Ni siquiera un fantasma podría sobrevivir en aquel lugar.
Resultaba casi imposible imaginar que en otros tiempos allí había habido cortinajes, tapices, muebles y cuadros; que arañas de luces habían iluminado lo que ahora iluminaba el sol. ¿Qué había sido esa estancia? ¿Un salón, una sala de música, un comedor?
Escruté la masa de escombros apiñada en la habitación. Entre el revoltijo de materiales irreconocibles que en otra época habían formado un hogar algo atrajo mi atención. Al principio me había parecido una viga medio caída, pero no era lo bastante gruesa, y tenía aspecto de haber estado sujeta a la pared. Ahí había otra, y otra. Estos tablones parecían tener muescas a intervalos regulares, como sí otros trozos de madera hubieran estado en otros tiempos unidos a ellos formando ángulos rectos. De hecho allí, en un rincón, descansaba un tablón donde esos trozos seguían presentes.
Un escalofrío me subió por la espalda.
Esas vigas eran estanterías. Ese revoltijo de naturaleza y arquitectura desmoronada era una biblioteca.
En algún momento, sin darme cuenta, había cruzado la ventana sin cristal.
Avancé con cuidado, tanteando el suelo a cada paso. Miré en rincones y grietas, pero no vi ningún libro. Aunque tampoco esperara verlos, pues nunca sobrevivirían en esas condiciones, no había podido resistir la tentación de echar un vistazo.
Durante unos minutos me concentré en hacer fotografías. Fotografié los marcos de las ventanas, las tablas de madera que antaño habían sostenido libros, la pesada puerta de roble y su colosal marco.
Tratando de obtener el mejor encuadre de la gran chimenea de piedra, estaba inclinando un poco el torso hacia un lado cuando me detuve. Tragué saliva, noté los latidos ligeramente acelerados de mi corazón. ¿Había oído algo? ¿Había sentido algo? ¿Se había alterado la disposición de los escombros bajo mis pies? Pero no. No era nada. Aun así, crucé con tiento hasta el otro lado de la habitación, donde había un boquete en la mampostería lo bastante grande para atravesarlo.
Fui a parar al vestíbulo principal, donde se erigía la alta puerta de doble hoja que había visto desde el exterior. La escalera, al ser de piedra, había sobrevivido al incendio. Un amplio arco ascendente; el pasamanos y la balaustrada cubiertos de hiedra; pero las sólidas líneas de su arquitectura estaban limpias; una curva grácil que se ensanchaba en la base como una caracola. Una especie de elegante apóstrofo invertido.
La escalera subía hasta una galería que en otra época probablemente había abarcado todo el ancho del vestíbulo. A un lado solo había un borde de tablas de madera dentadas y una pendiente hasta el suelo de piedra de la planta baja. El otro lado estaba casi completo. Restos de un pasamanos a lo largo de la galería y un pasillo. Un techo, manchado pero intacto; un suelo, e incluso puertas. Era la primera zona de la casa que había visto que parecía haber escapado a la destrucción total. Parecía un lugar habitable.
Hice unas fotos rápidas y, tanteando cada nueva tabla bajo mis pies antes de trasladar el peso del cuerpo, avancé cautelosamente por el pasillo.
El pomo de la primera puerta se abrió a un precipicio, ramas y un cielo azul. Ni paredes, ni techo, ni suelo, solo aire fresco del exterior.
Cerré la puerta y seguí caminando por el pasillo, decidida a no dejarme intimidar por los peligros del lugar. Vigilando en todo momento dónde pisaba, alcancé la segunda puerta. Giré el pomo y dejé que la puerta se abriera por su propio impulso.
¡Había movimiento!
¡Mi hermana!
Casi di un paso hacia ella.
Casi.
Entonces lo comprendí: era un espejo, empañado por la mugre y salpicado de manchas oscuras que semejaban tinta.
Miré el suelo que había estado a punto de pisar. No había tablas, solo una pendiente en caída de seis metros sobre duras losas de piedra.
Aunque ya era consciente de lo que había visto, mi corazón seguía desbocado. Levanté la mirada y allí estaba ella; una chiquilla de rostro pálido y ojos oscuros, una figura indefinida, confusa, temblando dentro del viejo marco.
Ella me había visto. Tenía una mano anhelante tendida hacia mí, como si yo solo tuviera que dar unos pasos para cogerla. Y bien mirado, ¿no sería esa la solución más sencilla, dar unos pasos y reunirme finalmente con ella?
¿Cuánto tiempo me quedé observándola mientras me esperaba?
– No -susurré, pero su brazo seguía haciéndome señas-. Lo siento. -Dejó caer el brazo lentamente.
Entonces levantó la cámara y me hizo una foto.
Lo lamenté por ella. Las fotos hechas a través de un cristal nunca salen. Lo sé muy bien; lo he probado muchas veces.
