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Finalmente lo dijo:

– Mi hijo ha desaparecido.

Y en cuanto pronunció esas palabras, reaccionaron. El señor Griffin saltó tres vallas a la velocidad de un rayo, agarró a Merrily del brazo y la condujo hasta la parte delantera de la casa, diciendo:

– ¿Que ha desaparecido? ¿Adónde se lo han llevado?

La abuela Stokes se esfumó del porche trasero de su casa y un segundo después su voz estaba perforando el aire en el jardín delantero, pidiendo ayuda.

El barullo fue en aumento.

– ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?

– ¡Se lo han llevado! ¡Del jardín! ¡Con el cochecito!

– Vosotros dos id por allí y vosotros por allá.

– Que alguien vaya a buscar a su marido.

Todo el ruido, todo el alboroto, delante de la casa.

Detrás todo estaba en silencio. La colada de Merrily ondeaba bajo el perezoso sol, la pala del señor Griffin descansaba plácidamente sobre la tierra removida, Emmeline acariciaba extasiada los radios plateados y Adeline le daba patadas para que se apartara y pudieran echar el trasto a rodar.

Le habían puesto un nombre. Era el vuum.

Arrastraron el cochecito por las partes traseras de las casas. Era más difícil de lo que habían imaginado. Para empezar, era más pesado de lo que aparentaba y, para colmo, iban empujándolo por un terreno desnivelado. La linde del prado tenía una ligera pendiente que forzaba al cochecito a circular ladeado. Podrían haber colocado las cuatro ruedas sobre la parte plana, pero la tierra, recién removida, era más blanda allí, y las ruedas se hundían en los terrones. Los cardos y las zarzas se enganchaban a las ruedas, frenándolas, y fue un milagro que después de los primeros metros pudieran seguir avanzando, pero las gemelas estaban en su elemento. Empujaban con todas sus fuerzas para llevar ese cochecito hasta su casa, ponían todo su empeño y apenas parecían acusar el esfuerzo. Los dedos les sangraban de arrancar los cardos de las ruedas, pero no cejaban en su propósito, Emmeline todavía entonando su balada al cochecito, acariciándolo furtivamente con los dedos, besándolo.

Por fin llegaron donde terminaban los prados y ante sus ojos apareció la casa, pero en lugar de dirigirse a ella, giraron hacía las laderas del parque de ciervos. Querían jugar. Tras empujar el cochecito hasta la cima de la ladera más larga con su infatigable energía, lo colocaron en la posición debida. Sacaron al bebé, lo dejaron en el suelo y Adeline se subió al vehículo. Con las rodillas pegadas al mentón y las manos aferradas a los lados, tenía la cara blanca. Obedeciendo a una señal de sus ojos, Emmeline empujó el cochecito con todas sus fuerzas.

Al principio el cochecito avanzó despacio; el suelo era escabroso y la ladera, allí arriba, arrancaba en suave pendiente, pero poco a poco fue ganando velocidad. El vehículo negro lanzaba destellos bajo el sol de la tarde mientras las ruedas giraban cada vez más deprisa, hasta que los radios fueron una mancha borrosa y luego incluso dejaron de verse. La pendiente se hizo más pronunciada y los baches del suelo hacían que el cochecito diera bandazos de un lado a otro, amenazando con alzar el vuelo.

Un sonido inundó el aire.

– ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

Era Adeline, aullando de placer mientras el cochecito se precipitaba colina abajo sacudiéndole los huesos y zarandeándole todos los sentidos.

De repente se vio claro lo que iba a suceder.

Una de las ruedas golpeó una roca que sobresalía del suelo. Se produjo una chispa en el momento en que el metal arañó la piedra y de pronto el cochecito ya no iba colina abajo, sino por el aire, volando en dirección al sol con las ruedas hacia arriba. El cochecito trazó una curva nítida sobre el azul del cielo, hasta el momento en que el suelo se elevó violentamente para arrebatárselo y se oyó el sonido escalofriante de algo haciéndose añicos. Con el eco de la euforia de Adeline resonando todavía en el cielo, el silencio lo cubrió todo.

Emmeline echó a correr colina abajo. La rueda que apuntaba al cielo estaba combada y medio arrancada; la otra seguía girando lentamente, perdido todo su brío.

Un brazo blanco asomó por la cavidad aplastada del cochecito negro y cayó en un ángulo extraño sobre el suelo pedregoso. En la mano había manchas moradas de zarzamora y arañazos de cardo.

Emmeline se arrodilló. Dentro del cochecito reinaba la oscuridad.

Pero había movimiento. Dos ojos verdes le devolvieron la mirada.

– ¡Vuum! -exclamó, y sonrió.

El juego había terminado. Ya era hora de volver a casa.

