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Feliz cumpleaños.

Si hubiera estado en la librería mi padre sacaría un regalo de debajo del mostrador al oírme bajar por las escaleras. Sería un libro, o varios, comprados en subastas y acumulados durante todo el año. Y un disco, un perfume o una lámina. Habría envuelto los regalos en la librería, sobre el mostrador, una tarde tranquila en que yo hubiera ido a la oficina de correos o a la biblioteca. Un día, a la hora de comer habría salido solo a elegir una tarjeta, y la habría escrito, «Besos y abrazos de papá y mamá», sobre el mostrador. Solo, muy solo. Iría a la panadería a por una tarta, y en algún lugar de la librería -yo seguía sin saber dónde, era uno de los pocos secretos que no había desentrañado- papá guardaba una vela que sacaba y encendía ese día, todos los años, y yo la soplaba tratando de poner cara de felicidad. Luego nos comíamos la tarta, con té, y nos poníamos a catalogar y digerir en silencio.

Sabía lo que él sentía ese día. Era más fácil ahora, de adulta, que cuando era una niña. Qué difíciles habían sido los cumpleaños en casa. Regalos camuflados en el cobertizo la víspera, no para que yo no los encontrara, sino para que no lo hiciera mi madre, que no soportaba verlos. La inevitable jaqueca era su rito conmemorativo celosamente custodiado, un rito que hacía imposible invitar a otros niños a casa, que hacía imposible dejarla sola para disfrutar de una visita al zoo o al parque. Los juguetes de mis cumpleaños eran siempre silenciosos. Las tartas nunca eran caseras, y antes de guardar los restos para comer más al día siguiente había que quitarles las velas y el azúcar glas.

¿Feliz cumpleaños? Papá susurraba animadamente las palabras, «Feliz cumpleaños», en mi oído. Nos divertíamos con juegos de cartas silenciosos donde el ganador ponía cara de regocijo y el perdedor torcía el gesto y se tiraba al suelo, pero nada, ni pío, ni un resoplido, se filtraba a la habitación situada justo encima de nuestras cabezas. Entre una partida y otra mi pobre padre subía y bajaba entre el dolor quedo del dormitorio y el cumpleaños secreto del salón, cambiando el semblante de alegre a compasivo, de compasivo a alegre, en los peldaños de la escalera.

Infeliz cumpleaños. Desde el día en que nací el dolor estuvo siempre presente. Se instalaba sobre los habitantes de la casa como el polvo. Lo cubría todo y a todos, nos inundaba con cada inspiración. Nos envolvía a cada uno con nuestro propio manto.

Si yo en aquel momento podía soportar y rememorar esos recuerdos era únicamente porque estaba helada.

¿Por qué no podía quererme? ¿Por qué mi vida significaba menos para ella que la muerte de mi hermana? ¿Me culpaba de esa muerte? Quizá estuviera en su derecho. Yo estaba viva porque mi hermana había muerto. Cada vez que me veía le recordaba su pérdida.

¿Habría sido más fácil para ella que las dos hubiéramos muerto?

Aturdida, seguí caminando. Un pie y luego otro, un pie y luego otro, como hipnotizada. Me traía sin cuidado adonde me llevaran. Sin mirar a ningún lado, sin ver nada, de repente di un traspiés.

Entonces choqué con algo.

– ¡Margaret! ¡Margaret!

Estaba demasiado aterida para poder sobresaltarme, demasiado aterida para que mi cara reaccionara ante la vasta silueta que tenía delante, envuelta en pliegues de tela verde impermeable que semejaban una tienda de campaña. La figura se apartó y dos manos cayeron sobre mis hombros, zarandeándome.

– ¡Margaret!

Era Aurelius.

– ¡Mírate! ¡Estás morada de frío! Ven conmigo, rápido.

Me cogió de la mano y tiró enérgicamente de mí. Mis pies le siguieron a trompicones, hasta que llegamos a una carretera y un coche. Me metió en el vehículo a empujones. Oí portazos, el murmullo de un motor, después sentí una ráfaga de calor en los tobillos y las rodillas. Aurelius abrió un termo y vertió té de naranja en una taza.

– ¡Bebe!

Bebí. El té estaba caliente y dulce.

– ¡Come!

Di un bocado al sándwich que me tendía.

En el calor del coche, bebiendo té caliente y comiendo sándwiches de pollo, sentí más frío que nunca. Los dientes empezaron a castañetearme y tiritaba descontroladamente.

