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Pero Charlie era varón. El anuario podía estirarse -lo justo- para incluirlo, sí bien la nube de la insignificancia ya empezaba a proyectar su sombra sobre él. La información era escasa. Se llamaba Charles Angelfield. Había nacido. Vivía en Angelfield. No estaba casado. No estaba muerto. Para el almanaque bastaba con esa información.

Consulté un volumen tras otro, encontré una y otra vez la misma reseña raquítica. Con cada nuevo tomo me decía que ese sería el año que lo excluirían, pero ahí estaba año tras año, todavía Charles Angelfield, todavía de Angelfield, aún soltero. Hice un repaso de lo que la señorita Winter me había contado acerca de Charlie y su hermana, y me mordí el labio mientras daba vueltas al significado de su prolongada soltería.

Entonces, cuando Charlie debía de rondar los cincuenta, tropecé con una sorpresa. Su nombre, su fecha de nacimiento, su lugar de residencia y una extraña abreviatura, DF, en la que no había reparado antes.

Consulté la lista de abreviaturas.

DF: declaración de fallecimiento.

Regresé a la entrada de Charlie y me quedé mucho rato observándola con el entrecejo fruncido, como si por el hecho de mirarla fijamente fuera a emerger, en el grano o en la filigrana del papel, la solución del enigma.

Ese año lo habían declarado muerto. Que yo supiera, se solicitaba una declaración de fallecimiento cuando una persona desaparecía, y, transcurrido cierto tiempo, la familia, por motivos de herencia, y pese a no disponer de pruebas ni de cadáver podía conseguir su patrimonio como si estuviese muerta. Creía recordar que una persona debía llevar siete años desaparecida antes de que pudiera ser declarada muerta. Quizá hubiera fallecido durante ese período de tiempo. O puede que no estuviera muerta, sino que simplemente se había marchado, se había perdido o vivía errante, lejos de todas las personas que la habían conocido. Pero que alguien estuviera legalmente muerto no siempre significaba que estuviera físicamente muerto. ¿Qué clase de vida era esa, me pregunté, que podía terminar de una forma tan vaga, tan insatisfactoria? DF.

Cerré el almanaque, lo devolví al estante y bajé a la librería para prepararme un chocolate caliente.

– ¿Qué sabes de los trámites legales que hay que seguir para que alguien sea declarado muerto? -le pregunté a papá mientras esperaba ante el cazo de la leche que tenía al fuego.

– Supongo que no mucho más que tú -fue su respuesta.

Entonces apareció en el umbral y me tendió una de las sobadas tarjetas de nuestros clientes.

– Este es el hombre a quien deberías preguntárselo. Es catedrático de derecho retirado. Ahora vive en Gales, pero viene aquí todos los veranos para curiosear y dar paseos junto al río; un tipo agradable. ¿Por qué no le escribes? De paso podrías preguntarle si quiere que le guarde el Justitiae Naturales Principia.

Cuando terminé mi chocolate, regresé al almanaque para averiguar más cosas sobre Roland March y su familia. Su tío había tenido escarceos con la pintura, y cuando fui a la sección de historia del arte para ahondar en ese dato, descubrí que sus retratos -si bien en aquel momento eran considerados mediocres- habían estado muy en boga durante un breve período. El English Provincial Portraiture de Mortimer contenía la reproducción de un retrato temprano realizado por Lewis Anthony March, titulado Roland, sobrino del pintor. Resulta extraño contemplar el rostro de un muchacho que todavía no es del todo un hombre en busca de los rasgos de una anciana, su hija. Dediqué unos minutos a estudiar sus facciones carnosas y sensuales, su cabello rubio y brillante, la postura relajada de su cabeza.

Cerré aquel libro. Estaba perdiendo el tiempo. Aunque invirtiera todo el día y toda la noche, sabía que no encontraría nada sobre las gemelas que Roland había engendrado.

En los archivos del «Banbury Herald»

Al día siguiente tomé el tren a Banbury y las oficinas del Banbury Herald. Un hombre joven me enseñó los archivos. Quizá la palabra archivo impresione a quien no los ha frecuentado apenas, pero a mí, que durante años he pasado mis vacaciones en ellos, no me sorprendió que me invitaran a pasar a una especie de armario sin ventanas metido en un sótano.

– El incendio de una casa en Angelfield -expliqué brevemente-, hace unos sesenta años.

El muchacho me mostró el estante donde guardaban los legajos del período en cuestión.

– Le bajaré las cajas.

– Y la sección de literatura de hace unos cuarenta años, pero no estoy segura del año exacto.

