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Me despierta la campanada; y luego Cora, que llama a mi puerta. Me siento en la alfombra y me seco la cara Con la manga. De todos los sueños que he tenido, éste es el peor.

VI LA FAMILIA

CAPÍTULO 14

Cuando deja de sonar la campana, bajo la escalera: en el ojo de vidrio que cuelga de la pared del piso de abajo, un diminuto animal extraviado desciende conmigo. El tictac del reloj suena al compás del péndulo; mis pies, calzados con los pulcros zapatos rojos, siguen el ritmo escalera abajo.

La puerta de la sala está abierta de par en par. Entro: de momento no hay nadie más. No me siento, pero ocupo mi lugar, de rodillas, cerca de la silla y el escabel en los que dentro de poco Serena Joy se entronizará, apoyándose en su bastón mientras se sienta. Probablemente se apoyará en mi hombro para mantener el equilibrio, como si yo fuera un mueble. Lo ha hecho otras veces.

Tal vez en otros tiempos, la sala se llamó salón, y más tarde sala de estar. O quizás es un salón de recibir, de esos que tienen arañas y moscas. Pero ahora, oficialmente, es una sala para sentarse porque eso es lo que hacen aquí, al menos algunos. Para otros sólo es una sala para estar de pie. La postura del cuerpo es importante: las incomodidades sin importancia son aleccionadoras.

La sala es apagada y simétrica; ésta es una de las formas que adopta el dinero cuando se congela. El dinero ha corrido por esta habitación durante años y años, como si atravesara una caverna subterránea, incrustándose y endureciéndose como estalactitas. Las diversas superficies se presentan a sí mismas mudamente: el terciopelo rosa negruzco de las cortinas echadas, el brillo de las sillas dieciochescas a juego, en el suelo la lengua de vaca que asoma de la alfombrilla china de borlas con sus peonías de color melocotón, el cuero suave de la silla del Comandante y el destello de la caja de latón que hay junto a aquélla.

La alfombrilla es auténtica. En esta habitación hay algunas cosas que son auténticas y otras que no lo son. Por ejemplo, dos cuadros, los retratos de dos mujeres, cada uno a un costado de la chimenea. Ambas llevan vestidos oscuros, como las de los cuadros de la iglesia, aunque de una época posterior. Probablemente los cuadros son auténticos. Supongo que cuando Serena Joy los adquirió -una vez que para ella fue obvio que tenía que encauzar sus energías en una dirección convincentemente doméstica- lo hizo con la intención de fingir que eran antepasadas suyas. O quizás estaban en la casa cuando el Comandante la compró. No hay manera de saberlo. En cualquier caso, allí están colgadas, con la espalda recta y la boca rígida, el pecho oprimido, el rostro atenazado, el tocado tieso, la piel grisácea, vigilando la sala con los ojos entrecerrados.

Entre ambas, sobre el manto de la chimenea, hay un espejo ovalado, flanqueado por dos pares de candeleros de plata, y en medio de éstos un Cupido de porcelana blanca que con sus brazos rodea el cuello de un cordero. Los gustos de Serena Joy son una mezcla rara: lujuria exquisita o sensiblería fácil. En cada extremo de la chimenea hay un arreglo de flores secas y, en la marquetería lustrada de la mesa que hay junto al sofá, un vasija con narcisos naturales.

La sala está impregnada de olor a aceite de limón, telas pesadas, narcisos marchitos, de los olores que quedan después de cocinar -y que se han filtrado desde la cocina o el comedor- y del perfume de Serena Joy: Lirio de los Valles. El perfume es un lujo, ella debe de tener un proveedor secreto. Inspiro, pensando que podría reconocerlo. Es una de esas esencias que usan las chicas que aún no han llegado a la adolescencia, o que los niños regalan a sus madres para el día de la madre; el olor de calcetines y enaguas de algodón blanco, de polvos de limpieza, de la inocencia del cuerpo femenino aún libre de vellosidad y sangre. Esto me hace sentir ligeramente enferma, como si estuviera encerrada en un coche, un día bochornoso, con una mujer mayor que usara demasiado polvo facial. Eso es lo que parece la sala de estar, a pesar de su elegancia.

Me gustaría robar algo de esta habitación. Me gustaría coger algún objeto pequeño -el cenicero de volutas, quizá la cajita de plata para las píldoras que está en la repisa o una flor seca- y ocultarlo entre los pliegues de mi vestido o en el bolsillo de mi manga, hasta la noche, y esconderlo en mi habitación, debajo de la cama o en un zapato, o en un rasgón del cojín de la FE. De vez en cuando lo sacaría para mirarlo. Me daría la sensación de que tengo poder.

Pero semejante sensación sería ilusoria, y demasiado riesgosa. Dejo las manos donde están, cruzadas sobre mi regazo. Los muslos juntos, los talones pegados debajo de mi cuerpo, presionándolo. La cabeza gacha. Tengo en la boca el gusto de la pasta dentífrica: sucedáneo de menta y yeso.

