Desconsolado, medio enloquecido por el dolor, George Angelfield pasaba los días sentado en la biblioteca, sin comer, sin ver a nadie. Y también pasaba allí las noches, en el diván, sin dormir, contemplando la luna con los ojos enrojecidos. Esa situación se prolongó varios meses. Sus mejillas, ya pálidas de por sí, empalidecieron aún más, adelgazó y dejó de hablar. Hicieron llamar a especialistas de Londres. El párroco fue y se marchó. El perro languidecía por falta de afecto y cuando pereció, George Angelfield apenas se percató.
Finalmente el ama perdió la paciencia. Levantó a la pequeña Isabelle de la cuna del cuarto de los niños y la llevó abajo. Pasó ante el mayordomo desoyendo sus advertencias y entró en la biblioteca sin llamar. Caminó hasta el escritorio y puso al bebé en los brazos de George Angelfield sin decir ni una palabra. A renglón seguido giró sobre sus talones y se marchó dando un portazo.
El mayordomo hizo ademán de entrar con la idea de recuperar a la niña, pero el ama alzó un dedo y espetó entre dientes:
– ¡Ni se te ocurra!
El mayordomo se quedó tan pasmado que obedeció. Los sirvientes de la casa se congregaron frente a la biblioteca, mirándose unos a otros, sin saber qué hacer, pero la firme determinación del ama los tenía paralizados, de modo que no hicieron nada.
Fue una tarde larga y al anochecer una criada corrió hasta el cuarto de los niños.
– ¡Ha salido! ¡El señor ha salido!
Con su paso y su porte habituales, el ama bajó para que le explicaran lo sucedido.
Los sirvientes se habían pasado horas en el vestíbulo, pegando la oreja a la puerta y mirando por el ojo de la cerradura. Al principio el señor se había limitado a contemplar al bebé con el rostro embobado y perplejo. El bebé se retorcía y gorjeaba. Cuando George Angelfield empezó a responder con gorgoritos y arrullos, los sirvientes se miraron atónitos, pero mayor fue su pasmo cuando al rato le escucharon cantar una nana. El bebé se durmió y se hizo el silencio. El padre, informaron los sirvientes, no apartó los ojos de la cara de su hija ni un segundo. Luego la pequeña despertó hambrienta y comenzó a llorar. Los berridos fueron ganando volumen e intensidad hasta que, finalmente, la puerta se abrió de par en par.
Y ahí estaba mi abuelo, con su hija en los brazos.
Al ver a los sirvientes rondando ociosos, los fulminó con la mirada y bramó:
– ¿Es que en esta casa se deja a los bebés morir de hambre?
A partir de ese día George Angelfield cuidó personalmente de su hija. Le daba de comer y la bañaba, trasladó la cuna a su habitación por si se sentía sola y se ponía a llorar por las noches, confeccionó un cabestrillo para poder montar a caballo con ella, le leía (cartas comerciales, páginas de deportes y novelas románticas) y compartía con ella todos sus pensamientos y proyectos. En pocas palabras, se comportaba como si Isabelle fuera una compañera sensata y agradable y no una niña rebelde e ignorante.
Quizá su padre la adorara por su físico. Charlie, el hijo a quien no prestaba atención, nueve años mayor que Isabelle, era el vivo retrato de su padre: recio, pálido y pelirrojo, de andar patoso y semblante alelado. Isabelle, en cambio, había heredado rasgos de sus dos progenitores. El cabello pelirrojo que compartían su padre y su hermano se le fue oscureciendo hasta adquirir un castaño rojizo intenso y vivo. En ella la blanca tez de los Angelfield se extendía sobre bellas facciones francesas. Poseía el mejor mentón, el paterno, y la mejor boca, la materna. Tenía los ojos almendrados y las pestañas largas de su madre pero cuando las levantaba dejaba ver los asombrosos iris de color verde esmeralda distintivos de los Angelfield. Isabelle era, físicamente al menos, la mismísima perfección.
La casa se adaptó a esa situación tan insólita. Sus moradores vivían con el acuerdo tácito de actuar como si fuera del todo normal que un padre sintiera adoración por su hija pequeña. No debían considerar impropio de un hombre, impropio de un caballero, ni ridículo, que no se separara de ella ni un momento.
Pero ¿y Charlie, el hermano de la pequeña? Charlie era un muchacho corto de entendederas que no dejaba de dar vueltas a sus cuatro obsesiones y era imposible enseñarle cosas nuevas o que pensara con lógica. Hacía caso omiso del bebé y agradecía los cambios que su llegada había supuesto en el funcionamiento de la casa. Antes de Isabelle había tenido dos padres a quienes el ama podía informar de su mala conducta, dos padres cuyas reacciones eran difíciles de prever. Su madre le había impuesto una disciplina contradictoria: unas veces lo zurraba por su mal comportamiento y otras simplemente se reía. Su padre, aunque severo, era tan despistado que solía olvidar los castigos que le había impuesto. No obstante, cuando se encontraba con el muchacho, le asaltaba la vaga sensación de que podía haber una fechoría que enmendar y le propinaba una zurra pensando que si no la merecía en ese momento bien valdría para la próxima ocasión. Eso enseñó al muchacho una buena lección: no debía cruzarse con su padre.
