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«Deben de sentirse muy solas. Terriblemente solas.»

Se apartó del umbral y se alejó arrastrando los pies.

A partir de ese día el ama se replanteó sus expectativas. Un horario fijo para las comidas y el baño, misa los domingos, dos niñas agradables, normales, todos esos sueños salieron volando por la ventana. Ya solo tenía una misión: mantener a las niñas a salvo.

Después de darle muchas vueltas, creyó entender por qué se comportaban así. Gemelas, siempre juntas, siempre dos. Si en su mundo era normal ser dos, ¿qué pensaban de las personas que no venían de dos en dos, sino de una en una? Debemos de parecerles mitades, consideró el ama. Y recordó una palabra, una palabra que se le había antojado extraña en su momento, que hacía referencia a los seres que habían perdido partes de sí mismos. Mutilados. Eso es lo que somos para ellas. Mutilados.

¿Normales? No. Las niñas no eran y nunca serían normales. Pero, se dijo en tono tranquilizador, dada la situación, dado que eran gemelas, tal vez su rareza solo fuera natural.

Lógicamente, todos los mutilados anhelan alcanzar la condición de gemelos. Las personas corrientes, sin par, buscan su alma gemela, tienen amantes, se casan. Atormentadas por ser incompletas, luchan por formar una pareja. El ama no era diferente del resto de la gente a ese aspecto. Y ella tenía su otra mitad: John-the-dig.

No eran una pareja en el sentido convencional. No estaban casados ni siquiera eran amantes. Doce o quince años mayor que él, el ama no era tan mayor como para ser su madre, pero era mayor de lo que él habría esperado en una esposa. Cuando se conocieron ella ya no esperaba casarse a su edad, mientras que él, un hombre en la flor de la vida, sí confiaba en contraer matrimonio, pero nunca lo hizo. Además, una vez que empezó a trabajar con el ama, a beber té con ella todas las mañanas y sentarse todas las noches a la mesa de la cocina para cenar lo que ella preparaba, abandonó la costumbre de buscar la compañía de mujeres jóvenes. Quizá con un poco más de imaginación habrían podido superar los límites que les marcaban sus expectativas; tal vez habrían llegado a reconocer la verdadera naturaleza de sus sentimientos: un amor enteramente profundo y respetuoso. Puede ser que en otra época, en otra cultura, él le habría propuesto matrimonio y ella habría aceptado. O, como mínimo, habría podido esperarse que algún que otro viernes por la noche, después del pescado y el puré de patatas, después de la tarta de frutas con crema, él le cogiera la mano -o ella a él- y la condujera hasta su cama en un silencio tímido. Pero esa idea jamás rondó por la cabeza de ninguno de los dos, de modo que se hicieron amigos y, como suele ocurrir en los matrimonios mayores, terminaron disfrutando de la dulce lealtad que aguarda a los afortunados cuando la pasión ya es historia, pero en su caso sin haber vivido esa pasión.

El se llamaba John-the-dig. John Digence para quienes no le conocían. Poco dado a escribir, transcurridos sus años en el colegio (y lo hicieron deprisa, pues fueron muy pocos) se acostumbró a prescindir de las últimas letras de su apellido para ahorrar tiempo. Las tres primeras letras le parecían más que suficientes; ¿acaso no indicaban quién era y qué hacía de manera más sucinta, más precisa, que su apellido completo? De modo que firmaba como John Dig y para las niñas se convirtió en John-the-dig, el hombre que cava.

Era un ser pintoresco. Tenía unos ojos azules como dos fragmentos de vidrio azul iluminados por el sol, un pelo blanco que crecía tieso sobre su cabeza, como plantas tratando de alcanzar el sol, y unas mejillas que se teñían de un rosa intenso cuando cavaba. Nadie cavaba como él; tenía una forma especial de cultivar el jardín, con las fases de la luna: plantaba cuando la luna estaba creciente, medía el tiempo por sus ciclos. Por la noche se inclinaba sobre tablas llenas de números, calculando el mejor momento para cada tarea. Así había cultivado el jardín su bisabuelo, también su abuelo y su padre, transmitiendo sabiduría.

Los hombres de la familia de John-the-dig siempre habían trabajado como jardineros en la casa de los Angelfield. En los viejos tiempos en que la casa tenía un primer jardinero y siete ayudantes, su bisabuelo había arrancado de raíz un seto de boj que crecía bajo una ventana y, para no desaprovecharlo, había apartado algunos centenares de esquejes de varios centímetros de largo. Los plantó en un vivero, y cuando alcanzaron los veinticinco centímetros los trasladó al jardín. A unos les dio forma de seto bajo con los cantos rectos, a otros los dejó crecer a sus anchas y, cuando fueron lo bastante vastos, les hincó las tijeras de podar y creó esferas. Algunos, advirtió, deseaban ser pirámides, conos, chisteras. A fin de esculpir su verde material, aquel hombre de manos grandes y toscas aprendió la delicadeza paciente y meticulosa de un encajero. No creaba animales, ni figuras humanas; tampoco le iban los pavos reales, los leones o los ciclistas de tamaño natural que se veían en otros jardines. A él le gustaban perfectas figuras geométricas o formas desconcertantemente abstractas.

En sus últimos años solo le importaba el jardín de las figuras. Siempre estaba impaciente por terminar sus demás tareas de la jornada; solo deseaba estar en «su» jardín y deslizar las manos por las superficies de las formas que había creado en tanto que imaginaba el momento, de ahí a cincuenta, cien años, en que su jardín alcanzaría la madurez.

