Ya no hace más discursos. Se ha vuelto muda. Se queda en su casa, aunque esto no parece sentarle bien. Qué furiosa debe de estar, ahora que le han cogido la palabra.
Está contemplando los tulipanes. Tiene el bastón en el suelo, a su lado. Está de perfil, puedo verlo por la rápida mirada de reojo que le echo al pasar. Jamás la miraría fijamente. Ya no es una silueta perfecta de papel, su rostro se está hundiendo sobre sí mismo y me hace pensar en esas ciudades construidas sobre ríos subterráneos, donde casas y calles enteras desaparecen durante la noche bajo repentinas ciénagas, o ciudades carboníferas que se hunden en sus propias minas. Algo así debe de haberle ocurrido a ella cuando vio el cariz que tomaban las cosas.
No vuelve la cabeza. No reconoce en lo más mínimo mi presencia, aunque sabe que estoy allí. Sé que lo sabe, su conocimiento es como un olor: algo que se vuelve agrio, como la leche de varios días.
No es de los esposos de quienes tenéis que cuidaros decía Tía Lydia, sino de las Esposas. Siempre debéis tratar de imaginaros lo que sienten. Por supuesto os ofenderán. Es natural. Intentad compadecerlas. Tía Lydia creía que era muy buena compadeciendo a los demás. Intentad apiadaros de ellas. Perdonadlas, porque no saben lo que hacen. Y volvía a mostrar esa temblorosa sonrisa de mendigo, elevando la mirada -a través de sus gafas redondas con montura de acero- hacia la parte posterior del aula, como si el cielo raso pintado de verde se abriera y de él bajara Dios, montado en una nube de polvos faciales de color rosa perlados entre los cables y las tuberías. Debéis comprender que son mujeres fracasadas. Han sido incapaces de…
En este punto su voz se quebraba y hacía una pausa durante la cual percibía un suspiro a mi alrededor, un suspiro colectivo. No era conveniente susurrar ni moverse durante estas pausas: Tía Lydia podía parecer abstraída, pero era consciente del más mínimo movimiento. Por eso no se oía más que un suspiro.
El futuro está en vuestras manos, resumía. Extendía sus manos hacia nosotras, en ese antiguo gesto que significaba tanto un ofrecimiento como una invitación a un abrazo, una aceptación. En vuestras manos, decía mirándose las suyas como si éstas le hubieran dado la idea. Pero no veía nada en ellas, estaban vacías. Eran las nuestras las que supuestamente estaban llenas de futuro, un futuro que sosteníamos pero no podíamos ver.
Doy la vuelta hasta la puerta trasera, la abro, entro y dejo el cesto en la mesa de la cocina. La mesa ha sido fregada para quitar la harina; el pan del día, recién horneado, se está enfriando en la rejilla. La cocina huele a levadura, un olor impregnado de nostalgia. Me recuerda otras cocinas, cocinas que fueron mías. Huele a madre, aunque mi madre no hacia pan. Huele a mí, hace tiempo, cuando yo era madre.
Es un olor traicionero y sé que debo ignorarlo.
Rita está sentada ante la mesa, pelando y cortando zanahorias. Son zanahorias viejas, gruesas, pasadas, y les han salido barbas de estar tanto tiempo almacenadas. Las zanahorias nuevas, tiernas y pálidas, no estarán en su punto hasta dentro de unas semanas. El cuchillo que ella usa es afilado y brillante, tentador. Me gustaría tener uno como éste.
Rita deja de cortar zanahorias, se levanta y saca los paquetes del cesto, casi con ansiedad. Espera a ver lo que he traído, aunque siempre frunce el ceño mientras abre los paquetes; nada de lo que traigo le gusta. Piensa que ella lo habría hecho mejor. A ella le gustaría hacer la compra, coger exactamente lo que quiere; envidia mis paseos. En esta casa, todos envidiamos algo a los demás.
– Tenían naranjas -comento-. En Leche y Miel. Todavía quedan algunas -se lo digo como un ofrecimiento. Quiero congraciarme con ella. Las naranjas las vi ayer, pero no le dije nada a Rita: estaba demasiado malhumorada-. Si me das los vales, mañana podría coger algunas -le paso el pollo; hoy ella quería filetes, pero no había.
Rita gruñe, pero no expresa placer ni aceptación. El gruñido significa que lo pensará durante su rato de ocio. Desata el hilo del paquete del pollo y abre el papel glaseado. Toca el pollo con la punta de los dedos, dobla un ala, mete el dedo en la cavidad y saca los menudillos. El pollo queda allí, sin cabeza y sin patas, con la carne de gallina, como si tuviera escalofríos.
– Hoy es día de baño -anuncia Rita sin mirarme.
Entra Cora, que viene de la despensa de atrás, donde guardan las fregonas y las escobas.
– Un pollo -dice, casi con regocijo.
– Puro hueso -afirma Rita-, pero tendrá que servir.
– No había muchos más -explico, pero Rita me ignora.
