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La vida transcurría para los Angelfield sin fiestas, sin cacerías, sin criadas y sin la mayoría de las cosas que las personas de su clase daban por sentadas por aquel entonces. No se relacionaban con sus vecinos, permitían que la finca fuera administrada por los aparceros y dependían de la buena voluntad del ama y el jardinero para aquellas transacciones cotidianas con el mundo que eran necesarias para la supervivencia.

George Angelfield se olvidó del mundo y durante un tiempo el mundo se olvidó de él, pero volvieron a recordárselo. El motivo fue algo relacionado con el dinero.

Había otras mansiones en las inmediaciones. Otras familias más o menos aristocráticas. Entre esas familias había un hombre que cuidaba mucho de su dinero; buscaba el mejor asesoramiento, invertía grandes sumas allí donde dictaba la prudencia y especulaba con pequeñas cantidades allí donde el riesgo de pérdida era mayor pero las ganancias, si la cosa salía bien, cuantiosas. En un determinado momento perdió todas las grandes sumas y, aunque las pequeñas subieron, si bien moderadamente, se vio en apuros. Para colmo, tenía un hijo holgazán y despilfarrador y una hija de ojos saltones y tobillos gruesos. Tenía que hacer algo.

George Angelfield nunca veía a nadie, por consiguiente nadie le ofrecía consejos financieros. Cuando su abogado le enviaba alguna recomendación, la desoía, y cuando su banco le enviaba alguna carta, ni la contestaba. En consecuencia, el dinero de los Angelfield, en lugar de menguar a fuerza de perseguir un negocio tras otro, holgazaneaba en la cámara acorazada del banco y solo hacía que aumentar.

Todo se sabe, y más si se trata de dinero. La voz corrió.

– ¿George Angelfield no tenía un hijo? -preguntó la esposa del vecino al borde de la ruina-. ¿Qué edad tendrá ahora? ¿Veintiséis?

Y si el hijo no podía ser para su Sybilla, ¿por qué no la muchacha para Roland?, se preguntó. Ya casi debía de estar en edad de casarse. Y de todos era sabido que el padre la adoraba; no iría con las manos vacías.

– Un tiempo agradable para una merienda al aire libre -dijo, y su esposo, como suele suceder con los maridos, no vio la relación.

La invitación languideció durante dos semanas en la repisa de la ventana del salón y habría permanecido allí hasta que el sol se hubiera comido el color de la tinta de no haber sido por Isabelle. Una tarde, sin saber qué hacer, bajó al salón, resopló de aburrimiento, cogió la carta y la abrió.

– ¿Qué es? -preguntó Charlie.

– Una invitación -respondió ella-. Para una merienda al aire libre.

¿Una merienda al aire libre? Charlie pensó. Le parecía extraño. Pero se encogió de hombros y lo olvidó.

Isabelle se levantó y caminó hasta la puerta.

– ¿Adónde vas?

– A mi cuarto.

Charlie hizo ademán de seguirla, pero ella le detuvo.

– Déjame tranquila -dijo-. No me apetece.

Él protestó, la agarró del pelo y le deslizó los dedos por la nuca todavía con los moretones que le había hecho la última vez, pero ella se retorció hasta liberarse, echó a correr escaleras arriba y cerró su puerta con llave.

Una hora más tarde Charlie la oyó bajar y salió al vestíbulo.

– Ven a la biblioteca conmigo -dijo él.

– No.

– Entonces vamos al parque de ciervos.

– No.

Charlie advirtió que se había cambiado.

– ¿Qué haces con esa pinta? -dijo-. Estás ridícula.

Isabelle lucía un vestido de verano, de una tela blanca muy ligera con un ribete verde, que había pertenecido a su madre. En lugar de sus habituales zapatillas de tenis con los cordones deshilachados calzaba unas sandalias de raso verde un número demasiado grande -también de su madre- y se había prendido una flor en el pelo con una peineta. Llevaba carmín en los labios.

El corazón de Charlie se ensombreció.

– ¿Adónde vas? -preguntó.

– A la merienda.

La agarró del brazo, le hincó los dedos y la arrastró hacia la biblioteca.

– ¡No!

La arrastró con más fuerza.

– ¡Charlie, he dicho que no! -repitió Isabelle entre dientes.

La soltó. Sabía que cuando ella decía que no de ese modo, quería decir no. Lo tenía más que comprobado. El mal humor podía durarle varios días.

Isabelle se volvió y abrió la puerta.

Enfadadísimo, Charlie buscó algo que golpear, pero ya había roto todo cuanto era rompible y el resto de objetos le harían más daño a sus nudillos que el destrozo que él pudiera causarles. Relajó los puños, cruzó la puerta y siguió a Isabelle hasta la merienda al aire libre.

De lejos, la juventud reunida a orillas del lago formaba un bonito cuadro con sus vestidos de verano y sus camisas blancas. Las copas que sostenían en la mano contenían un líquido que centelleaba con la luz del sol y la hierba que pisaban parecía tan suave que invitaba a caminar descalzo por ella, pero lo cierto era que los invitados estaban asfixiándose bajo sus ropas, que el champán estaba caliente y que si alguien hubiera tenido la ocurrencia de descalzarse, habría pisado excrementos de oca. Aun así estaban dispuestos a fingir alegría, con la esperanza de que su actuación terminara siendo real.

