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Será mejor que entres, dijo. Se volvió, dándome la espalda, y entró en el vestíbulo cojeando. Y cierra la puerta.

Llevé la maleta roja hasta el interior, como seguramente ella quería, y cerré la puerta. No le dije nada. Tía Lydia decía que era mejor no hablar, a menos que te hicieran una pregunta directa. Intenta ponerte en su lugar, me dijo apretando las manos y sonriendo con expresión nerviosa y suplicante. Para ellos no es fácil.

Aquí, dijo la Esposa del Comandante. Cuando entré en la sala de estar, ella ya estaba en su silla, el pie izquierdo sobre el escabel con su cojín de petit-point estampado con una cesta de rosas. Tenía el tejido en el suelo, junto a la silla, y las agujas clavadas en él.

Me quedé de pie delante de ella, con las manos cruzadas. Bien, dijo. Cogió un cigarrillo y se lo puso entre los labios para encenderlo. Mientras lo sujetaba, los labios se le veían finos, enmarcados por esas líneas verticales que se ven en los labios de los anuncios de cosméticos. El encendedor era de color marfil. Los cigarrillos debían de ser del mercado negro, pensé, lo cual me hizo alentar esperanzas. Incluso ahora que ya no hay dinero de verdad, existe un mercado negro. Siempre existe un mercado negro, siempre hay algo que se puede intercambiar. Ella era una mujer que podría burlar las normas. Pero, ¿yo qué tenía para negociar?

Miré el cigarrillo con ansia. Para mí, al igual que las bebidas alcohólicas y el café, los cigarrillos están prohibidos.

Así que ese viejo fulano no funcionó, dijo.

No, señora, respondí.

Lanzó algo así como una carcajada y luego tosió. Mala suerte la suya, dijo. Es el segundo, ¿no?

El tercero, señora, dije.

Y la tuya, agregó. Otra carcajada y volvió a toser. Puedes sentarte. No te lo cojas por costumbre, es sólo por esta vez.

Me senté en el borde de una de las sillas de respaldo recto. No quería quedarme con la vista fija ni dar la impresión de que estaba distraída; así que la repisa de mármol de mi derecha y el espejo de encima y los ramos de flores sólo eran sombras que captaba con el rabillo del ojo. Más adelante tendría tiempo de sobra para mirarlos.

Ahora su cara estaba a la misma altura que la mía. Me pareció reconocerla, o al menos vi en ella algo familiar. Por debajo del velo se le veía un poco el pelo. Aún era rubio. Entonces pensé que tal vez se lo teñía, que la tintura para el pelo podía ser otra de las cosas que conseguía en el mercado negro, pero ahora sé que es rubio de verdad. Tenía las cejas depiladas en finas líneas arqueadas, lo que le proporcionaba una mirada de sorpresa permanente, o agraviada, o inquisitiva, como la de un niño asustado, pero sus párpados tenían expresión fatigada. No así sus ojos, de un azul hostil como un cielo de pleno verano en el que brilla el sol, un azul implacable. Alguna vez su nariz debió de haber sido bonita, pero ahora era demasiado pequeña en relación a la cara, que no era gorda, pero si grande. De las comisuras de sus labios arrancaban dos líneas descendentes, y entre éstas sobresalía su barbilla, apretada como si se tratara de un puño.

Quiero verte lo menos posible, dijo. Espero que sientas lo mismo con respecto a mí.

No respondí: un sí podría haber sido insultante, y un no, desafiante.

Sé que no eres tonta, prosiguió. Dio una calada y largó una bocanada de humo. He leído tu expediente. En lo que a mí respecta, esto es como una transacción comercial.

Pero si me ocasionas molestias, el problema será tuyo.

¿ Comprendido?

Sí, señora, dije.

Y no me llames señora, me advirtió en tono irritado. No eres una Martha.

No le pregunté cómo se suponía que tenía que llamarla, porque me di cuenta de que ella confiaba en que yo no tuviera ocasión de llamarla de algún modo. Me sentí decepcionada. Había deseado que ella se convirtiera en mi hermana mayor, en una figura maternal, en alguien que me comprendiera y me protegiera. La Esposa del destacamento del cual yo venia, pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación; las Marthas decían que bebía. Yo quería que ésta fuera diferente. Quería creer que ella me había gustado, en otro tiempo y en otro lugar, en otra vida. Pero pronto advertí que ella no me gustaba a mí, ni yo a ella.

Apagó el cigarrillo, sin terminarlo, en un pequeño cenicero de volutas de una mesita que estaba a su lado. Lo hizo con actitud resuelta, dándole un golpe seco y después aplastándolo, en lugar de apagarlo con una serie de golpecitos delicados, como acostumbraban hacer casi todas las otras Esposas.

En cuanto a mi esposo, dijo, es exactamente eso: mi esposo. Quiero que esto quede absolutamente claro. Hasta que la muerte nos separe. Y se acabó.

