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Me abrí paso entre un mar de gritos y confusión, como la espuma que hierve. Recuerdo que me sentía bastante tranquila. Recuerdo que gritaba, me parecía que gritaba, aunque sólo debió de haber sido un susurro. ¿Dónde está ella? ¿Qué habéis hecho con ella?

No había noche ni día, sólo un parpadeo. Después de un tiempo empecé a ver sillas, y una cama, y más allá una ventana.

Ella está en buenas manos, me decían. Con gente que está sana. Tú no estás sana pero quieres lo mejor para ella, ¿no es así?

Me enseñaron una foto de ella, de pie en un pequeño prado; su rostro parecía un óvalo cerrado. Llevaba el pelo echado hacia atrás y atado a la altura de la nuca. Iba de la mano de una mujer que yo no conocía. Era tan pequeña que apenas le llegaba al codo.

La habéis matado, dije. Ella parecía un ángel, solemne, compacta, etérea.

Llevaba un vestido que nunca le había visto, blanco y largo hasta los pies.

Me gustaría creer que esto no es más que un cuento que estoy contando. Necesito creerlo. Debo creerlo. Los que pueden creer que estas historias son sólo cuentos tienen mejores Posibilidades.

Si esto es un cuento que yo estoy contando, entonces puedo decidir el final. Habrá un final para este cuento, y luego vendrá la vida real. Puedo decidir dónde dejarlo.

Esto no es un cuento que estoy contando.

También es un cuento que estoy contando, en mi imaginación, sobre la marcha.

Contando, más que escribiendo, porque no tengo con qué escribir y, de todos modos, escribir está prohibido. Pero si es un cuento, aunque sólo sea en mi imaginación tengo que contárselo a alguien. Nadie se cuenta un cuento a sí mismo. Siempre hay otra persona.

Aunque no haya nadie.

Un cuento es como una carta. Querido, diría. Sólo querido, sin nombre. Porque si agregara tu nombre, te agregaría al mundo real, lo cual es más arriesgado y más peligroso: ¿quién sabe cuáles son tus posibilidades de supervivencia? Diré querido, querido, como si fuera una antigua canción de amor. Querido puede ser cualquiera.

Querido pueden ser miles.

Te diré que no corro un peligro inminente.

Haré como si me oyeras.

Pero no está bien, porque sé que no puedes.

IV LA SALA DE ESPERA

CAPÍTULO 8

Sigue el buen tiempo. Es casi como si estuviéramos en junio, cuando sacamos los vestidos de ir a la playa y las sandalias, y nos compramos helados. En el Muro hay tres cadáveres nuevos. Uno es el de un sacerdote que todavía lleva la sotana negra. Se la pusieron para el juicio, aunque dejaron de usarla hace unos años, cuando empezó la guerra de las sectas; con las sotanas llamaban demasiado la atención. Los otros dos tienen placas de color púrpura que les cuelgan del cuello: Traición a su Género. Aún van vestidos con el uniforme de Guardianes. Los deben de haber cogido juntos, ¿pero dónde? ¿En el cuartel? ¿En una fiesta? Quién sabe. El muñeco de nieve de la sonrisa roja ya no está.

– Tendríamos que volver -le digo a Deglen. Siempre soy yo quien lo dice. A veces pienso que si no lo dijera, ella se quedaría aquí para siempre. ¿Pero llora por estas muertes, o se regodea? Aún no lo sé.

Sin mediar palabra, se gira, como activada por mi voz, como si anduviera sobre un par de ruedecillas aceitadas, Como si fuera la figura de una caja de música. Me ofende su garbo. Me ofende su docilidad, su cabeza inclinada como para contrarrestar un fuerte viento. Pero no hay viento. Nos alejamos del Muro y volvemos bajo el sol, por el mismo camino por el que vinimos.

– Es un hermoso día de mayo -comenta Deglen. Más que verla siento que vuelve la cabeza hacia mí, como esperando una respuesta.

– Sí -respondo- Alabado sea -agrego, como si me acordara en el último momento. Un día de mayo; Mayday era una señal de socorro que solía emplearse hace mucho tiempo en alguna de las guerras que estudiábamos en la escuela. Aún las confundo, pero si prestabas atención podías distinguirlas por los aviones. Fue Luke el que me habló de Mayday. Mayday era el código que usaban los pilotos de los aviones que habían sido alcanzados, o los barcos… ¿los barcos también? Quizá los barcos utilizaban el S.O.S. Me gustaría poder averiguarlo. Y era algo de Beethoven, de la victoria de una de esas guerras.

– Sabes de dónde derivaba la palabra Mayday? -me preguntó Luke.

– No -respondí-. Es extraño que emplearan semejante palabra para eso, ¿no?

Periódicos y café en las mañanas de domingo, antes de que ella naciera. En ese entonces todavía existían los periódicos. Solíamos leerlos en la cama.

– Del francés -me explicó-. De M’aidez.

Ayudadme.

