La cicatriz tenía más o menos la forma de «Q», pero en aquel momento, conmocionada por la inesperada y dolorosa revelación, no caí en la cuenta, pues me perturbó tanto como me habría inquietado la aparición en un texto en inglés de un símbolo desconocido de una lengua olvidada e ilegible.
Me embargó un vértigo repentino y eché el brazo hacia atrás buscando mi butaca.
– Lo lamento -le oí decir-. Nos acostumbramos tanto a nuestros propios horrores que olvidamos el efecto que pueden tener en otras personas.
Tomé asiento y poco a poco recuperé la visión.
La señorita Winter cerró los dedos sobre la palma herida, giró la muñeca y devolvió a su regazo el puño cargado de pedrería. En un gesto protector, lo rodeó con los dedos de la otra mano.
– Es una pena que no quisiera escuchar mi historia de fantasmas, señorita Lea.
– La escucharé en otra ocasión.
Nuestra entrevista había terminado.
Mientras regresaba a mis dependencias pensé en la carta que la señorita Winter me había enviado, en esa letra tirante y esmerada distinta a todas las que había leído hasta entonces. Había atribuido esa caligrafía a una enfermedad. Artritis, tal vez. Ahora estaba claro: desde su primer libro y a lo largo de toda su carrera, la señorita Winter había escrito sus obras maestras con la mano izquierda.
En mi estudio las cortinas eran de terciopelo verde y un satén con filigranas de color dorado pálido cubría las paredes. Pese a su confuso silencio, la habitación me gustaba, pues el efecto en general quedaba mitigado por el amplio escritorio de madera y la silla de respaldo recto que había frente a la ventana. Encendí la lámpara del escritorio y extendí los pliegos de papel que había llevado conmigo y mis doce lápices por estrenar, columnas rojas y romas, justo el material con el que me gusta empezar un proyecto nuevo. Lo último que saqué de la bolsa fue el sacapuntas. Lo atornillé como un torno al borde del escritorio y coloqué la papelera exactamente debajo de él.
Movida por un impulso, me subí al escritorio y alargué un brazo por detrás de la recargada cenefa hasta alcanzar la barra de las cortinas. Mis dedos buscaron a tientas al borde de las cortinas y los ganchos que las sujetaban. Esa tarea exigía contar con más de una persona; las cortinas caían hasta el suelo, tenían doble forro y su peso, acomodado sobre mis hombros, era aplastante, pero en unos minutos ya había doblado y metido en un armario las cortinas. Me detuve en medio de la habitación y contemplé el resultado de mi esfuerzo.
La ventana era una vasta extensión de cristal oscuro y en el centro mi fantasma, con su oscura transparencia, me estaba mirando. Su mundo no se diferenciaba del mío -el contorno claro de un escritorio al otro lado del cristal y, detrás, un mullido sillón con botones incrustados, colocado en el círculo de luz que proyectaba una lámpara de pie-, pero mi silla era roja y la suya era gris; mi silla descansaba sobre una alfombra india, rodeada de paredes de luz dorada, la suya flotaba espectralmente en un plano oscuro, indefinido e interminable, donde formas vagas, como olas, parecían moverse y respirar.
Juntas emprendimos el pequeño ritual de preparar nuestros escritorios. Dividimos los pliegos de papel en montones más pequeños y pasamos las hojas para airearlas y separarlas. Uno a uno, sacamos punta a nuestros lápices, girando la manivela y observando las largas virutas rizarse y prolongarse hasta caer en la papelera que tenían justo debajo. Después de sacar una punta afilada al último lápiz, en lugar de colocarlo junto a los demás lo retuvimos en la mano.
– Bien -le dije-. Listas para trabajar.
Ella abría la boca, parecía estar hablándome. Yo no podía oír lo que decía.