Sí, señora, volví a decir olvidando su advertencia anterior. Antes, las niñas pequeñas tenían muñecas que hablaban cuando se tiraba de un hilo que llevaban a la espalda; tuve la impresión de que hablaba como una de ellas, con voz monótona, voz de muñeca. Seguramente ella deseaba fervientemente darme una bofetada. Ellas pueden castigarnos, existe el precedente bíblico. Pero no pueden emplear ningún instrumento; sólo las manos.

Ésta es una de las cosas por las que luchamos, dijo la Esposa del Comandante, y noté que no me estaba mirando a mí sino sus manos nudosas y cargadas de diamantes; entonces comprendí dónde la había visto antes.

La primera vez fue en la televisión, cuando tenía ocho o nueve años. Los domingos por la mañana, mi madre se quedaba durmiendo, y yo me levantaba temprano y me sentaba ante el aparato de la televisión, en su estudio, y pasaba torpemente de un canal a otro, buscando los dibujos animados. En ocasiones, si no los encontraba, miraba La Hora del Evangelio para las Almas Inocentes, donde contaban relatos bíblicos para niños y cantaban himnos. Una de las mujeres se llamaba Serena Joy. Era la soprano y protagonista, una mujer menuda, de pelo rubio ceniza, nariz respingona y ojos azules que, durante los himnos, siempre miraba al cielo. Era capaz de reír y llorar al mismo tiempo, dejando deslizar graciosamente una o dos lágrimas por las mejillas, como si fuera algo estudiado, mientras su voz se elevaba con las notas más altas, trémula, sin ningún esfuerzo. Fue más tarde cuando se dedicó a otras cosas.

La mujer que estaba sentada frente a mí era Serena Joy. O alguna vez lo había sido. Esto era peor de lo que yo pensaba.

CAPITULO 4

Camino a lo largo del sendero de grava que divide limpiamente el césped como si fuera una raya en el pelo. Anoche llovió: la hierba está mojada y el aire es húmedo. Por todas partes hay gusanos -prueba de la fertilidad del suelo- que han sido sorprendidos por el sol, medio muertos, flexibles y rosados, como labios.

Abro la puerta de estacas blancas, paso Junto al césped de la parte delantera y avanzo hacia el portal principal. Uno de los Guardianes asignados a nuestra casa está lavando el coche en el camino de entrada. Eso significa que el Comandante está en la casa, en sus habitaciones al otro lado del comedor, donde según parece pasa la mayor Parte del tiempo.

Es un coche muy caro, un Whirlwind; mejor que un Chariot, mucho mejor que el pesado y práctico Behemoth. Es negro, por supuesto el color de prestigio -y el de coches fúnebres- y largo y elegante. El conductor lo frota amorosamente con una gamuza. Al menos una cosa no ha cambiado: el modo en que los hombres cuidan los coches buenos.

Él tiene puesto el uniforme de los Guardianes, pero lleva la gorra graciosamente ladeada y la camisa arremangada hasta los codos, dejando al descubierto sus antebrazos bronceados y sombreados por el vello oscuro. Lleva un cigarrillo enganchado en la comisura de los labios, lo cual demuestra que él también tiene algo con lo que puede comerciar en el mercado negro.

Sé que se llama Nick. Lo sé porque oí que Rita y Cora hablaban de él, y una vez oí que el Comandante le decía: Nick, no necesitaré el coche.

Él vive aquí, en la casa, encima del garaje. Pertenece a una clase social baja; no le han asignado una mujer, ni siquiera una. No reúne las condiciones: algún defecto, o falta de contactos. Pero actúa como si no lo supiera o no le importara. Es muy despreocupado y no lo bastante servil. Podría ser por estupidez, pero no lo creo. Solían decir que su conducta olía a chamusquina, o que era sospechosa. No es muy bien visto porque es un inadaptado. A pesar de mí misma, me imagino cómo debe de oler: no a chamusquina, sino a piel bronceada, húmeda bajo el sol e impregnada de humo de cigarrillo. Suspiro de sólo pensarlo.

Él me mira y ve que lo miro. Tiene cara de latino, delgada, angulosa, y arrugas alrededor de la boca, de tanto sonreír. Da una última chupada al cigarrillo, lo deja caer al suelo y lo pisa. Empieza a silbar y me guiña el ojo.

Bajo la cabeza, me giro de manera tal que la toca blanca oculte mi cara, y echo a andar. Él ha corrido el riesgo, ¿pero para qué? ¿Y si yo intentara delatarlo?

Quizás él sólo quería mostrarse amistoso. Quizá vio mi expresión y la malinterpretó. En realidad lo que yo quería era el cigarrillo.

Quizá lo hizo para probar, para ver mi reacción.

Quizás es un Espía.

Abro el portal principal y lo cierro a mis espaldas. Miro hacia abajo, pero no hacia atrás. La acera es de ladrillos rojos. Clavo la mirada en el suelo, un campo de rectángulos que trazan suaves ondas donde la tierra, después de décadas y décadas de heladas invernales, ha quedado combada. El color de los ladrillos es viejo, pero fresco y limpio. Las aceras se conservan más limpias de lo que solían estar antiguamente.