Выбрать главу

Jardines

Me desperté temprano, demasiado temprano. La repetición del estribillo de una melodía me estaba arañando el cerebro. Con más de una hora por delante antes de que Judith llamara a la puerta con el desayuno, me preparé una taza de chocolate, lo bebí todavía hirviendo y salí al jardín.

El jardín de la señorita Winter era bastante desconcertante. Para empezar, su tamaño resultaba abrumador. Lo que a primera vista había tomado por la linde del jardín -el seto de tejos situado al otro lado de los arriates convencionalmente dispuestos- no era más que una suerte de muro interno que separaba esa parte del jardín de otras. Y el jardín estaba lleno de esas separaciones. Había setos de espinos, alheñas y hayas rojas, muros de piedra engullidos por la hiedra, crespillos y los tallos desnudos y revueltos de los rosales trepadores, así como cercas peladas o con sauces enredados en las tablas. Siguiendo los senderos, fui pasando de una sección a otra, pero no conseguí entender el trazado. Setos que parecían compactos vistos de frente revelaban un pasillo si se miraban por la diagonal. En los macizos de arbustos era fácil adentrarse, pero salir resultaba casi imposible. Fuentes y estatuas que creía haber dejado atrás reaparecían. Permanecí mucho rato inmóvil, mirando perpleja a mi alrededor, meneando la cabeza. La naturaleza se había convertido en un laberinto cuya intención era desconcertarme.

Al doblar una esquina tropecé con el hombre barbudo y reservado que me había recogido en la estación.

– La gente me llama Maurice -dijo presentándose de mala gana.

– ¿Cómo se las arregla para no perderse? -quise saber- ¿Existe algún truco?

– Solo es cuestión de tiempo -respondió sin levantar la vista de su trabajo.

Maurice estaba arrodillado sobre una parcela, allanando la tierra revuelta y apretándola alrededor de las raíces de las plantas.

Advertí que no le complacía mi presencia en el jardín, pero como yo también soy un alma solitaria, no me molestó. A partir de aquel día, cuando nos encontrábamos, procuré tomar un sendero en la otra dirección; creo que él compartía mi discreción, pues en una o dos ocasiones, intuyendo algún movimiento por el rabillo del ojo, levanté la vista y vi a Maurice retroceder sobre sus pasos o volverse con brusquedad. De ese modo conseguíamos dejarnos en paz; sobraba espacio para poder evitarnos sin sentirnos constreñidos.

Más tarde, ese mismo día, fui a ver a la señorita Winter y me contó más cosas sobre los miembros de la casa de Angelfield.

El ama se llamaba señora Dunne, pero para los niños de la familia siempre había sido el ama. Daba la impresión de que llevaba en la casa toda la vida, lo cual era algo excepcional; el personal se presentaba y no tardaba en irse de Angelfield y, dado que las partidas eran más frecuentes que las llegadas, llegó el día en que el ama fue la única sirvienta que quedaba en la casa. Teóricamente era el ama de llaves, pero en la práctica lo hacía todo. Fregaba ollas y encendía fuegos como una criada, cuando llegaba la hora de preparar la comida era la cocinera y a la hora de servirla ejercía de mayordomo. No obstante, cuando nacieron las gemelas los años ya empezaban a pesarle. Estaba mal del oído y peor de la vista, y aunque no le gustaba reconocerlo, había muchas tareas que ya no podía hacer.

El ama sabía cómo se debía criar a un niño: un horario para las comidas, un horario para acostarse y otro para bañarse. Isabelle y Charlie habían crecido tan consentidos como desatendidos, y le rompía el corazón ver en qué se habían convertido. Confiaba en que su indiferencia hacia las gemelas era su oportunidad para romper ese patrón; de hecho, tenía un plan. Delante de sus narices, en medio del caos en que vivían, tenía intención de criar a dos niñas normales: tres comidas decentes al día, a las seis en la cama y misa los domingos.

Pero llevar a la práctica su plan resultó más difícil de lo que había imaginado.

Para empezar, se sucedían las peleas. Adeline se abalanzaba sobre su hermana agitando puños y pies, tirándole del pelo y propinándole golpes por donde podía. La perseguía blandiendo brasas candentes con las tenazas de la chimenea y cuando la alcanzaba le chamuscaba el pelo. El ama no sabía decir qué la inquietaba más, si las constantes y despiadadas agresiones de Adeline o la continua e incondicional aceptación de ellas por parte de Emmeline, porque Emmeline, aunque le suplicaba a su hermana que dejara de atormentarla, nunca se defendía. En lugar de hacerle frente, agachaba la cabeza y esperaba a que pararan los golpes asestados sobre sus hombros y espalda. El ama nunca había visto a Emmeline levantar una mano contra Adeline; en su interior guardaba la bondad de dos niñas, y el interior de Adeline acogía la maldad de dos. En cierto modo, razonó el ama para sí, todo encajaba.

