– ¡Querido papá! -Isabelle le sonrió. Él percibió un destello extraño en sus ojos.
– ¿Estás tramando algo?
Ella deslizó la mirada hasta un recodo del techo y sonrió. Sin desviar los ojos de ese oscuro recodo, comunicó a su padre que se marchaba.
Al principio apenas entendió lo que su hija le había dicho. Notó un pulso palpitante en los oídos. Se le nubló la vista; cerró los ojos, pero dentro de su cabeza solo había volcanes, lluvias de meteoritos y explosiones. Cuando las llamas se extinguieron y en su mundo interior ya no quedó nada salvo un paisaje arrasado y mudo, abrió los ojos.
¿Qué le había hecho?
En su mano había un mechón de pelo con un pedazo de piel sanguinolenta en un extremo. Isabelle estaba de espaldas a la puerta, con las manos detrás del cuerpo, un hermoso ojo verde inyectado de sangre, una mejilla enrojecida y ligeramente hinchada. De su cuero cabelludo brotaba un hilo de sangre que descendía hasta la ceja y le rodeaba el ojo.
Él estaba horrorizado tanto por él como por ella. Se volvió en silencio e Isabelle salió de la habitación.
George permaneció en su estudio durante horas, enroscando una y otra vez el cabello castaño que había encontrado en su mano alrededor del dedo; una y otra vez, alrededor del dedo, apretando, apretando, hasta que el pelo se le clavó en la carne, hasta que formó tal maraña que fue imposible desenroscarlo. Y finalmente, cuando la sensación de dolor hubo completado su lento viaje desde el dedo hasta la conciencia, lloró.
Charlie no estaba en casa aquel día y no llegó hasta medianoche. Cuando vio vacío el cuarto de Isabelle, recorrió toda la casa intuyendo, por un sexto sentido, que había ocurrido una catástrofe. Como no dio con su hermana se dirigió al estudio de su padre. Un vistazo al rostro ceniciento del hombre se lo dijo todo. Padre e hijo se miraron un instante, pero compartir su pérdida no hizo que se unieran. Nada podían hacer el uno por el otro.
En su habitación, Charlie se sentó en la butaca situada frente a la ventana, donde permaneció quieto durante horas; una silueta contra un rectángulo de luz lunar. En determinado momento abrió un cajón, cogió el revólver que había conseguido mediante extorsión de un cazador furtivo de la zona y se lo llevó a la sien en dos o tres ocasiones, pero la fuerza de la gravedad lo devolvió al regazo en cada ocasión.
A las cuatro de la madrugada guardó el revólver y cogió la larga aguja que había robado del costurero del ama hacía diez años y al que tantos usos había dado desde entonces. Se levantó la pernera del pantalón, bajó el calcetín y se hizo una nueva punción en la piel. Los hombros le temblaban, pero su mano se mantuvo firme mientras en la tibia grababa una única palabra: Isabelle.
En ese momento Isabelle llevaba muchas horas ausente. Había regresado a su cuarto y había salido minutos después, tomando la escalera que bajaba a la cocina. Tras darle al ama un abrazo extraño, fuerte, inusitado en ella, se escurrió por la puerta lateral y echó a correr por el huerto hasta la puerta del jardín abierta en un muro de piedra. La vista del ama había ido empeorando con el tiempo, pero había desarrollado la capacidad de captar los movimientos de la gente detectando las vibraciones en el aire, y, durante un brevísimo instante, antes de cerrar la puerta del jardín tras de sí tuvo la impresión de que Isabelle titubeaba.
Cuando George Angelfield comprendió que Isabelle se había marchado, se metió en su biblioteca y cerró la puerta con llave. No aceptó comida ni visitas. A esas alturas ya solo iban a verle el párroco y el médico, pero los echó con cajas destempladas. «¡Dígale a su Dios que puede irse al infierno!» y «¡Deje a este animal herido morir en paz!» fue cuanto obtuvieron como bienvenida.
Cuando ambos regresaron unos días más tarde, llamaron al jardinero para que echara la puerta abajo. George Angelfield había muerto. Bastó un breve examen para determinar que el hombre había fallecido de una septicemia causada por el aro de cabello humano que tenía profundamente incrustado en la carne del dedo anular.