A su muerte, sus tijeras de podar pasaron a manos de su hijo, y décadas después a su nieto. Y cuando este falleció, fue John-the-dig, que había trabajado como aprendiz en un vasto jardín a unos cincuenta kilómetros de allí, quien regresó a casa para ocupar el puesto que le pertenecía por derecho. Aunque no entró más que como segundo jardinero, el jardín de las figuras fue su responsabilidad desde el principio. No habría podido ser de otro modo. Así que John-the-dig cogió las tijeras de podar, cuyos mangos de madera se habían desgastado hasta adquirir la forma de las manos de su padre, y notó que sus dedos encajaban en los surcos. Ya estaba en casa.

Cuando George Angelfield perdió a su esposa y el personal de la casa empezó a disminuir de manera drástica, John-the-dig se quedó. Los jardineros se iban marchando y no eran reemplazados, así que siendo todavía joven se convirtió, a falta de otras alternativas, en primer y único jardinero. El volumen de trabajo era enorme, su patrono no mostraba interés alguno y trabajaba sin que nadie se lo agradeciera. Había otros empleos, otros jardines. Le habrían ofrecido cualquier puesto que hubiera solicitado: solo había que verlo una vez para confiar en él. Pero John nunca se marchó de Angelfield; no podía hacerlo. Cuando trabajaba en el jardín de las figuras, cuando guardaba las tijeras de podar en su funda de cuero al caer la tarde, no necesitaba decirse que los árboles que estaba podando eran los mismos árboles que había plantado su bisabuelo, que los procedimientos que seguía, los movimientos que hacía eran los mismos que habían llevado a cabo las tres generaciones de su familia anteriores; lo sabía de sobras, no necesitaba pensarlo, lo daba por sentado. John, al igual que sus árboles, estaba arraigado a Angelfield.

¿Qué sintió el día en que entró en su jardín y lo encontró destrozado? Por los tajos profundos que habían asestado en los costados de los tejos se exhibía la madera marrón de sus corazones. Las hortensias decapitadas, con sus copas esféricas yaciendo a sus pies. El perfecto equilibrio de las pirámides estaba torcido; los conos, abiertos a machetazos; las chisteras, acuchilladas y despedazadas. Contempló las largas ramas, todavía verdes, todavía frescas, cubriendo el césped. El marchitamiento lento, el tortuoso resecamiento y la última agonía estaban aún por llegar.

Estupefacto, presa de un temblor que pareció bajarle desde el corazón hasta las piernas y de ahí al suelo que se extendía bajo sus pies, trató de entender qué había sucedido. ¿Había sido un rayo caído del cielo, que había elegido su jardín para llevar a cabo su destrucción? Pero ¿qué tormenta golpea en silencio?

No. Alguien lo había hecho.

Al doblar una esquina encontró la prueba: abandonadas sobre la hierba húmeda, abiertas las hojas, las tijeras de podar, y junto a ellas, la sierra.

Cuando no apareció a la hora de comer, el ama, preocupada, salió en su búsqueda. Al llegar al jardín de las figuras se llevó una mano a la boca, horrorizada, y agarrándose el delantal aceleró el paso.

Cuando dio con él, lo levantó del suelo. John se apoyó pesadamente sobre el ama mientras esta lo conducía con suma dulzura hasta la cocina y lo sentaba en una silla. Preparó té, dulce y bien caliente, mientras él parecía contemplar el vacío. Sin pronunciar una palabra, sosteniéndole la taza en los labios, el ama le vertió sorbos del líquido hirviente en la boca. Finalmente los ojos de él buscaron la mirada del ama y cuando ella advirtió en los ojos de John el dolor de la pérdida, sintió que también los suyos se llenaban de lágrimas.

– ¡Oh, Dig! Lo sé. Lo sé.

Las manos de John-the-dig se posaron en los hombros del ama y la convulsión del cuerpo de él se fundió con la del cuerpo de ella.

Las gemelas no aparecieron esa tarde y el ama no fue a buscarlas. Por la noche, cuando entraron en la cocina, John seguía en la silla, blanco y ojeroso. Al verlas se estremeció. Curiosos e indiferentes, los ojos verdes de las gemelas pasaron por alto su cara como habían pasado por alto el reloj del salón.

Antes de acostar a las gemelas, el ama les vendó los cortes de las manos que se habían hecho blandiendo la sierra y las tijeras de podar.

– No toquéis las cosas del cobertizo de John -rezongó-. Son afiladas, os haréis daño.

Y luego, sin esperar que la tuvieran en cuenta, les preguntó:

– ¿Por qué lo hicisteis? Oh, ¿por qué lo hicisteis? Le habéis roto el corazón.

Notó el contacto de una mano menuda en su mano.

– Ama triste -dijo la niña. Era Emmeline.

Sobresaltada, el ama parpadeó para ahuyentar la niebla de sus lágrimas y la miró fijamente.

La niña habló de nuevo.

– John-the-dig triste.

– Sí -susurró el ama-. Los dos estamos tristes.

La niña sonrió. Era una sonrisa sin malicia alguna, sin remordimiento. Era, sencillamente, una sonrisa de satisfacción por haber observado algo y haberlo identificado correctamente. Había visto lágrimas. Las lágrimas la habían desconcertado, y había resuelto el enigma: era tristeza.

El ama cerró la puerta y bajó. Habían avanzado un paso. Se habían comunicado, y quizá era el principio de algo más importante. ¿Cabía la posibilidad de que algún día la niña pudiera llegar a comprender?

Abrió la puerta de la cocina y entró para volver a unirse en su desesperación a John.