Además, el ama tenía que enfrentarse a la controvertida cuestión de la comida. La mayoría de las veces, cuando llegaba la hora de comer las niñas no aparecían por ningún lado. A Emmeline le encantaba comer, pero su pasión por la comida nunca se traducía en una ingesta ordenada. Su apetito no podía adaptarse a tres comidas al día pues parecía sobrevenirle un hambre voraz, caprichosa. Asomaba la cabeza diez, veinte, cincuenta veces al día, reclamando alimento con apremio, y una vez satisfecho con unos cuantos bocados de lo que fuera se marchaba y la comida volvía a ser irrelevante para ella. La redondez de Emmeline se mantenía gracias a un bolsillo colmado siempre de pan y pasas, un festín portátil del que picoteaba cuando y donde le apetecía. Se acercaba a la mesa únicamente para llenarse de nuevo el bolsillo y un segundo después se marchaba para apoltronarse ante la chimenea o tumbarse en un prado.

Su hermana era muy diferente. Adeline parecía un trozo de alambre con nudos por rodillas y codos. Su combustible no era el del resto de los mortales. Las comidas no eran cosa suya. Nadie la veía comer; como la rueda de movimiento continuo, era un circuito cerrado que funcionaba con energía procedente de una milagrosa fuente interna. Pero la rueda que gira eternamente no es más que un mito, y cuando el ama reparaba por la mañana en un plato vacío donde había habido una loncha de jamón fresco la noche antes, o una rebanada de pan a la que le faltaba un pedazo, se imaginaba adonde habían ido a parar y suspiraba. ¿Por qué sus pequeñas no podían comer de un plato como los demás niños?

Tal vez se las habría apañado mejor si hubiese sido más joven o si las niñas hubieran sido una en lugar de dos, pero la sangre de los Angelfield poseía un código que ni la alimentación infantil ni la rutina estricta podían reescribir. El ama no quería verlo, trató de no verlo durante mucho tiempo, pero al final no le quedó más remedio que aceptarlo: las gemelas eran raras, no cabía duda. Eran extrañas hasta la médula, hasta lo más profundo de su ser.

La forma en que hablaban, por ejemplo, era extraña. El ama las veía desde la ventana de la cocina, veía dos formas borrosas cuyas bocas parecían conversar como cotorras. Cuando se acercaban a la casa captaba fragmentos de sus murmullos, y a renglón seguido entraban en silencio. «¡Hablad más alto!», les decía constantemente, pero ella estaba cada vez más sorda y las gemelas eran reservadas; sus charlas eran solo para ellas, los demás estaban excluidos de sus asuntos.

– No seas ridículo -repuso cuando Dig le comentó que las niñas no sabían hablar bien-. Cuando se ponen no hay quien las pare.

Lo descubrió un día de invierno. Por una vez las dos niñas estaban dentro de casa; Emmeline había convencido a Adeline de que se quedaran junto al fuego, calentitas y al abrigo de la lluvia. El ama se había acostumbrado a vivir en una especie de neblina, pero aquel día en concreto amaneció con una vista inesperadamente clara, con una agudeza de oído desconocida, de modo que al pasar ante la puerta del salón captó un fragmento de los murmullos de las gemelas y se detuvo. Los sonidos iban y venían entre ellas como pelotas en un partido de tenis; sonidos que les hacían sonreír, desternillarse de risa o lanzarse miradas maliciosas. Sus voces se alzaban en chillidos y descendían a susurros. A cualquier distancia te habría parecido la charla animada y fluida de unos niños normales, pero al ama se le cayó el alma a los pies; jamás había escuchado un idioma como ese. No era inglés, y tampoco el francés al que se había acostumbrado cuando vivía Mathilde, la mujer de George, un idioma que Charlie e Isabelle todavía utilizaban entre ellos. John tenía razón. Las gemelas no hablaban bien.

Aquel descubrimiento la dejó petrificada en el umbral. Y como suele suceder, una revelación dio paso a otra. El reloj que descansaba en la repisa de la chimenea dio la hora y, como de costumbre, el mecanismo bajo el cristal sacó un pajarito de una jaula para que hiciera un recorrido mecánico agitando las alas antes de regresar a la jaula por el otro lado. En cuanto oyeron la primera campanada, las niñas levantaron la vista hacia el reloj. Dos pares de enormes ojos verdes observaron sin parpadear cómo el pájaro recorría el interior de la campana, alas arriba, alas abajo, alas arriba, alas abajo.

Aunque no había nada especialmente frío ni inhumano en sus miradas, pues solo era la forma en que los niños contemplan los objetos inanimados en movimiento, al ama se le heló la sangre: era exactamente la forma en que la miraban a ella cuando las reñía, reprendía o exhortaba a hacer algo.

«No comprenden que estoy viva -pensó-. No saben que además de ellas también el resto de las personas están vivas.»

Dice mucho sobre su bondad que no las considerara unos monstruos, y que en lugar de eso sintiera lástima por ellas.