Una pequeña procesión se acerca a nosotras, es un cortejo fúnebre: tres mujeres, cada una con el velo negro transparente sobre el tocado. Una de ellas es una econoesposa, y las otras dos las plañideras, también econoesposas y tal vez amigas suyas. Sus vestidos de rayas parecen deteriorados, igual que sus caras. Algún día, cuando las cosas mejoren, decía Tía Lydia, nadie tendrá que ser una econoesposa.

La primera es la desconsolada madre; lleva una pequeña vasija negra. Por el tamaño de la vasija se puede adivinar el tiempo que llevaba en el vientre de ella cuando le llegó la muerte. Dos o tres meses, demasiado poco para saber si era o no un No Bebé. A los mayores y a los que mueren al nacer los ponen en cajas.

Nos detenemos en señal de respeto, mientras el cortejo pasa. Me pregunto si Deglen siente lo mismo que yo, un dolor en las entrañas, como una puñalada. Nos ponemos las manos sobre el pecho para expresar nuestra condolencia a estas desconocidas. Desde debajo del velo, la primera nos dedica una mirada amenazadora. Una de las otras dos se aparta y escupe en la acera. A las econoesposas no les gustamos.

Pasamos de largo junto a las tiendas, llegamos a las barreras y las atravesamos. Seguimos andando entre las casas de aspecto deshabitado y céspedes cuidados. En la esquina, cerca de la casa donde estoy destinada, Deglen se detiene y se vuelve hacia mí.

– Que Su Mirada te acompañe -me dice, según la despedida correcta.

– Que Su Mirada te acompañe -respondo y ella asiente con un leve movimiento. Vacila, como si fuera a decir algo más, pero se vuelve y echa a andar calle abajo. La observo. Ella es como mi propia imagen reflejada en un espejo del cual me estoy alejando.

En el camino de entrada encuentro a Nick, que sigue lustrando el Whirlwind. Ha llegado a la parte cromada trasera. Pongo mi mano enguantada sobre el picaporte del portal, lo abro y lo empujo hacia dentro; se cierra con un chasquido. Los tulipanes están más rojos que nunca, abiertos, ahora no parecen copas sino cálices; es como si se elevaran por sí solos, ¿pero con qué fin? Después de todo, están vacíos. Cuando crecen se vuelven del revés, revientan lentamente y los pétalos se les caen a trozos.

Nick levanta la vista y empieza a silbar. Luego me pregunta:

– ¿Ha ido bien el paseo?

Asiento con la cabeza, paro no digo nada. Se supone que él no debe hablarme. Por supuesto algunos lo intentaran, decía Tía Lydia. La carne es débil. La carne es efímera, la corregía yo mentalmente. Ellos no pueden soportarlo, decía, Dios los hizo así. Pero a vosotras no Os hizo así, Os hizo diferentes. Os corresponde a vosotras marcar los límites. Algún día lo agradeceréis.

En el jardín de detrás de la casa está la Esposa del Comandante, sentada en una silla que ha sacado de dentro. Serena Joy, qué nombre tan estúpido. Como si fuera una de esas cosas que en otros tiempos se ponían en el pelo Para estirarlo. Serena Joy, debía de decir en el frasco, que seguramente tenía grabada en la etiqueta la silueta de una cabeza femenina sobre un fondo ovalado de color rosa con bordes festoneados en dorado. Con todos los nombres que hay, ¿por qué eligió precisamente ése? Porque Serena Joy nunca fue su verdadero nombre, ni siquiera entonces. Su nombre verdadero era Pam. Lo leí en una reseña biográfica de una revista, mucho después de verla cantar los domingos por la mañana, mientras mi madre dormía. En aquellos tiempos se merecía una reseña biográfica: debía de aparecer en Time o Newsweek. Entonces ya no cantaba, hacía discursos. Y lo hacía bien. Hablaba de lo sagrado que era el hogar, y de que las mujeres debían quedarse en casa. Ella no lo hacía, pero sí lo decía, y justificaba este fallo suyo argumentando que era un sacrificio que hacía por el bien de todos.

Aproximadamente en esa época, alguien intentó pegarle un tiro, pero no dio en el blanco. En cambio, mató a su secretaria, que estaba de pie exactamente detrás de ella. Otra persona instaló una bomba en su coche, pero explotó demasiado pronto. Aunque alguna gente decía que ella misma había puesto la bomba en su coche, para ganarse la simpatía del público. Así es como fueron empeorando las cosas.

Luke y yo la mirábamos a veces en el último noticiario de la noche. En albornoz y gorro de dormir. Contemplábamos su pelo rociado de laca, su histeria, las lágrimas que aún hacia brotar cuando quería y el maquillaje que le oscurecía las mejillas. En ese entonces llevaba más maquillaje. Nos resultaba divertida. Mejor dicho, a Luke le resultaba divertida. Yo sólo fingía pensarlo. En realidad era un poco aterradora. De veras que lo era.