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– ¿Qué? -pregunto.

– Chsss -me advierte-. Podría ayudarte. He ayudado a otras.

– ¿Ayudarme? -le digo, en voz tan baja como la suya-. ¿Cómo? -¿Sabe algo, ha visto a Luke, lo ha encontrado, puede traerlo?

– ¿Cómo te parece? -pregunta, todavía en un susurro. ¿Es su mano la que se desliza por mi pierna? Se está quitando el guante-. La puerta está cerrada con llave. Nadie puede entrar. Ninguno de ellos sabría jamás que no es suyo.

Levanta la lámina. La parte más baja de su cara está cubierta por la reglamentaria mascarilla blanca de gasa. Un par de ojos pardos, una nariz, y una cabeza de pelo castaño. Tiene la mano entre mis piernas.

– La mayoría de esos tíos ya no pueden hacerlo -me explica-. O son estériles.

Casi jadeo: ha pronunciado la palabra prohibida: estéril. Ya no existe nada semejante a un hombre estéril, al menos oficialmente. Sólo hay mujeres fértiles y mujeres estériles, eso dice la ley.

– Montones de mujeres lo hacen -prosigue-. Tú quieres un bebé, ¿verdad?

– Sí -admito. Es verdad, y no pregunto la razón porque ya la conozco. Dame hijos, o me moriré. Esta frase tiene más de un sentido.

– Estás a punto -añade-. Ahora es el momento. Hoy o mañana sería perfecto, ¿por qué desaprovechar la oportunidad? Sólo llevaría un minuto, cariño -así debía de llamar a su esposa; quizás aún lo hace, pero en realidad es un término genérico. Todas nosotras somos cariño.

Vacilo. Él se me está ofreciendo, ofreciéndome sus servicios, con cierto riesgo para él.

– Detesto ver las que os hacen pasar -murmura. Su actitud es auténticamente compasiva. Y sin embargo disfruta con esto, con simpatía y todo. Tiene los ojos húmedos de compasión; su mano recorre mi cuerpo, nerviosa e impacientemente.

– Es demasiado peligroso -argumento-. No. No puedo -esto se castiga con la muerte, aunque tienen que cogerte mientras lo haces, y con dos testigos. ¿Qué posibilidades existen, habrá un micrófono oculto en la habitación, quién está exactamente al otro lado de la puerta?

Su mano se detiene.

– Piénsalo -me aconseja-. He visto tu gráfico; no te queda demasiado tiempo. Pero se trata de tu vida.

– Gracias -le digo. No debo darle la impresión de que estoy ofendida, sino abierta a su sugerencia. Él aparta la mano casi con reticencia, lentamente; en lo que a él respecta, aún no se ha dicho la última palabra. Podría falsear las pruebas, informar que sufro de cáncer, de infertilidad, hacer que me envíen a las Colonias con las No Mujeres. Nada de todo esto se ha mencionado, pero el conocimiento de su poder queda suspendido en el aire mientras me palmea el muslo; luego se aparta hasta quedar detrás de la lámina colgante.

– El mes que viene -sugiere.

Vuelvo a vestirme detrás del biombo. Me tiemblan las manos. ¿Por qué estoy asustada? No he excedido ningún límite, no le he dado ninguna esperanza, no he corrido ningún riesgo, todo está a salvo. Es la decisión lo que me aterroriza. Una salida, una salvación.

CAPÍTULO 12

El cuarto de baño está junto al dormitorio. Tiene un empapelado de florecillas azules, nomeolvides, y cortinas haciendo juego. Hay una alfombra de baño azul y, sobre la tapa del inodoro, una cubierta azul de imitación piel. Lo único que le falta a este lavabo para ser como los de antes es una muñeca cuya falda oculta el rollo extra de Papel higiénico. Aparte de que el espejo de encima del lavabo ha sido quitado y reemplazado por un rectángulo de estaño y que la puerta no tiene cerradura, y que no hay maquinillas de afeitar, por supuesto. Al principio, en los cuartos de baño se producían incidentes: cortes, ahogos. Antes de que suprimieran todos los micrófonos. Cora se sienta en una silla, en el vestíbulo, para vigilar que nadie más entre. En un cuarto de baño, en una bañera, una es vulnerable, decía Tía Lydia. No decía a qué.

El baño es un requisito, pero también un lujo. El simple hecho de quitarme la toca blanca y el velo, el simple hecho de tocar otra vez mi propio pelo, es un lujo. Tengo el pelo largo y descuidado. Debemos llevarlo largo, pero cubierto. Tía Lydia decía: San Pablo afirmaba que debía llevarse así, o rapado. Y largaba una carcajada, una especie de relincho con la cabeza echada hacia atrás, tan típico de ella, como si hubiera contado un chiste.

Cora ha llenado la bañera, que humea como un plato de sopa. Me quito el resto de mis ropas, la sobrepelliz, la camisa blanca y las enaguas, las medias rojas, los pantalones holgados de algodón. Los leotardos te pudren la entrepierna, solía decir Moira. Tía Lydia jamás habría utilizado una expresión como pudrirte la entrepierna. Ella usaba la palabra antihigiénico. Quería que todo fuera muy higiénico.