Charlie no murió, aunque no comprendía cómo podía seguir vivo. Se pasaba el día deambulando por la casa. Dibujó en el polvo una senda de pisadas y la recorría cada día, empezando en el piso superior y terminando en la planta baja. Los dormitorios del desván, vacíos desde hacía años, las dependencias de la servidumbre, las habitaciones de la familia, el estudio, la biblioteca, la sala de música, el salón, la cocina. Su búsqueda era inquieta, interminable, desesperanzada. De noche salía a vagar por la finca, las piernas lo empujaban incansablemente hacia delante, hacia delante, hacia delante. Entretanto sus dedos jugueteaban con la aguja del ama que tenía en el bolsillo. Las yemas eran un pegote sanguinolento y postilloso.
Charlie vivió así varios meses, septiembre, octubre, noviembre diciembre, enero y febrero. Isabelle regresó a principios de marzo.
Charlie se encontraba en la cocina, siguiendo sus huellas, cuando oyó ruidos de cascos y ruedas que se aproximaban a la casa. Con expresión ceñuda, se acercó a la ventana. No quería visitas.
Una figura familiar bajó del vehículo y su corazón se detuvo en seco.
En apenas un instante alcanzó la puerta, los escalones y el carruaje, y allí estaba Isabelle.
La miró de hito en hito.
Isabelle rompió a reír.
– Toma -dijo-, coge esto. -Y le tendió un paquete pesado envuelto en una tela. Metió un brazo en la parte trasera del carruaje y sacó algo-. Y esto. -Y Charlie se lo colocó obediente debajo del brazo-. Y ahora, daría cualquier cosa por una enorme copa de coñac.
Aturdido, Charlie siguió a Isabelle hasta la casa y el estudio. Ella fue directa al mueble bar, de donde sacó dos copas y una botella. Vertió un generoso chorro en una de ellas y lo apuró de un trago exhibiendo la blancura de su cuello; luego volvió a llenar su copa y también la segunda, que le ofreció a su hermano. Entretanto él la miraba petrificado, mudo, con las manos ocupadas con los fardos bien envueltos con tela. La risa de Isabelle resonó una vez más en sus oídos y creyó estar demasiado cerca de un enorme campanario. La cabeza empezó a darle vueltas y los ojos se le llenaron de lágrimas.
– Suelta los paquetes -le ordenó Isabelle-. Vamos a brindar. -Él cogió la copa e inhaló los gases del aguardiente-. ¡Por el futuro! -Charlie bebió el coñac de un trago y al sentir su ardor rompió a toser.
– No has reparado en ellos, ¿verdad? -preguntó ella.
Él frunció el entrecejo.
– Mira.
Isabelle se volvió hacia los paquetes que él había dejado encima del escritorio, retiró el mullido envoltorio y dio un paso atrás. Él volvió lentamente la cabeza y miró. Los dos fardos eran bebés; dos bebés gemelos. Parpadeó. Detectó vagamente que la situación exigía alguna reacción por su parte, pero no sabía qué debía decir o hacer.
– ¡Oh, Charlie, por lo que más quieras, despierta!
Su hermana lo cogió de las manos y lo arrastró en una danza disparatada por toda la estancia. Le hizo dar vueltas y más vueltas, hasta que el movimiento empezó a despejarle la cabeza. Cuando se detuvieron Isabelle le tomó la cara entre las manos y habló:
– Roland ha muerto, Charlie. Ahora estamos solo tú y yo, ¿comprendes?
Él asintió.
– Bien. Veamos, ¿dónde está papá?
Cuando Charlie se lo dijo, Isabelle enloqueció. El ama, que salió de la cocina al oír los chillidos, la acostó en su antiguo dormitorio; cuando finalmente se calmó, le preguntó:
– ¿Cómo se llaman los bebés?
– March -respondió Isabelle.
Pero el ama ya lo sabía; la noticia de la boda le había llegado hacia unos meses, y también la del parto (aunque no le había hecho falta contar los meses con los dedos, lo hizo de todos modos y apretó los labios). Se enteró de que Roland había muerto de neumonía hacía unas semanas; asimismo sabía que el señor y la señora March, destrozados por la muerte de su único hijo varón y espantados por la demencial indiferencia de su nueva nuera, evitaban calladamente a Isabelle y a sus hijas, deseando solo llorar la pérdida de Roland.