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– Comprendo.

– En primer lugar está su respiración. En un momento dado cambia, y sé que aunque finge estar metida en su propio mundo me está escuchando. Y sus manos…

– ¿Sus manos?

– Generalmente las tiene tensas y estiradas, así -Hester hizo una demostración-, pero a veces advierto que las relaja, así -aflojó los dedos-. Es como si su implicación en la historia acaparara toda su atención y eso debilitara sus defensas, de modo que se relaja y olvida su pose de rechazo y rebeldía. He trabajado con muchos niños difíciles, doctor Maudsley, poseo bastante experiencia. Y lo que he visto se resume en lo siguiente: aunque parezca increíble, en Adeline se produce una especie de cambio químico, como si padeciera una fermentación.

El médico no respondió de inmediato. En lugar de eso, se detuvo a reflexionar, y su concentración pareció complacer a Hester.

– ¿La aparición de esos signos sigue alguna pauta?

– Nada de lo que pueda estar segura todavía… Pero…

Él ladeó la cabeza, animándola a continuar.

– Probablemente no sea importante, pero hay ciertas historias…

– ¿Historias?

– Jane Eyre, por ejemplo. A lo largo de varios días les conté una versión abreviada de la primera parte y entonces pude apreciarlo claramente. También con Dickens. Los relatos históricos y las fábulas con moraleja no tienen el mismo efecto.

El médico frunció el entrecejo.

– ¿Y es algo sistemático? ¿La lectura de Jane Eyre provoca siempre los cambios que ha descrito?

– No, he ahí el problema.

– Hummm. ¿Qué piensa hacer entonces?

– Existen métodos para manejar a niños egoístas y rebeldes como Adeline. En estos momentos, un régimen estricto podría bastar para impedir que más tarde termine ingresando en un manicomio. Sin embargo, dicho régimen, que implicaría la imposición de una rutina estricta y la eliminación de casi todo lo que la estimula, sería sumamente perjudicial para…

– ¿La niña que vemos a través de los claros en la neblina?

– Exacto. De hecho, para esa niña nada podría ser más dañino.

– ¿Y qué futuro prevé para esa niña, para la muchacha en la neblina?

– Todavía no puedo responder a esa pregunta. Baste decir que hoy día no puedo tolerar que se sienta perdida. A saber lo que sería de ella.

Contemplaron en silencio la frondosa geometría, meditando sobre el problema planteado por Hester sin saber que el problema en cuestión, oculto detrás de las figuras, los estaba observando a través de los huecos entre las ramas.

Finalmente, el médico habló.

– No sé de ninguna enfermedad que pueda causar los efectos mentales que usted describe. Sin embargo, mi desconocimiento puede deberse a mi propia ignorancia. -Hizo una pausa, a la espera de que ella protestara, pero no lo hizo-. Hummm. Como un primer paso, quizá sería aconsejable que sometiera a la niña a un examen minucioso para determinar su estado de salud tanto mental como físico.

– Es justamente lo que estaba pensando -contestó Hester-. Y ahora -rebuscó en sus bolsillos-, aquí tiene mis notas. En ellas encontrará una descripción de cada una de las situaciones que he presenciado, junto con un análisis preliminar. ¿Cree que después del examen podría quedarse media hora para darme a conocer sus primeras impresiones? Después podríamos decidir el siguiente paso que debemos seguir.

El médico la miró pasmado. Había sobrepasado los límites de su papel de institutriz. ¡Y se estaba comportando como si fuera un colega experto!

Hester se había percatado de ello.

Titubeó. ¿Podía dar marcha atrás? ¿Era demasiado tarde? Tomó una decisión. De perdidos, al río.

– No es un dodecaedro -dijo maliciosamente-. Es un tetraedro.

El doctor se levantó y caminó hasta la figura. Uno, dos, tres, cuatro… Sus labios se movían mientras contaba.

Se me paró el corazón. ¿Iba a rodear el árbol contando caras y ángulos? ¿Iba a contradecirme?

Pero llegó hasta seis y se detuvo. Sabía que ella tenía razón.

Entonces, durante un curioso instante, simplemente se miraron. Él con expresión indecisa. ¿Quién era esa mujer? ¿Con qué autoridad le hablaba de la forma en que lo hacía? No era más que una institutriz provinciana con cara de torta, ¿no?

Ella le miraba en silencio, paralizada por esa indecisión que parpadeaba en el rostro de él.

Entonces el mundo pareció inclinarse levemente sobre su eje y ambos desviaron rápidamente la mirada.

– El examen -comenzó ella.

– ¿Le parece el miércoles por la tarde? -propuso él.