Como no sé taquigrafía, confiaba en que transcribiendo las palabras clave que había ido anotando durante nuestra entrevista nada más terminarla bastaría para refrescarme la memoria. Y así fue desde ese primer encuentro. Consultando de vez en cuando mi libreta y evocando su imagen, su voz y sus gestos, escribí, dejando amplios márgenes, unos cuantos folios en los que transcribía las mismas palabras de la señorita Winter. Al cabo de un rato prácticamente me olvidé de la libreta y era ella quien, desde mi cabeza, me las dictaba.
En el margen de la izquierda anotaba los gestos, las expresiones y los ademanes que parecían añadir algo a lo que la señorita Winter quería decir. Dejaba el margen derecho en blanco para poder anotar ahí, después de releer lo escrito, mis propias ideas, comentarios y preguntas.
Tenía la sensación de que había trabajado durante horas. Salí del estudio para prepararme una taza de chocolate, pero el tiempo parecía detenerse sin alterar en absoluto el curso de mi recreación; volví a mi trabajo y retomé el hilo como si no hubiera habido interrupción.
«Nos acostumbramos tanto a nuestros propios horrores que olvidamos el efecto que pueden tener en otras personas», escribí finalmente en centro del folio, y en el margen izquierdo añadí una nota que describía la forma en que la señorita Winter había colocado los dedos de la mano sana sobre el puño encogido de la mano herida.
Tracé una doble línea debajo de la última frase y me desperecé.
En la ventana, mi otro yo también se desperezó. Cogió los lápices cuya punta había gastado y se puso a afilarlos.
Estaba a mitad de un bostezo cuando algo empezó a sucederle en la cara. Primero fue una deformación repentina en medio de la frente, como una ampolla. Le apareció otra marca en la mejilla, luego otra debajo de un ojo, otra en la nariz y otra en los labios. Cada mancha nueva iba acompañada de un ruido sordo, una percusión cada vez más rápida. A los pocos segundos parecía que todo el rostro se le hubiera descompuesto.
Mas no era obra de la muerte. Tan solo era lluvia, la tan esperada lluvia.
Abrí la ventana, dejé que se me empapara la mano y me pasé el agua por la cara y los ojos. Tuve un escalofrío; era hora de acostarse.
Dejé la ventana entornada para poder oír la lluvia, que seguía cayendo con una suavidad uniforme y sorda. Continué oyéndola mientras me desvestía, mientras leía y mientras dormía. Acompañó mis sueños como una radio mal sintonizada que dejan encendida toda la noche, emitiendo un confuso ruido blanco debajo del cual, apenas audibles, se suceden susurros de otros idiomas y fragmentos de melodías desconocidas.
Y por fin empezamos…
A las nueve en punto del día siguiente la señorita Winter mandó que me llamaran y fui a reunirme con ella en la biblioteca.
De día la estancia era muy diferente. Con los postigos retirados, los altos ventanales dejaban entrar a raudales la luz de un cielo claro. El jardín, todavía empapado por el aguacero de la noche, resplandecía con el sol de la mañana. Las exóticas plantas que descansaban junto a los poyos laterales de las ventanas parecían tocar con sus hojas a sus primas más resistentes, más húmedas, del otro lado del cristal, y los delicados marcos que sujetaban los cristales no parecían más sólidos que las hebras fulgurantes de una tela de araña desplegada entre dos ramas sobre la senda del jardín. La biblioteca propiamente dicha, de aspecto más liviano, más reducida que la noche anterior, semejaba un espejismo en forma de libros surgido del húmedo jardín invernal.
En contraste con el azul claro del cielo y el sol blanquecino, la señorita Winter era toda fuego y calor, una exótica flor de estufa en un invernadero del norte. Esa mañana no llevaba puestas las gafas de sol, pero se había pintado los párpados de color violeta y se los había perfilado con una raya de kohl a lo Cleopatra, ribeteados con las mismas pestañas negras y pobladas del día anterior. A la luz del día advertí un detalle que se me había pasado por alto por la noche: a lo largo de la rectísima línea que dividía en dos los rizos cobrizos de la señorita Winter transcurría una raya muy blanca.