– Con los relatos que le ha contado al mundo hasta ahora, no.
La señorita Winter cedió asintiendo con la cabeza.
– Señorita Lea -comenzó con una voz más pausada-, tenía mis razones para crear una cortina de humo en torno a mi pasado, pero le aseguro que esas razones ya no son válidas.
– ¿Qué razones?
– La vida es el abono.
Parpadeé.
– Sé que mis palabras le extrañan, pero es así. Toda mi vida y todas mis experiencias, las cosas que me han sucedido, la gente que he conocido, todos mis recuerdos, sueños y fantasías, cuanto he leído, todo eso ha sido arrojado al montón de abono que, con el tiempo, se ha ido descomponiendo hasta convertirse en un humus orgánico oscuro y fértil. El proceso de descomposición celular vuelve todo irreconocible. Otros lo llaman imaginación. Yo lo veo como un montón de abono. Cada cierto tiempo tomo una idea, la planto en el abono y espero. La idea se alimenta de esa materia negra que en otros tiempos fue una vida, absorbe su energía. Germina, echa raíces, produce brotes. Y así hasta que un día tengo un relato o una novela.
Asentí dándole mi aprobación a la analogía.
– Los lectores -prosiguió la señorita Winter- son ingenuos. Creen que todo lo que se escribe es autobiográfico. Y lo es, pero no como ellos creen. La vida del escritor necesita tiempo para descomponerse antes de que pueda ser utilizada para alimentar una obra de ficción. Hay que dejar que se pudra. Por eso no podía tener a periodistas y biógrafos hurgando en mi pasado, recuperando retazos y fragmentos, conservándolos mediante sus palabras. Para escribir mis libros necesitaba dejar tranquilo mi pasado a fin de dejar que el tiempo hiciera su trabajo.
Después de meditar su respuesta, le pregunté:
– ¿Y qué ha sucedido para que ahora desee cambiar las cosas?
– Ya soy vieja. Estoy enferma. Una esos dos hechos, biógrafa, ¿y qué obtiene? El final de la historia, creo yo.
Me mordí el labio.
– ¿Y por qué no escribe usted el libro?
– Lo he ido dejando y ya es demasiado tarde. Además, ¿quién iba a creerme? Ya he gritado que viene el lobo demasiadas veces.
– ¿Tiene intención de contarme la verdad? -pregunté.
– Sí -respondió, pero aunque apenas duró una fracción de segundo, advertí con claridad su titubeo.
– ¿Y por qué quiere contármela a mí?
Hizo una pausa.
– ¿Sabe una cosa? Llevo un cuarto de hora haciéndome exactamente esa misma pregunta. ¿Cómo es usted, señorita Lea?
Me ajusté la careta antes de contestar.
– Soy dependienta. Trabajo en una librería especializada en libros antiguos. Soy biógrafa aficionada. Supongo que leyó mí trabajo sobre los hermanos Landier.
– No es suficiente para empezar, ¿no le parece? Si vamos a trabajar juntas necesitaré saber un poco más sobre usted. No esperará que desvele los secretos de toda una vida a una persona de la que no se nada. Así pues, hábleme de usted. ¿Cuáles son sus libros preferidos? ¿Con qué sueña? ¿A quién ama?
Me sentía demasiado ofendida para responder.
– ¡Por lo que más quiera, conteste de una vez! ¿Debo tener a una extraña viviendo bajo mi techo?, ¿a una extraña trabajando para mí? No me parece razonable. Dígame una cosa, ¿cree en los fantasmas?
Dominada por algo más fuerte que la razón, me levanté.
– ¿Qué hace? ¿Adonde va? ¡Espere!
Di un paso y después otro, esforzándome por no correr, consciente del martilleo de mis pies contra las tablas del suelo, mientras ella me llamaba con una voz que rayaba el pánico.
– ¡Vuelva! -gritó-. Voy a contarle una historia. ¡Una historia maravillosa!
Seguí andando.
– Érase una vez una casa habitada por fantasmas…
Llegué hasta la puerta. Mis dedos se aferraron al pomo.
– Érase una vez una biblioteca…
Abrí la puerta y me dispuse cruzar hacia el vacío cuando, con la voz enronquecida por algún temor, la señorita Winter lanzó las palabras que lograron detenerme en seco.
– Érase una vez dos gemelas…
Aguardé a que las palabras dejaran de resonar en el aire y luego, a mi pesar, me di la vuelta. Vi la parte posterior de una cabeza y unas manos que se alzaban, temblorosas, hacía el rostro invisible.
Tímidamente, di un paso adelante.
Al oír mis pies, los rizos cobrizos se volvieron.
Me quedé estupefacta. Las gafas habían desaparecido. Unos ojos verdes, brillantes como el cristal e igual de reales, parecían estar rogándome que me quedara. Durante un instante me limité a devolverles la mirada. Entonces dijo:
– Señorita Lea, siéntese, por favor -dijo una voz trémula, una voz que era y no era la de Vida Winter.
Atraída por algo que escapaba a mi control, caminé hasta la butaca y me senté.
– No le prometo nada -dije cansinamente.