Con la llegada de la niña Isabelle todo eso cambió. Mamá ya no estaba y papá era como si no estuviese, demasiado ocupado con su pequeña Isabelle para interesarse por las quejas histéricas de las criadas sobre ratones cocinados con el asado del domingo o alfileres hundidos en el jabón por manos malintencionadas. Charlie podía hacer lo que le viniera en gana, y lo que más le tentaba era arrancar tablas de los escalones del desván y observar cómo las criadas tropezaban y se torcían el tobillo.
El ama podía regañarle, pero a fin de cuentas solo era el ama, y en esa nueva vida de libertad Charlie podía mutilar y herir cuanto le apeteciera con la certeza de que saldría impune. Dicen que la conducta congruente en los adultos es buena para los niños, pero asimismo la desatención congruente decididamente sentaba bien a ese niño, porque durante esos primeros años siendo medio huérfano Charlie Angelfield fue muy feliz.
La adoración de George Angelfield por su hija superó todas las pruebas que un hijo es capaz de imponer a un padre. Cuando Isabelle comenzó a hablar George descubrió que era una superdotada, un auténtico oráculo, así que empezó a consultárselo todo, hasta que la casa acabó funcionando según los caprichos de una niña de tres años.
Recibían pocas visitas, que todavía se redujeron más cuando la casa pasó de la excentricidad al caos. Después los sirvientes empezaron a comentar sus quejas entre ellos. El mayordomo se marchó antes de que la niña cumpliera dos años. La cocinera soportó un año más los irregulares horarios de comidas que exigía la niña, y finalmente llegó el día en que también ella se despidió. Cuando se marchó se llevó a la pinche, de manera que al final la responsabilidad de garantizar el suministro de bizcocho y jalea a horas extrañas del día recayó en el ama. Las criadas no se sentían en la obligación de realizar sus tareas; opinaban, no sin razón, que sus reducidos sueldos a duras penas compensaban los cortes y los moretones, las torceduras de tobillo y las descomposiciones de estómago que padecían como consecuencia de los sádicos experimentos de Charlie. Se marcharon, fueron reemplazas por una sucesión de empleadas por horas -ninguna de las cuales duró demasiado-, hasta que al final incluso se prescindió de ellas.
Al cumplir Isabelle los cinco años la casa había quedado reducida George Angelfield, los dos niños, el ama, el jardinero y el guardabosques. El perro había muerto y los gatos, temerosos de Charlie, vivían fuera de la casa y se refugiaban en el cobertizo del jardinero cuando el frío arreciaba.
Si George Angelfield reparaba en su aislamiento, en la mugre en que vivían, no lo lamentaba. Tenía a Isabelle y era feliz.
Quien sí echaba de menos a los sirvientes era Charlie. Sin ellos carecía de sujetos para hacer sus experimentos. Buscando alguien a quien hacer daño su mirada se posó, como estaba destinado a suceder tarde o temprano, en su hermana.
Charlie no podía hacerla llorar en presencia de su padre y, dado que Isabelle raras veces se separaba de él, se enfrentaba a un problema. ¿Cómo alejarla de allí?
Con un señuelo. Susurrándole promesas de algo mágico y sorprendente, Charlie sacó a Isabelle por la puerta lateral y la condujo por los largos arriates, el jardín de las figuras y la avenida de hayas hasta alcanzar el bosque. Charlie conocía allí un lugar apropiado: una vieja caseta húmeda y sin ventanas, el sitio perfecto para los secretos.
Lo que Charlie buscaba era una víctima, y su hermana, que caminaba detrás de él más menuda, más joven y débil, debió de parecerle idónea. Pero ella era extraña e inteligente, así que las cosas no sucedieron exactamente como él esperaba.
Charlie le subió la manga a su hermana y le pasó un trozo de alambre, naranja por el óxido, a lo largo de la parte interna del antebrazo. Isabelle miró fijamente las gotas rojas que brotaban de la línea morada de sus venas y levantó la vista hacia su hermano. Tenía los ojos verdes muy abiertos por la sorpresa y por algo cercano al placer. Cuando alargó la mano para exigir el alambre, Charlie se lo entregó sin rechistar. Isabelle se subió la otra manga, se perforó la piel y deslizó diligentemente el alambre por el brazo hasta tocar casi la muñeca. Como su corte era más profundo que el que le había hecho su hermano, la sangre brotó al instante y empezó a correr. Isabelle dejó escapar un suspiro de satisfacción contemplándola y, acto seguido, la chupó con la lengua. Devolvió el alambre a su hermano y le indicó con un gesto que se subiera la manga.
Charlie estaba perplejo. Pero se clavó el alambre en el brazo porque ella así lo deseaba y rió mientras notaba el dolor.
En lugar de una víctima, Charlie había dado con la más extraña de las cómplices.