Un joven algo separado de la multitud vislumbró movimiento cerca de la casa: una chica con un atuendo extraño acompañada de un hombre con pinta de pelmazo. Había algo especial en ella.

El joven no rió el chiste de su compañero; este se volvió para ver qué era eso que había atraído su atención y también calló. Un grupo de chicas, siempre pendientes de los movimientos de los muchachos incluso cuando los tenían detrás, se volvieron para conocer la causa del repentino silencio. A partir de ahí, por una suerte de efecto dominó, todos los comensales se volvieron hacia los recién llegados y enmudecieron al verlos.

Por la vasta extensión de césped avanzaba Isabelle.

Llegó hasta el grupo. Este se abrió para ella como el mar se abrió para Moisés, e Isabelle caminó directamente por el centro hasta la orilla del lago. Se detuvo sobre una piedra lisa que despuntaba por encima del agua. Alguien se acercó a ella con una copa y una botella, Pero Isabelle lo rechazó con un gesto de la mano. El sol pegaba fuerte, el paseo había sido largo y haría falta algo más que champán para refrescarla.

Se quitó los zapatos, los colgó de un árbol y extendiendo los brazos se dejó caer en el agua.

La multitud soltó un gritito ahogado, y cuando Isabelle emergió a la superficie, con el agua corriéndole por la silueta de una forma que recordaba al nacimiento de Venus, soltó otro gritito.

Esa zambullida fue otra de las cosas que la gente recordó años más tarde, cuando Isabelle se marchó de casa por segunda vez. La gente recordó y meneó la cabeza con una mezcla de lástima y desaprobación. La muchacha siempre había sido así, pero aquel día en concreto los invitados lo atribuyeron a su espíritu alegre y se lo agradecieron. Sin ayuda de nadie, Isabelle animó la fiesta.

Uno de los jóvenes, el más osado, rubio y con una risa llamativa, se descalzó, se quitó la corbata y se tiró al lago. Tres de sus amigos siguieron su ejemplo. En un abrir y cerrar de ojos todos los muchachos estaban en el agua buceando, llamando a los demás, gritando y rivalizando en saltos y zambullidas.

Las chicas reaccionaron con rapidez y comprendieron que solo tenían un camino. Colgaron sus sandalias de las ramas, pusieron sus caras más animadas y se tiraron al agua lanzando gritos que esperaban sonaran desinhibidos en tanto que hacían todo lo posible por impedir que se les mojara el pelo.

Sus esfuerzos fueron en vano. Los hombres solo tenían ojos para Isabelle.

Charlie no imitó a su hermana lanzándose al agua, sino que se mantuvo algo alejado y se dedicó a observar. Pelirrojo y blanco de piel, era un hombre hecho para la lluvia y los pasatiempos de interior. Tenía la cara sonrosada por el sol y el sudor que le caía de la frente le irritaba los ojos, pero apenas parpadeaba. No quería apartar sus ojos de Isabelle.

¿Cuántas horas habían pasado cuando volvió a encontrarse con ella? Le pareció una eternidad. Animada por la presencia de Isabelle, la merienda se había alargado mucho más de lo previsto. No obstante los invitados tenían la sensación de que el tiempo había pasado volando y de haber podido se habrían quedado un poco más. La fiesta terminó con la consolación de que se celebrarían más meriendas, con promesas de otras invitaciones y con besos húmedos.

Cuando Charlie se acercó, Isabelle tenía la americana de un muchacho sobre los hombros y al joven en cuestión en el bolsillo. No muy lejos merodeaba una chica que no estaba segura de si su presencia sería bienvenida. Aunque regordeta, feúcha y mujer, el gran parecido que guardaba con el joven evidenciaba que era su hermana.

– Nos vamos -dijo bruscamente Charlie a su hermana Isabelle.

– ¿Tan pronto? Había pensado que podríamos dar un paseo. Con Roland y Sybilla. -Isabelle sonrió gentilmente a la hermana de Roland, quien sorprendida por la inesperada amabilidad le devolvió la sonrisa.

Si bien Charlie a veces conseguía, lastimándola, que Isabelle le obedeciera en casa, en público no se atrevía, de modo que cedió.

¿Qué ocurrió durante ese paseo? Nadie fue testigo de lo que sucedió en el bosque, así que no hubo rumores. Al menos al principio. Mas no hace falta ser un genio para deducir, por los acontecimientos posteriores, lo que pasó esa noche bajo el dosel del follaje estival.

Más o menos esto fue lo que sucedió:

Isabelle seguramente encontró un pretexto para deshacerse de los hombres.

– ¡Mis zapatos! ¡Me los he dejado en el árbol!

Y probablemente envió a Roland a buscarlos y a Charlie a por un chal o cualquier otra cosa para Sybilla.