– No estoy en situación de poder exigírselo -respondió con un hilo de voz.
Una tregua.
– ¿Por qué me ha elegido a mí? -pregunté de nuevo, y esa vez la señorita Winter contestó.
– Por su trabajo sobre los hermanos Landier. Porque sabe de hermanos.
– ¿Y me contará la verdad?
– Le contaré la verdad.
Las palabras eran suficientemente claras, pero advertí el temblor que las debilitaba. No dudé de que la señorita Winter tenía intención de contarme la verdad. Había decidido contarla. Tal vez hasta deseara contarla, pero no acababa de creérselo. Su promesa de sinceridad había sido pronunciada tanto para convencerse a sí misma como para persuadirme a mí, y ella había escuchado su falta de convicción en el fondo de esa promesa con la misma claridad que yo.
De modo que le hice una propuesta.
– Le preguntaré tres cosas. Cosas de las que hay constancia escrita. Cuando me vaya de aquí, podré comprobar lo que me ha contado. Si descubro que me ha dicho la verdad, aceptaré el trabajo.
– Ah, la regla de tres… El número mágico. Tres pruebas antes de que el príncipe obtenga la mano de la bella princesa. Tres deseos concedidos al pescador por el pez mágico que habla. Tres osos para Ricitos de Oro y las tres cabras de Billy Gruffs. Señorita Lea, si me hubiera propuesto dos preguntas o cuatro habría sido capaz de mentir, pero habiendo dicho tres…
Deslicé el lápiz por la espiral de mi libreta y la abrí.
– ¿Cuál es su verdadero nombre?
La señorita Winter tragó saliva.
– ¿Está segura de que esa es la mejor manera de proceder? Podría contarle una historia de fantasmas, bastante buena por cierto aunque no esté bien que sea yo quien lo diga. Probablemente sea una forma mejor de llegar al fondo de las cosas…
Negué con la cabeza.
– Dígame su nombre.
El batiburrillo de nudillos y rubíes se agitó en su regazo; las piedras centellearon con la luz del fuego.
– Mi nombre es Vida Winter. Cumplimenté todos los trámites necesarios para poder llamarme así de forma legal y honesta. Lo que usted desea saber es el nombre con el que se me conocía antes del cambio. Ese nombre era…
Necesitaba vencer un obstáculo en su interior, así que mantuvo silencio, pero cuando pronunció el nombre lo hizo con una neutralidad extraordinaria, con una ausencia total de entonación, como si se tratara de una palabra en un idioma extranjero que nunca se había esmerado en aprender.
– Ese nombre era Adeline March.
Como si deseara frenar en seco la más mínima vibración que el nombre pudiera lanzar al aire, continuó con aspereza.
– Espero que no me pregunte mi fecha de nacimiento. A mi edad resulta más adecuado haberla olvidado.
– Puedo arreglármelas solo con su lugar de nacimiento.
La señorita Winter soltó un suspiro irritado.
– Podría contárselo todo mucho mejor si deja que lo haga a mi manera…
– Hemos hecho un trato. Tres hechos de los que exista constancia.
Apretó los labios.
– Encontrará constancia de que Adeline March nació en el hospital Saint Bartholomew de Londres. Supongo que no esperará que le garantice yo misma la veracidad de ese detalle. Aunque soy una persona excepcional, no lo soy tanto como para poder recordar mi propio nacimiento.
Lo anoté.
Y era el momento de la tercera pregunta. Confieso que no tenía una tercera pregunta preparada. La señorita Winter no quería decirme su edad, pero yo no necesitaba su fecha de nacimiento. Conociendo su larga trayectoria editorial y la fecha de su primer libro, no podía tener menos de setenta y tres o setenta y cuatro años, y a juzgar por su aspecto, por más que la enfermedad le hubiera afectado y el maquillaje pudiera confundirme, no podía tener más de ochenta. En cualquier caso, esa cuestión no me importaba; con el nombre y el lugar de nacimiento podía averiguar la fecha por mi cuenta. Las dos primeras preguntas ya me habían facilitado la información que necesitaba para poder asegurar si una persona con el nombre de Adeline March había existido en realidad. Entonces, ¿qué podía preguntarle? Aunque deseara escuchar a la señorita Winter contar una historia, cuando llegó el momento de utilizar mi tercera pregunta como comodín, lo aproveché.
– Cuénteme -comencé despacio, con cautela. En las historias de magos es siempre el tercer deseo el que hace que los éxitos alcanzados después de haber corrido peligro se pierda trágicamente-. Cuénteme algo que le ocurrió antes del cambio de nombre, algo de lo que haya constancia. Estaba pensando en buenas calificaciones, en los logros deportivos en el colegio, esos pequeños triunfos que los padres, orgullosos, suelen guardar para la posteridad.
Durante el silencio que siguió sentí que la señorita Winter se concentró de tal manera que incluso ante mis propios ojos consiguió ausentarse de sí misma; empecé a entender por qué, al entrar en la biblioteca, no había reparado en ella. Observé su caparazón, maravillada ante la imposibilidad de saber qué estaba pasando bajo la superficie.