta, como si hablara consigo mismo-. ¿Te duele algo, cariño? -Me llama cariño.
– No -respondo.
Ahora le toca el turno a mis pechos, que son palpados en busca de algún absceso. La respiración se acerca, percibo el olor a humo, a loción para después de afeitar. Luego la voz, muy suave, cerca de mi cara: es él, que mueve la lámina.
– Yo podría ayudarte -dice, susurra.