Espero a que se reúna la familia. Una familia: eso es lo que somos. El Comandante es el cabeza de familia. Él nos alimenta a todos, como haría una nodriza.

Un buque nodriza. Sálvese quien pueda.

Primero entra Cora y detrás Rita, secándose las manos en el delantal. También ellas acuden al llamado de la campana, de mala gana, porque tienen otras cosas que hacer, por ejemplo lavar los platos. Pero tienen que estar aquí. Todos tienen que estar aquí, la Ceremonia lo exige. Tenemos la obligación de quedarnos hasta el final.

Rita me mira con el ceño fruncido y se coloca detrás de mí. Que ella pierda el tiempo es culpa mía. No mía, sino de mi cuerpo, si es que existe alguna diferencia. Hasta el Comandante está sujeto a los caprichos de su cuerpo.

Entra Nick, nos saluda a las tres con un movimiento de cabeza y mira a su alrededor. También se instala detrás dé mí, de pie. Está tan cerca que me toca el pie con la punta del zapato. ¿Lo hace adrede? Sea cómo fuere, nos estamos tocando. Siento que mi zapato se ablanda, que la sangre fluye en su interior, se calienta, se transforma en una piel. Aparto el pie ligeramente.

– Ojalá se diera prisa -comenta Cora.

– Date prisa y espera -bromea Nick y ríe. Mueve el pie de manera tal que vuelve a tocar el mío. Nadie puede ver lo que hay debajo de mi falda desplegada. Me muevo, aquí hace demasiado calor, el olor a perfume rancio me hace sentir enferma. Aparto el pie.

Oímos los pasos de Serena que baja la escalera y se acerca por el pasillo, el golpecito seco de su bastón sobre la alfombra y el ruido sordo de su pie sano. Atraviesa la puerta cojeando y nos echa una mirada, como si nos contara, pero sin vernos. Dedica a Nick un movimiento de cabeza, pero no dice nada. Lleva puesto uno de sus mejores vestidos, de color azul celeste, con un adorno blanco en los bordes del velo: flores y grecas. Incluso a su edad experimenta el deseo de adornarse con flores. Es inútil que lo hagas, le digo mentalmente, sin mover un solo músculo de la cara, ya no puedes usarlas, te has marchitado. Las flores son los órganos genitales de las plantas; lo leí una vez en alguna parte.

Avanza hasta la silla y el escabel, se gira, baja y deja caer el cuerpo torpemente. Sube el pie izquierdo hasta el escabel y hurga en el bolsillo de su manga. Oigo el crujido, luego el chasquido de su encendedor, percibo el olor del humo y aspiro profundamente.

– Tarde, como de costumbre -dice. No respondemos. Busca a tientas la lámpara de la mesa y la enciende; se oye un chasquido y el televisor empieza a funcionar.

Un coro de hombres de piel amarillo verdosa -el color necesita su adaptación- canta «Venid a la Iglesia del Bosque Virgen». Venid, venid, venid, venid, cantan los bajos. Serena pulsa el selector de canales. Ondas, zigzags de colores, y un sonido que se apaga: es la estación satélite de Montreal, que ha quedado bloqueada. Entonces aparece un pastor, serio, de brillantes ojos oscuros, que se dirige a nosotros desde detrás de un escritorio. En estos tiempos, los pastores se parecen mucho a los hombres de negocios. Serena le concede unos pocos segundos y sigue buscando.

Pasa varios canales en blanco, y por fin aparecen las noticias. Esto es lo que ella estaba buscando. Se echa hacia atrás y aspira profundamente. Yo, en cambio, irle inclino hacia adelante, como un niño al que le han permitido quedarse levantado hasta tarde con los adultos. Esto es lo bueno de estas veladas, las veladas de la Ceremonia: que me permiten escuchar las noticias. Es como si en esta casa hubiera una regla tácita: nosotros siempre llegamos puntualmente, él siempre llega tarde, y Serena siempre nos deja ver las noticias.

Tal como son las cosas, ¿quién sabe si algo de esto es verdad? Podrían ser fragmentos antiguos, o una falsificación. Pero de todos modos las escucho, con la esperanza de poder leer entre líneas. Ahora, una noticia -sea la que fuere- es mejor que ninguna.

Primero, el frente de batalla. En realidad no hay frente: la guerra parece desarrollarse simultáneamente en varios sitios.

Colinas boscosas vistas desde arriba, árboles de un amarillo enfermizo. Si al menos ella ajustara el color… «Los Montes Apalaches», dice la voz fuera de la pantalla, «donde la Cuarta División de los Ángeles del Apocalipsis está desalojando con bombas de humo a un foco de la guerrilla baptista, con el soporte aéreo del Vigesimotercer Batallón de los Angeles de la Luz». Nos muestran dos helicópteros negros, con alas plateadas pintadas a los lados. Debajo de ellos, un grupo de árboles estalla.