El Comandante se sienta y cruza las piernas, mientras lo contemplamos. Los señaladores están en su sitio. Abre el libro. Carraspea, como si se sintiera incómodo.
– ¿Podría tomar un poco de agua? -dice dejando la Pregunta suspendida en el aire-. Por favor -agrega.
A mis espaldas, Rita o Cora -alguna de las dos- abandona su sitio en el cuadro familiar y camina silenciosamente hasta la cocina. El Comandante espera, con la vista baja. Suspira; del bolsillo interior de la chaqueta saca un par de gafas para leer, de montura dorada, y se las pone. Ahora parece un zapatero salido de un viejo libro de cuentos. ¿No tendrán fin sus disfraces de hombre benevolente?
Observamos cada uno de sus gestos, cada uno de sus rasgos.
Un hombre observado por varias mujeres. Debe de sentir algo muy extraño. Ellas observándolo todo el tiempo y preguntándose ¿y ahora qué hará? Retrocediendo cada vez que él se mueve, incluso aunque sea un movimiento tan inofensivo como estirarse para coger un cenicero. Juzgándolo, pensando: no puede hacerlo, no servirá, tendrá que servir, y haciendo esta última afirmación como si él fuera una prenda de vestir pasada de moda o de mala calidad que de todos modos hay que ponerse porque no hay ninguna otra cosa.
Ellas se lo ponen, se lo prueban, mientras él, a su vez, se las pone como quien se pone un calcetín, se las calza en su propio apéndice, su sensible pulgar de repuesto, su tentáculo, su acechante ojo de babosa que sobresale, se expande, retrocede y se repliega sobre sí mismo cuando lo tocan incorrectamente y vuelve a crecer agrandándose un poco en la punta, avanzando como si se internara en el follaje, dentro de ellas, ávido de visiones. Alcanzar la visión de este modo, mediante este viaje en la oscuridad que está compuesta de mujeres, de una mujer que puede ver en la oscuridad mientras él se encorva ciegamente hacia delante.
Ella lo observa desde el interior. Todas lo observamos. Es algo que realmente podemos hacer, y no en vano: ¿que sería de nosotras si él se quebrara o muriera? No me extrañaría que debajo de su dura corteza exterior se ocultara un ser tierno. Pero esto sólo es una expresión de deseos. Lo he estado observando durante algún tiempo y no ha dado muestras de blandura.
Pero ten cuidado, Comandante, le digo mentalmente. No te pierdo de vista. Un movimiento en falso y soy mujer muerta.
Sin embargo, debe de parecer increíble ser un hombre así
Debe de ser fantástico.
Debe de ser increíble.
Debe de ser muy silencioso.
Llega el agua, y el Comandante bebe.
– Gracias -dice.
Cora vuelve a instalarse en su sitio.
El Comandante hace una pausa y baja la vista para buscar la página. Se toma su tiempo, como si no se diera cuenta de nuestra presencia. Es como alguien que juguetea con un bistec, sentado junto a la ventana de un restaurante, fingiendo no ver los ojos que lo miran desde la hambrienta oscuridad a menos de un metro de distancia. Nos inclinamos un poco hacia él, como limaduras de hierro que reaccionan ante su magnetismo. Él tiene algo que nosotros no tenemos, tiene la palabra. Cómo la malgastábamos en otros tiempos.
El Comandante empieza a leer, pero parece que lo hiciera de mala gana. No es muy bueno leyendo. Quizá simplemente se aburre.
Es el relato de costumbre, los relatos de costumbre. Dios hablando a Adán. Dios hablando a Noé. Creced y multiplicaos y poblad la tierra. Después viene toda esa tontería aburrida de Raquel y Leah que nos machacaban en el Centro. Dame hijos, o me moriré. ¿Soy yo, en lugar de Dios, quien te impide el fruto de tu vientre? He aquí a mi sierva Bilhah. Ella parirá sobre mis rodillas, y yo también tendré hilos de ella. Etcétera, etcétera. Nos lo leían todos los días durante el desayuno, cuando nos sentábamos en la cafetería de la escuela a comer gachas de avena con crema y azúcar moreno. Tenéis todo lo mejor, decía Tía Lydia. Estamos en guerra y las cosas están racionadas. Sois unas niñas consentidas, proseguía, como si riñera a un gatito. Minino travieso.
Durante el almuerzo eran las bienaventuranzas. Bienaventurado esto, bienaventurado aquello. Ponían un disco, cantado por un hombre. Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos será el reino de los cielos. Bienaventurados los dóciles. Bienaventurados los silenciosos. Sabía que ellos se lo inventaban, que no era así, y también que omitían palabras, pero no había manera de comprobarlo. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.
Nadie decía cuándo.
Mientras comemos el postre -peras en conserva con canela, lo normal para el almuerzo-, miro el reloj y busco a Moira, que se sienta a dos mesas de distancia. Ya se ha ido. Levanto la mano para pedir permiso. No lo hacemos muy a menudo, y siempre elegimos diferentes horas del día.