– ¿Páginas de literatura? No sabía que el Herald hubiera tenido en otra época sección de literatura. -Desplazó la escalera de mano, rescató otra colección de cajas y las colocó junto a la primera sobre una larga mesa, debajo de una potente luz-. Aquí las tiene -dijo animadamente, y me dejó a solas con mi tarea.

El incendio de Angelfield, averigüé, probablemente fue accidental. En aquellos tiempos la gente solía almacenar combustible y eso fue lo que hizo que el fuego se extendiera con tanta virulencia. En aquel momento solo se hallaban en la casa las dos sobrinas del propietario; ambas habían escapado al fuego y se encontraban en el hospital. Se creía que el propietario estaba de viaje. (Se creía… me dije extrañada. Anoté las fechas: todavía tendrían que pasar seis años para la declaración de fallecimiento.) La noticia terminaba con algunos comentarios sobre el valor arquitectónico de la casa y señalaba que su estado era ruinoso.

Copié la historia y eché un vistazo a los titulares de números posteriores en busca de más información, pero como no encontré nada guardé los periódicos y me concentré en las demás cajas.

«Cuénteme la verdad», había dicho él; el joven del traje anticuado que había entrevistado a Vida Winter para el Banbury Herald hacía cuarenta años. Y ella no había olvidado sus palabras.

La entrevista no aparecía por ningún lado. Ni siquiera había nada que pudiera llamarse sección de literatura. Los únicos artículos literarios eran algunas que otras reseñas de libros tituladas «Quizá le gustaría leer…», escritas por una crítica llamada señorita Jenkinsop. Mis ojos tropezaron en dos ocasiones con el nombre de la señorita Winter. Era evidente que la señorita Jenkinsop había leído las novelas de la señorita Winter y que le habían gustado; sus elogios, aunque expresados con escasa erudición, eran entusiastas y merecidos, pero estaba claro que la mujer no había conocido a la escritora y que ella no era el hombre del traje marrón.

Cerré el último periódico, lo doblé y lo devolví cuidadosamente a su caja.

El hombre del traje marrón era una invención suya; un recurso para atraparme; la mosca con la que el pescador ceba su sedal para atraer a los peces. Era de esperar. Quizá fuera la confirmación de la existencia de George y Mathilde, de Charlie e Isabelle, lo que me había llevado a hacerme la ilusión de su veracidad. Ellos, por lo menos, eran reales; pero el hombre del traje marrón, no.

Me puse el sombrero y los guantes, abandoné las oficinas del Banbury Herald y salí a la calle.

Mientras recorría las invernales aceras buscando un café recordé la carta que la señorita Winter me había enviado. Recordé las palabras del hombre del traje marrón y la forma en que habían resonado en las vigas de mis habitaciones bajo el alero. Pero el hombre del traje marrón era un producto de su imaginación. Debí haberlo supuesto. ¿Acaso la señorita Winter no era una inventora de historias? Una cuentista, una fabulista, una embustera. Y el ruego que tanto me había conmovido -«Cuénteme la verdad»- había sido pronunciado por un hombre que ni siquiera era real.

No supe explicarme el sabor tan amargo de mi decepción.

Ruinas

Desde Banbury tomé un autobús.

– ¿Angelfield? -dijo el conductor-. El autobús no llega hasta Angelfield, al menos de momento. Tal vez cambie el recorrido cuando hayan construido el hotel.

– ¿Piensan construir uno allí?

– Están echando abajo una casa en ruinas para construir un hotel de lujo. Puede que entonces pongan un servicio de autobuses para el personal, pero lo mejor que puede hacer ahora es bajarse en el Hare and Hounds de Cheneys Road y seguir a pie. Un kilómetro y medio más o menos, creo.

No había mucho que ver en Angelfield. Una sola calle cuyo letrero de madera rezaba, con lógica simplicidad, The Street. Pasé por delante de una docena de casitas adosadas por pares. Aquí y allá sobresalía algún rasgo diferenciador -un tejo alto, un columpio, un banco de madera-, pero por lo demás cada casita, con su elaborado tejado de paja, los aguilones blancos y el sobrio enladrillado, parecía el reflejo de su vecina.

Las ventanas daban a unos prados bien delimitados con setos y salpicados de árboles. Algo más lejos se divisaban vacas y ovejas, y más allá todavía una superficie densamente arbolada detrás de la cual, según mi mapa, estaba el parque de ciervos. No había aceras, pero tampoco importaba porque no había tráfico. De hecho, no vi señales de presencia humana hasta que dejé atrás la última casa y llegué a una tienda que hacía las veces de oficina de correos.