Aparte de contar la historia propiamente dicha, la señorita Winter hablaba poco durante nuestras reuniones. Los primeros días le preguntaba: «¿Qué tal?» al entrar en la biblioteca, pero ella se limitaba a responder: «Enferma. ¿Qué tal usted?», con un dejo malhumorado en la voz, como si fuera boba por preguntar. Nunca respondía a su pregunta y ella tampoco lo esperaba, de modo que pronto cesaron tales intercambios. Entraba con sigilo, exactamente un minuto antes de la hora, ocupaba mi lugar en la butaca instalada al otro lado de la chimenea y sacaba mi libreta de la bolsa. A renglón seguido, sin preámbulos, ella retomaba la historia donde la había dejado. El final de esas sesiones no estaba regido por el reloj. A veces la señorita Winter hablaba hasta alcanzar una pausa natural al término de un episodio. Pronunciaba las últimas palabras y el carácter irrevocable del cese de su voz resultaba inconfundible. Seguidamente se producía un silencio tan elocuente como el espacio en blanco al final de un capítulo. Yo hacía una última anotación en mi libreta, la cerraba, recogía mis cosas y me marchaba. Otras veces, sin embargo, la señorita Winter callaba de forma inesperada, en ocasiones en mitad de una frase, y yo levantaba la vista y veía su pálido rostro tenso por el esfuerzo de contener el dolor.

– ¿Puedo hacer algo por usted? -le pregunté la primera vez que la vi así, pero ella se limitó a cerrar los ojos y despedirme con un gesto de la mano.

Cuando terminó de contarme la historia de Merrily y el cochecito, guardé el lápiz y la libreta en la bolsa y mientras me levantaba dije:

– Voy a ausentarme unos días.

– No. -Su tono era severo.

– Me temo que no me queda más remedio. Esperaba pasar solo unos días y ya llevo más de una semana. No he traído todo lo necesario para una estancia prolongada.

– Maurice puede llevarla a la ciudad para que compre todo lo que necesita.

– Necesito mis libros…

La señorita Winter señaló las estanterías de su biblioteca.

Negué con la cabeza.

– Lo siento, pero debo irme.

– Señorita Lea, se diría que piensa que tenemos todo el tiempo del mundo. Quizá usted sí, pero permítame recordarle que yo soy una mujer muy ocupada. No quiero volver a escuchar que tiene que irse. Asunto zanjado.

Me mordí el labio y por un momento me acobardé, pero enseguida me repuse.

– ¿Recuerda nuestro acuerdo? ¿Tres verdades? Necesito comprobar algunos datos.

Vaciló.

– ¿No me cree?

Pasé por alto su pregunta.

– Tres verdades que pudiera comprobar. Me dio su palabra.

La señorita Winter apretó los labios con rabia, pero cedió.

– Puede irse el lunes. Tres días. Ni uno más. Maurice la llevará a la estación.

Estaba escribiendo la historia de Merrily y el cochecito cuando llamaron a mi puerta. Como no era la hora de cenar, me sorprendió, pues Judith nunca había interrumpido antes mi trabajo.

– ¿Le importaría bajar al salón? -me preguntó-. El doctor Clifton ha venido y le gustaría comentarle algo.

Cuando entré en el salón el hombre al que ya había visto llegar a la casa se levantó. No se me dan bien los apretones de mano, de modo que me alegré cuando el hombre pareció optar por no ofrecerme la suya, si bien por un momento no supimos de qué otra manera empezar.

– Si no me equivoco usted es la biógrafa de la señorita Winter.

– No estoy segura.

– ¿No está segura?

– Si me está contando la verdad, entonces soy su biógrafa; de lo contrario, no soy más que una amanuense.

– Hummm. -Hizo una pausa-. ¿Importa eso?

– ¿A quién?

– A usted.

No me lo había planteado, pero consideré que su pregunta era impertinente, de modo que no contesté.

– Por lo que veo, usted es el médico de la señorita Winter.

– Sí.

– ¿Por qué quería verme?

– En realidad ha sido la señorita Winter quien me ha pedido que la vea. Quiere que me asegure de que usted es totalmente consciente de su estado de salud.

– Entiendo.

Con científica e impávida claridad, procedió con sus explicaciones. En pocas palabras me dijo el nombre de la enfermedad que estaba matando a la señorita Winter, los síntomas que padecía, el grado de su dolor y aquellas horas del día en que los fármacos enmascaraban el dolor con mayor y menor eficacia. Mencionó otras afecciones que la señorita Winter padecía, todas ellas lo bastante graves para poder matarla si no fuera porque la otra enfermedad se adelantaría a todas. Y expuso, hasta donde pudo, la posible progresión de la enfermedad, la necesidad de racionar los incrementos de las dosis a fin de contar con una reserva para más adelante, cuando, según sus palabras, lo necesitara de verdad.

– ¿Cuánto tiempo? -pregunté en cuanto terminó con su explicación.

– No puedo decírselo. Otra persona ya habría perecido. La señorita Winter posee una naturaleza fuerte. Y desde que usted está aquí… -Se detuvo como quien sin querer está a punto de desvelar una confidencia.

– ¿Desde que yo estoy aquí…?

Me miró y pareció dudar. Finalmente se decidió a hablar.