– ¡Madre mía! -exclamaba en voz baja Aurelius mientras me pasaba un delicado sándwich tras otro-. ¡Santo Dios!

La comida pareció devolverme parte de la cordura.

– ¿Qué haces aquí, Aurelius?

– He venido a darte esto -dijo. Echó un brazo hacia atrás y del hueco entre los dos asientos extrajo una lata para guardar pasteles.

Colocó la lata en mi falda y esbozó una sonrisa radiante al tiempo que retiraba la tapa.

Dentro había una tarta; una tarta casera, y sobre ella, con letras de azúcar glas acaracoladas, tres palabras, «Feliz cumpleaños, Margaret».

Tenía demasiado frío como para poder llorar. De hecho, la combinación del frío y la tarta me empujó a hablar. Las palabras empezaron a salir de mi boca sin orden ni concierto, como objetos arrojados por glaciares en deshielo. Una canción de noche, un jardín con ojos, hermanas, un bebé, una cuchara.

Ante un desvarío, Aurelius estaba desconcertado.

– Pero ella me dijo…

– ¡Te mintió, Aurelius! Cuando fuiste a verla con tu traje marrón, te mintió. Lo ha reconocido.

– ¡Jesús! -exclamó Aurelius-. ¿Cómo sabes lo de mi traje marrón? Tuve que hacerme pasar por periodista, ¿sabes? -Entonces, cuando empezó a asimilar lo que le estaba contando-: ¿Dices que hay una cuchara como la mía?

– Es tu tía, Aurelius. Y Emmeline es tu madre.

Aurelius dejó de atusarme el pelo y se quedó un largo rato mirando por la ventanilla del coche en dirección a la casa.

– Mi madre -murmuró-, allí.

Asentí con la cabeza.

Hubo otro silencio, luego se volvió hacia mí.

– Llévame hasta ella, Margaret.

De repente tuve la sensación de que despertaba.

– El caso, Aurelius, es que tu madre no está bien.

– ¿Está enferma? Entonces debes llevarme hasta ella. ¡Enseguida!

– No está enferma exactamente. -¿Cómo explicárselo?-. Sufrió heridas en el incendio, Aurelius. No solo en la cara, también en la mente.

Aurelius registró este nuevo dato, lo añadió a su depósito de pérdida y dolor y, cuando habló de nuevo, lo hizo con solemne determinación.

– Llévame hasta ella.

¿Fue mi enfermedad lo que dictó mi respuesta? ¿Se debió a que fuera mi cumpleaños, o a mi propia orfandad materna? Puede que esos factores tuvieran algo que ver, pero más importante que todos ellos fue la expresión de Aurelius mientras aguardaba mi respuesta. Existían muchas razones para negarme a su petición, pero, frente a la fuerza de su anhelo, perdieron toda su fuerza.

Y acepté.

Reencuentro

El baño contribuyó al proceso de descongelación, pero no consiguió mitigar el dolor que sentía detrás de los ojos. Descarté la idea de trabajar el resto de la tarde y me metí en la cama, cubriéndome con las mantas hasta las orejas. Dentro seguí tiritando. En un sueño poco profundo tuve extrañas visiones. De Hester y mi padre, de las gemelas y mi madre, visiones donde uno tenía la cara de otro, donde uno era otro disfrazado; incluso mi propia cara me aterrorizaba, porque se distorsionaba y alteraba: unas veces era yo, otras era otra persona. Entonces en el sueño aparecía la brillante cabeza de Aurelius: él mismo, siempre él mismo, solo él mismo, sonriéndome, y los fantasmas se desvanecieron. La oscuridad se cerró sobre mí como agua y me sumergí en las profundidades del sueño.

Desperté con dolor de cabeza, con dolores en las extremidades, las articulaciones y la espalda. Un cansancio que nada tenía que ver con el esfuerzo o la falta de sueño tiraba de mí y me entorpecía el pensamiento. La oscuridad era más intensa. ¿Se me había pasado la hora de mi cita con Aurelius? Esa posibilidad estuvo haciéndome señas pero desde muy lejos, y tuvieron que transcurrir muchos minutos antes de poder incorporarme para mirar el reloj. Durante el sueño un sentimiento indefinido se había formado en mí interior -¿temor?, ¿nostalgia?, ¿excitación?- y había despertado en mí la expectación. ¡El pasado estaba volviendo! Mi hermana se hallaba cerca. Estaba segura de ello. No podía verla, no podía olerla, pero mi oído interno, sintonizado siempre con ella y solo con ella, había captado su vibración, una vibración que me llenaba de una dicha oscura y profunda.