Una vez en los lavabos, me meto en el penúltimo retrete, como de costumbre.
¿Estás ahí?, susurro.
Me responde Moira en persona.
¿Has oído algo?, le pregunto.
No mucho. Tengo que salir de aquí, o me volveré loca. Siento pánico. No, Moira, le digo, no lo intentes. Y menos aún tú sola.
Simularé que estoy enferma. Envían una ambulancia, ya lo he visto.
Como máximo llegarás al hospital.
Al menos será un cambio. No tendré que oír a esa vieja bruja.
Te descubrirán.
No te preocupes, se me da muy bien. Cuando iba a la escuela secundaria, dejé de tomar vitamina C, y cogí escorbuto. En un primer momento no pueden diagnosticarlo. Después empiezas otra vez con las vitaminas, y te pones bien. Esconderé mis vitaminas.
Moira, no lo hagas.
No podía soportar la idea de no tenerla conmigo, para mí.
Te envían con dos tipos en la ambulancia. Piénsalo bien. Esos tipos están hambrientos, mierda, ni siquiera les permiten ponerse las manos en los bolsillos, existe la posibilidad de…
Oye, tú, se te ha acabado el tiempo, dijo la voz de Tía Elizabeth, al otro lado de la puerta. Me levanté y tiré de la cadena. Por el agujero de la pared aparecieron dos dedos de Moira. Tenía el tamaño justo para dos dedos. Acerqué mis dedos a los de ella y los cogí rápidamente. Luego los solté.
– Y Leah dijo: Dios me ha recompensado porque le he dado mi sierva a mi esposo -dice el Comandante. Deja caer el libro, que produce un ruido ahogado, como una puerta acolchada que se cierra sola, a cierta distancia: una ráfaga de aire. El sonido sugiere la suavidad de las finas páginas de papel cebolla, y del tacto contra los dedos. Suave y seco, como el papier poudre, gastado y polvoriento, antiguo, el que te daban con los folletos de propaganda en las tiendas donde vendían velas y jabón de diferentes formas: conchas marinas, champiñones. Como el papel de cigarrillos. Como pétalos.
El Comandante se queda con los ojos cerrados, como si estuviera cansado. Trabaja muchas horas. Sobre él recaen muchas responsabilidades.
Serena se ha echado a llorar. Logro oírla, a mis espaldas. No es la primera vez. Lo hace todas las noches en que se celebra la Ceremonia. Intenta no hacer ruido. Intenta conservar la dignidad delante de nosotros. La tapicería y las alfombrillas amortiguan el sonido, pero a pesar de ello podemos oírla claramente. La tensión que existe entre su falta de control y su intento por superarlo, es horrible. Es como tirarse un pedo en la iglesia. Como siempre, siento la necesidad imperiosa de soltar una carcajada, pero no porque piense que es divertido. El olor de su llanto se extiende sobre todos nosotros, y fingimos ignorarlo.
El Comandante abre los ojos, se da cuenta, frunce el ceño y hace caso omiso.
– Recemos un momento en silencio -dice el Comandante-. Pidamos la bendición y el éxito de todas nuestras empresas.
Inclino la cabeza y cierro los ojos. Oigo a mis espaldas la respiración contenida, los jadeos casi inaudibles, las sacudidas. Cómo debe de odiarme, pienso.
Rezo en silencio: Nolite te bastardes carborundorum. No sé qué significa, pero suena bien y además tendrá que servir porque no sé qué otra cosa puedo decirle a Dios. Al menos no lo sé ahora mismo. O, como solían decir antes, en esta coyuntura. Ante mis ojos flota la frase grabada en la pared de mi armario, escrita por una mujer desconocida con el rostro de Moira. La vi salir en dirección a la ambulancia, encima de una camilla transportada por dos Angeles.
¿Qué le pasa?, le pregunté en voz muy baja a la mujer que tenía a mi lado; una pregunta bastante prudente para cualquiera, excepto para una fanática.
Fiebre, dijo moviendo apenas los labios. Apendicitis, dicen.
Esa tarde yo estaba cenando albóndigas y picadillo. Mi mesa estaba junto a la ventana y pude ver lo que ocurría afuera, en el portal principal. Vi que la ambulancia volvía, esta vez sin hacer sonar la sirena. Uno de los Angeles bajó de un salto y le habló al guarda. Éste entró en el edificio; la ambulancia seguía aparcada y el Angel aguardaba de espaldas a nosotras, como le habían enseñado. Del edificio salieron dos Tías, con el guarda, y caminaron hacia la parte posterior de la ambulancia. Sacaron a Moira del interior, atravesaron el portal arrastrándola y la hicieron subir la escalinata sosteniéndola de las axilas, una a cada costado. Ella no podía caminar. Dejé la comida, no pude seguir; en ese momento, todas las que estábamos sentadas de ese lado de la mesa, mirábamos por la ventana. La ventana era de color verdoso, el mismo color de la tela metálica de gallinero que solían poner del lado de adentro del cristal. Seguid comiendo, dijo Tía Lydia. Se acercó a la ventana y bajó la persiana.