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Nosotras, impotentes, pasivas, compartíamos la expectación, cada una con nuestra mezcla particular de emociones. El ama tenía sentimientos encontrados. Desconfiaba instintivamente de esa extraña que se disponía a entrar en sus dominios y además temía que por la institutriz se descubrieran sus deficiencias, pues llevaba años al frente de la casa y conocía sus limitaciones, pero también abrigaba algunas esperanzas; esperanzas de que la recién llegada inculcara en las niñas cierto sentido de la disciplina y reinstaurara el juicio y los buenos modales en la casa. De hecho, tanto anhelaba un hogar ordenado, bien llevado, que los días anteriores a la llegada de la institutriz le dio por darnos órdenes, como si nosotras fuéramos unas niñas dadas a obedecer. Huelga decir que no le hicimos ni caso.

Los sentimientos de John-the-dig no eran tan contradictorios: simplemente se mostraba hostil ante la novedad. No se dejaba arrastrar por las interminables conjeturas del ama sobre cómo iban a ser las cosas y se abstenía, sirviéndose de su silencio, de alimentar el optimismo que amenazaba con echar raíces en el corazón del ama. «Si es la persona adecuada…» o «A saber lo mucho que podrían mejorar las cosas…», decía ella, pero él se limitaba a mirar por la ventana de la cocina. Cuando el médico le sugirió que recogiera a la institutriz en la estación con la berlina, reaccionó de una manera muy grosera. «No tengo tiempo para ir por el condado recogiendo a condenadas maestrillas», contestó, y el médico se vio obligado a organizarse para poder acudir él personalmente.

John no había vuelto a ser el mismo desde el incidente del jardín de las figuras y entonces, con la inminente llegada de aquel nuevo cambio, pasaba muchas horas solo rumiando acerca de sus propios miedos y preocupaciones con respecto al futuro. Esa intrusa representaba un par de ojos nuevos, un par de oídos nuevos, en una casa donde nadie había mirado ni escuchado como es debido desde hacía años. John-the-dig, acostumbrado a los secretos, intuía problemas.

Todos, a nuestra manera, nos sentíamos intimidados. Todos menos Charlie, claro. Cuando por fin llegó el día, únicamente Charlie se comportó como siempre. Aunque recluido e invisible, su presencia se hacía notar por los ruidos y golpes que de vez en cuando sacudían la casa, un estruendo al que nos habíamos acostumbrado tanto que apenas lo oíamos. En sus desvelos por Isabelle el hombre había perdido la noción del tiempo y la llegada de la institutriz no significaba nada para él.

Esa mañana estábamos haraganeando en uno de los cuartos frontales del primer piso. Lo habrías llamado un dormitorio si la cama hubiese asomado por debajo de la pila de trastos que se habían amontonado encima de la manera en que se amontonan los trastos a lo largo de las décadas. Emmeline estaba deshaciendo con las uñas los hilos de plata que bordaban el estampado de las cortinas. Cuando conseguía liberar uno, se lo guardaba furtivamente en el bolsillo para añadirlo más tarde al tesoro que escondía bajo su cama. De pronto algo interrumpió su concentración. Llegaba alguien, y comprendiera o no lo que eso significaba, se le había contagiado la expectación que flotaba en la casa.

Emmeline fue la primera en oír la berlina. Desde la ventana observamos a la recién llegada descender del vehículo, alisarse las arrugas de la falda con dos enérgicas palmadas y echar un vistazo a su alrededor. Miró hacia la entrada, a su izquierda, a su derecha y por último -me aparté de un salto- hacia arriba. Tal vez nos confundió con un efecto engañoso de la luz o con una cortina levantada por la brisa que se colaba por un cristal roto. Creyese ver una cosa u otra, a nosotras no nos vio.

Pero nosotras sí la veíamos. A través del nuevo agujero abierto por Emmeline en la cortina. No sabíamos qué pensar. Hester era de estatura media. De constitución media. Tenía un pelo que no era ni rubio ni moreno. La piel a juego. El abrigo, los zapatos, el vestido, el sombrero, todo tenía ese mismo tinte neutro. El rostro carecía de rasgos destacables. Sin embargo, no podíamos dejar de mirarla. La miramos hasta que nos dolieron los ojos. En cada poro de su pequeño rostro anodino había luz. Algo brillaba en su ropa y en su pelo. Algo irradiaba de su equipaje. Algo proyectaba un resplandor en torno a su persona, como una bombilla. Algo hacía que resultara exótica.

No teníamos ni idea de qué era ese algo. Nunca habíamos imaginado nada igual.

Lo descubrimos más tarde.

Hester estaba limpia. Toda ella restregada, enjabonada, enjuagada, frotada y encremada.

Imagínate lo que pensó de Angelfield.

Cuando llevaba en la casa quince minutos envió al ama a buscarnos. No hicimos caso y esperamos a ver qué ocurría. Esperamos y esperamos. Y no ocurrió nada. Esa fue la primera vez que nos desorientó, solo que entonces no lo sabíamos. De nada servía nuestra habilidad para escondernos si la mujer no pensaba ir a buscarnos; y no lo hizo. Nos pusimos a dar vueltas por la habitación, al principio aburridas, después molestas por la curiosidad que se iba apoderando de nosotras pese a nuestros esfuerzos por combatirla. Empezamos a prestar atención a los ruidos que llegaban de abajo: la voz de John-the-dig, el arrastre de muebles, algunos portazos y otros golpes. Luego se hizo el silencio. Nos llamaron para comer y no bajamos. A las seis el ama nos llamó de nuevo.