Me detuve ante la tercera puerta, con la mano en el pomo. La regla de tres, había dicho la señorita Winter. Pero ya no estaba de humor para continuar averiguando sobre su historia. Su casa llena de peligros, con su lluvia interior y el espejo engañoso, había dejado de interesarme.
Decidí marcharme. ¿Fotografiar la iglesia? Ni siquiera eso. Iría a la tienda del pueblo; pediría un taxi por teléfono, iría a la estación y de allí a casa.
Haría todo eso dentro de un minuto. En aquel instante solo quería quedarme así, con la cabeza apoyada en la puerta, los dedos sobre el pomo, indiferente a lo que pudiera haber al otro lado, esperando a que mis lágrimas se secaran y mi corazón se calmara.
Esperé.
Y de repente, bajo mis dedos, el pomo de la tercera puerta empezó a girar solo.
El gigante afable
Eché a correr. Salté por encima de los boquetes de las tablas, bajé de tres en tres los escalones, me resbalé una vez y me abalancé sobre el pasamanos para apoyarme. Agarré un puñado de hiedra, tropecé, recuperé el equilibrio y seguí bajando a trompicones. ¿La biblioteca? No. Hacia el otro lado. Por debajo de una arcada. Ramas de saúco y de budelia se me enganchaban a la ropa y en varias ocasiones estuve en un tris de caer mientras mis pies sorteaban los cascotes de esa casa en ruinas.
Al final, inevitablemente, caí al suelo y de mi boca escapó un alarido.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! ¿Te he asustado? Oh, Dios mío.
Me volví hacia la arcada.
Asomando por el rellano de la galería vislumbré no el esqueleto ni el monstruo de mi imaginación, sino un gigante. El individuo bajó ágilmente por la escalera, avanzó con soltura y despreocupación por los escombros y se detuvo delante de mí con una expresión de intensa preocupación en la cara.
– Válgame el cielo.
Debía de medir un metro noventa o noventa y cinco y era corpulento, tan corpulento que la casa pareció empequeñecerse a su alrededor.
– No quería… Verás, pensaba que… Como llevabas allí un rato y… Pero eso ya no importa, lo que ahora importa, querida, es si te has hecho daño.
Me sentí reducida al tamaño de un niño. Pero, pese a sus colosales dimensiones, ese hombre también tenía algo de niño. Demasiado regordete para tener arrugas, su rostro era redondo y de angelote, y alrededor de su rala cabeza pendía una cuidada aureola de rizos de un tono rubio plateado. Sus ojos, redondos como las monturas de sus gafas, eran amables y poseían una transparencia azul.
Yo debía de tener cara de aturdida y quizá estuviera pálida. El gigante se arrodilló a mi lado y me tomó la muñeca.
– Caray, menudo porrazo te has pegado. Si hubiera… No debí… Pulso algo acelerado. Hummm.
La espinilla me ardía. Me llevé una mano a la rodillera del pantalón para tocar una gota y cuando la retiré tenía los dedos manchados de sangre.
– Oh, Dios, oh, Dios, ¿es la pierna, verdad? ¿Está rota? ¿Puedes moverla?
Moví el pie y el alivio se dibujó en su rostro.
– Gracias a Dios. Nunca me lo habría perdonado. No te muevas, quédate aquí descansando mientras yo… voy a buscar… Vuelvo enseguida.
Y se marchó. Sus pies sortearon con delicadeza los bordes mellados de la madera y subieron la escalera dando brincos mientras su torso avanzaba majestuosamente, como desconectado del intrincado juego de piernas que tenía debajo.
Respiré hondo y esperé.
– He puesto en marcha el hervidor de agua -anunció a su regreso.
Llevaba consigo un botiquín de verdad, blanco con la cruz roja encima. Extrajo un desinfectante y una gasa.
– Siempre he dicho que alguien acabaría haciéndose daño en este viejo caserón. Hace años que tengo este botiquín. Más vale prevenir que curar, ¿no crees? ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -Hizo una mueca de dolor al apretar la punzante gasa contra el corte de mi espinilla-. Seamos valientes, ¿de acuerdo?
– ¿Tienes electricidad? -pregunté. Me sentía algo abrumada.
– ¿Electricidad? Pero si es una casa en ruinas. -Me miró fijamente, sorprendido por la pregunta, como si al caer hubiera sufrido una contusión y hubiera perdido el juicio.
– Lo digo porque creí oírte decir que habías puesto en marcha el hervidor de agua.
– ¡Ah, entiendo! ¡No! Tengo un hornillo de gas. Antes tenía un termo, pero… -Alzó la nariz-. El té hecho en termo no es muy bueno que digamos, ¿no crees? ¿Escuece mucho?
– Solo un poco.
– Buena chica. Te has pegado un buen porrazo. Y ahora el té. ¿Con limón y azúcar? Leche no, lo siento. No hay nevera.
– Me encantaría con limón.