Mi desnudez me resulta extraña. Mi cuerpo parece anticuado. ¿De verdad me ponía bañador para ir a la playa? Lo hacia, sin reparar en ello, entre los hombres, sin importarme que mis piernas, mis brazos, mis muslos y mi espalda quedaran al descubierto y alguien los viera. Vergonzoso, impúdico. Evito mirar mi cuerpo, no tanto porque sea algo vergonzoso o impúdico, sino porque no quiero verlo. No quiero mirar algo que me determina tan absolutamente.

Me meto en el agua, me acuesto y me dejo flotar. El agua está templada. Cierro los ojos y súbitamente, sin advertencia, ella está conmigo; debe de ser el olor del jabón. Pongo la cara contra el suave pelo de su nuca y la huelo: talco de bebé, piel de niño recién bañado y champú, con un vago olor a pis en el fondo. Ésta es la edad que tiene cuando estoy en la bañera. Se me aparece a diferentes edades, por eso sé que no es un fantasma. Si lo fuera, siempre tendría la misma edad.

Una vez, cuando tenía once meses, justo antes de que empezara a caminar, una mujer me la robó del carrito del supermercado. Era un sábado, el día que Luke y yo hacíamos la compra de la semana, porque los dos trabajábamos. Ella estaba sentada en el asiento para los niños que tenían antes los carritos de los supermercados, con agujeros para las piernas. Estaba muy contenta; yo me giré de espaldas, creo que era en la sección de comida para gatos; Luke estaba en la carnicería al otro extremo de la tienda, fuera de la vista. Le gustaba elegir la carne que íbamos a comer durante la semana. Decía que los hombres necesitaban más carne que las mujeres, que no se trataba de una superstición y que él no era ningún tonto, para algo había seguido unos estudios. Existen diferencias, decía. Le encantaba repetirlo, como si yo intentara demostrar lo contrario. Pero en general lo decía cuando estaba mi madre presente. Le encantaba provocarla.

Oí que empezaba a llorar. Me giré y vi que desaparecía pasillo abajo, en brazos de una mujer que yo jamás había visto. Lancé un grito y la mujer se detuvo. Debía de tener unos treinta y cinco años. Lloraba y decía que era su bebé, que el Señor se la había dado, que le había enviado una señal. Sentí pena por ella. El gerente de la tienda se disculpó, y la retuvieron hasta que llegó la policía.

Simplemente, está loca, dijo Luke.

En ese momento, creí que se trataba de un incidente aislado.

Su imagen se desvanece, no puedo retenerla aquí conmigo, ya ha desaparecido. Tal vez sí pienso en ella como en un fantasma, el fantasma de una niña muerta, una criatura que murió cuando tenía cinco años. Recuerdo las fotos que alguna vez tuve de nosotras dos, yo sosteniéndola en brazos, en poses típicas, encerradas en un marco y a salvo. Desde detrás de mis ojos cerrados me veo a mí misma tal como soy ahora, sentada junto a un cajón abierto, o junto a un baúl en el sótano, donde guardo la ropa de bebé doblada y un sobre con un mechón de pelo de cuando tenía dos años, de color rubio claro. Después se le oscureció.

Ya no tengo esas cosas, ni la ropa ni el pelo. Me pregunto qué ocurrió con nuestras pertenencias. Saqueadas, tiradas y arrancadas. Confiscadas.

He aprendido a arreglármelas sin un montón de cosas. Si tienes demasiadas cosas, decía Tía Lydia, te aferras demasiado al mundo material y olvidas los valores espirituales. Bienaventurados los humildes. No agregó nada acerca de que heredarían la tierra.

Sigo tendida, con el agua chocando suavemente contra mi cuerpo, junto a un cajón abierto que no existe, y pienso en una niña que no murió cuando tenía cinco años; que aún existe, espero, aunque no para mí. ¿Existo yo para ella? ¿Soy una imagen en tinieblas en lo más recóndito de su mente?

Ellos debieron de contarle que yo estaba muerta. Eso es lo que debieron de hacer. Seguramente pensaron que de ese modo a ella le resultaría más fácil adaptarse.

Ahora debe tener ocho años. He llenado el tiempo que perdí, sé todo lo que ha ocurrido. Ellos tenían razón, es más fácil pensar que ella está muerta. Así no tengo que abrigar esperanzas, ni hacer un esfuerzo inútil. ¿Por qué darse la cabeza contra la pared?, decía Tía Lydia. A veces tenía una manera muy gráfica de decir las cosas.

– No tengo todo el día -dice Cora, al otro lado de la puerta. Es verdad, no tiene todo el día. No tiene todo de nada. No debo robarle su tiempo. Me enjabono, me paso el cepillo de cerdas cortas y la piedra pómez para eliminar la piel muerta. Estos accesorios típicamente puritanos te los proporcionan. Me gustaría estar absolutamente limpia, libre de gérmenes y bacterias, como la superficie de la luna. No podré lavarme esta noche, ni más tarde, ni en todo el día. Ellos dicen que es perjudicial, así que, ¿para qué correr riesgos?