– Bajad a cenar con vuestra nueva institutriz, niñas.

Nos quedamos en el cuarto. No apareció nadie. Poco a poco empezamos a intuir que la recién llegada era una fuerza que no debíamos subestimar.

Más tarde oímos el trajín de los miembros de la casa preparándose para acostarse. Pasos en la escalera y la voz del ama diciendo:

– Espero que esté cómoda, señorita.

Y la voz de la institutriz de acero aterciopelado contestando:

– Estoy segura, señora Dunne. Le agradezco las molestias que se ha tomado.

– En cuanto a las niñas, señorita Barrow…

– No se preocupe por ellas, señora Dunne. Estarán bien. Buenas noches.

Y después del roce de los pies del ama bajando con tiento por la escalera, el silencio.

Cayó la noche y la casa dormía. Menos nosotras. Como sus demás lecciones, los esfuerzos del ama por enseñarnos que la noche era para dormir habían fracasado, así que no nos asustaba la oscuridad. Pegamos la oreja a la puerta de la institutriz, pero solo oímos las tenues rascaduras de un ratón bajo las tablas del suelo y continuamos nuestra excursión hacia la despensa.

La puerta no se abrió. En toda nuestra vida jamás se había utilizado la cerradura, pero esa noche un rastro fresco de aceite la delató.

Ajena al problema, Emmeline aguardaba pacientemente a que la puerta se abriera, como hacía siempre, convencida de que en unos instantes podría ponerse morada de pan, mantequilla y mermelada.

No había por qué alarmarse. El bolsillo del delantal del ama; ahí estaría la llave. Ahí era donde estaban siempre las llaves: la anilla con las llaves oxidadas y sin usar de las puertas, los cerrojos y los armarios de toda la casa, y pruebas interminables hasta averiguar qué llave correspondía a qué cerradura.

El bolsillo estaba vacío.

Emmeline, algo extrañada por la demora, empezaba a inquietarse.

La institutriz se estaba perfilando como un serio desafío, pero no podría con nosotras. Saldríamos. Siempre nos quedaba la opción de entrar en una de las casas de la aldea para pillar cualquier cosa para comer.

El pomo de la puerta de la cocina empezó a girar, poco después se detuvo. Ni los tirones ni las sacudidas consiguieron liberarlo. Estaba cerrado con candado.

La ventana rota del salón había sido entablada y los postigos del comedor reforzados. Solo quedaba una posibilidad. Nos dirigimos hacia la enorme puerta de doble hoja del vestíbulo. Emmeline me seguía sin hacer ruido, presa del desconcierto. Tenía hambre. ¿A qué venía tanto trajín de puertas y ventanas? ¿Cuánto faltaba para que pudiera atiborrarse de comida? Un rayo de luna, teñido de azul por el cristal tintado de las ventanas del vestíbulo, bastó para iluminar los enormes, pesados e inalcanzables cerrojos en lo alto de las puertas que alguien había lubricado y corrido.

Estábamos atrapadas.

Emmeline habló. «Ñam ñam», dijo. Tenía hambre. Y cuando Emmeline tenía hambre, Emmeline tenía que comer, así de sencillo. Nos vimos en un grave apuro. Tardó mucho, pero finalmente su pequeño cerebro comprendió que la comida que tanto ansiaba no iba a llegar. Una mirada de pasmo asomó en sus ojos. Emmeline abrió la boca y aulló.

El llanto subió por la escalera de piedra, dobló por el pasillo de la izquierda, viajó otro tramo de escalones y se coló por debajo de la puerta del dormitorio de la nueva institutriz.

A ese primer sonido pronto se sumó otro. No los pasos arrastrados y miopes del ama, sino el andar presto y acompasado de Hester Barrow. Un clic, clic, clic pausado y enérgico. Fue bajando un tramo de escalera, continuó avanzando por un pasillo y llegó al descansillo.

Me refugié entre los pliegues de las largas cortinas justo antes de que emergiera en el rellano. Era medianoche. Ahí estaba, en lo alto de la escalera, una figura pequeña y compacta, ni gorda ni delgada, sostenida por un par de piernas robustas y coronada por un semblante sereno y resuelto. Con el cinturón de su bata azul anudado con firmeza y el pelo cuidadosamente cepillado, parecía dormir sentada y lista para enfrentarse rauda a la mañana. Tenía el cabello fino y pegado a la cabeza, la cara redonda y la nariz regordeta. Era una mujer anodina, o algo incluso peor, pero esa característica en Hester no producía, ni de lejos, el mismo efecto que en otras mujeres. Hester atraía las miradas.

Emmeline, al pie de la escalera, estaba sollozando de hambre, pero en cuanto Hester se presentó en todo su esplendor, dejó de llorar y se quedó mirándola aparentemente apaciguada, como si lo que hubiera aparecido ante ella fuera una bandeja repleta de pasteles.