– A mí me parece bastante grande -responde Cora. ¿Me está defendiendo? La miro, para ver si sonríe; pero no, sólo estaba pensando en la comida. Ella es más joven que Rita; la luz del sol, que ahora entra por la ventana oeste, le toca el pelo peinado con raya y echado hacia atrás. Hasta no hace mucho tiempo debió de haber sido bonita. Tiene una pequeña marca como un hoyuelo en cada oreja, donde antes tenía los agujeros para los pendientes.
– Grande -argumenta Rita-, pero huesudo. Tendrías que hablar más fuerte -me dice, mirándome a la cara por primera vez-. No son del montón, como tú -se refiere al rango del Comandante; pero por el sentido que da a sus palabras, ella piensa que soy del montón. Tiene más de sesenta años y su mentalidad no cambiará.
Va hasta el fregadero, pasa las manos rápidamente bajo el chorro de agua y se las seca con el paño de cocina. Éste es blanco con rayas azules. Los paños de cocina son iguales que siempre. A veces estos destellos de normalidad me atacan inesperadamente, como si me tendieran una emboscada. Lo normal, lo habitual, una advertencia, como una patada. Observo el paño de cocina fuera de su contexto y se me corta la respiración. Para algunos, en cierto sentido, las cosas no han cambiado tanto.
– ¿Quién se ocupa del baño? -le pregunta Rita a Cora, no a mí-. Yo tengo que ablandar el pollo.
– Lo haré yo más tarde -responde Cora-, después de quitar el polvo.
– Si no, nadie lo hará -concluye Rita.
Hablan de mí, como si yo no las oyera. Para ellas soy una faena de la casa, una de tantas.
Me han hecho a un lado. Cojo el cesto, salgo por la puerta de la cocina y recorro el pasillo hasta el reloj de péndulo. La puerta de la sala está cerrada. El sol atraviesa el montante de abanico, pintando el suelo de colores: rojo, azul, púrpura. Pongo el pie encima y estiro las manos, que se me llenan de flores de luz. Subo las escaleras y veo mi rostro -distante, blanco y deformado- enmarcado en el espejo del vestíbulo, que sobresale como un ojo aplastado. Recorro la alfombra de color rosa ceniciento del pasillo de arriba, en dirección al dormitorio.
Veo a alguien de pie en el pasillo, cerca de la habitación donde me alojo. El pasillo está oscuro; pero veo a un hombre, de espaldas a mí. Está mirando el interior, y su silueta queda oscurecida contra la luz que sale de la habitación. Ahora lo veo: es el Comandante, se supone que no debe estar aquí. Me oye llegar, se gira, vacila y finalmente avanza. Viene hacia mí. Está violando las normas. ¿Y ahora qué hago?
Me detengo y él se queda parado; no puedo ver su rostro, me está mirando, ¿qué quiere? Pero por fin vuelve
a avanzar, se aparta para no tocarme, inclina la cabeza Y desaparece.
Algo se me ha revelado, ¿ pero qué? Como la bandera de un país desconocido, vista fugazmente en la curva de una colina; podría significar un ataque, podría significar ‘a posibilidad de parlamentar, podría significar el final de algo, de un territorio. Las señales que los animales se hacen mutuamente: los párpados bajos, las orejas hacia atrás, el pelo erizado. El destello de unos dientes… ¿pero qué demonios estaba haciendo? Nadie más lo ha Visto. Eso espero. ¿Estaba invadiendo la habitación? ¿Estaba en mi habitación?
He dicho mi…
CAPÍTULO 9
Mi habitación, entonces. Al fin y al cabo, tiene que existir algún espacio que pueda reivindicar como mío, incluso en estos tiempos.
Estoy esperando en mi habitación, que en este momento es una sala de espera. Cuando me acuesto es un dormitorio. Las cortinas aún se agitan bajo la suave brisa, afuera todavía brilla el sol, que no entra por la ventana. Se ha trasladado hacia el oeste. Estoy intentando no contar cuentos, o al menos no contar éste.
Alguien ha vivido en esta habitación antes que yo. Alguien como yo, o eso quiero creer.
Lo descubrí tres días después de mudarme aquí.
Tenía que pasar aquí mucho tiempo, y decidí explorar la habitación. No a la ligera, como uno podría explorar una habitación de hotel, sin esperar sorpresas, abriendo y cerrando los cajones, las puertas de los armarios, desenvolviendo la diminuta pastilla de jabón y toqueteando las almohadas. ¿Alguna vez volveré a estar en la habitación de un hotel? Cómo desperdicié aquellas habitaciones y aquella libertad con que se podían observar.
Libertad alquilada.
Por las tardes, cuando Luke aún huía de su esposa cuando yo aún era imaginaria para él. Antes de que nos casáramos y de que yo me solidificara. Yo siempre llegaba primero y me registraba. No ocurrió muchas veces, pero ahora me parece una década, una era; recuerdo cómo me vestía, cada blusa, cada pañuelo. Mientras lo esperaba me paseaba de un lado a otro, encendía la televisión y la apagaba, me ponía unos toques de perfume detrás de las orejas, se llamaba Opio. Venía en un frasco chino, rojo y dorado.