– El miércoles por la tarde.

Y el mundo volvió a girar sobre su eje.

Echaron a andar hacia la casa y al llegar al camino el médico se despidió.

Detrás del tejo, la pequeña espía se mordía las uñas y rumiaba.

Cinco notas

Un áspero velo de agotamiento me irritaba los ojos. Ya no podía pensar. Había trabajado todo el día y la mitad de la noche y me asustaba dormirme. ¿Me gastaba mi mente una broma pesada? Creía oír una melodía. Bueno, no exactamente una melodía. Tan solo cinco notas sueltas. Abrí la ventana para corroborarlo. Sí. Sin duda llegaba un sonido del jardín. Entiendo de palabras. Si me das un fragmento de texto dañado o desgarrado, soy capaz de adivinar lo que iba antes y lo que iba después; o por lo menos puedo reducir las posibilidades a la opción más probable. Pero la música no es mi lenguaje. ¿Eran esas cinco notas el comienzo de una nana? ¿La caída agonizante de un lamento? Imposible saberlo. Sin un principio ni un final que las delimitara, sin una melodía que las sostuviera, fuera lo que fuera lo que las unía parecía sumamente precario. Cada vez que sonaba la primera nota se producía un angustioso instante mientras esta esperaba a descubrir si su compañera todavía seguía allí o se había esfumado para siempre, arrastrada por el viento. Y lo mismo con la tercera y la cuarta. Con la quinta no había una resolución, solo la sensación de que tarde o temprano los frágiles eslabones que unían esa ristra de notas caprichosas se romperían como se habían roto los eslabones del resto de la melodía, y también ese último fragmento vacío desaparecería para siempre, dispersándose con el viento como las últimas hojas de un árbol en invierno.

Obstinadamente mudas cada vez que mi mente consciente les pedía que se manifestaran, las notas acudían de repente a mí cuando no estaba pensando en ellas. Absorta en mi trabajo por la noche, caía en la cuenta de que llevaban rato repitiéndose en mi cabeza. O en la cama, debatiéndome entre el sueño y la vigilia, las oía a lo lejos, entonando para mí su melodía poco definida y sin sentido.

Pero ahora la oía de verdad. Al principio, una sola nota, a sus compañeras las sofocaba la lluvia que martilleaba la ventana. «No es nada», me dije, y me preparé para seguir durmiendo. Entonces, en un instante de calma en medio de la tormenta, tres notas se elevaron por encima del agua.

Era una noche impenetrable. Tan negro estaba el cielo que del jardín solo podía captar el sonido de la lluvia. Esa percusión era la lluvia contra las ventanas. Las ráfagas suaves e irregulares eran lluvia fresca sobre la hierba. El goteo era agua bajando por los canalones hasta los desagües. Tic, tic, tic. Agua resbalando por las hojas hasta el suelo. Y detrás de todo eso, debajo, entremedio -si no estaba loca o soñando- las cinco notas. La la la la la.

Me puse las botas y el abrigo y salí a la oscuridad de la noche.

No veía a un palmo de mi mano. No oía nada salvo el chapoteo de mis botas sobre la hierba. De repente capté una señal. Un sonido seco, inarmónico; no un instrumento, sino una voz humana atonal, discordante.

Lentamente y haciendo frecuentes paradas, seguí la dirección de las notas. Bordeé los largos arriates y doblé por el jardín del estanque, o por lo menos creo que es allí hacia donde me dirigí. Entonces perdí el rumbo, anduve a trompicones por tierra blanda donde pensaba que debía de haber una senda y fui a parar no al lado del tejo, como esperaba, sino a un terreno de arbustos de medio metro de alto con pinchos que se me enganchaban en la ropa. De ahí en adelante renuncié a indagar dónde estaba y me orienté únicamente por el oído, siguiendo las notas como el hilo de Ariadna por un laberinto que ya no reconocía. La melodía sonaba a intervalos irregulares, y en cada ocasión me dirigía hacia ella, hasta que el silencio me detenía y me quedaba esperando otra nueva pista. ¿Cuánto tiempo pasé dando tumbos en la oscuridad? ¿Un cuarto de hora? ¿Media hora? Lo único que sé es que finalmente me encontré de nuevo frente la puerta por la que había salido. Había vuelto -o me habían llevado- al punto de partida.

El silencio entonces fue definitivo. Las notas habían muerto y en su lugar reapareció la lluvia.

En vez de entrar me senté en el banco y descansé la cabeza sobre mis brazos cruzados, sintiendo el golpeteo de la lluvia en la espalda, el cuello y el pelo.

Empezó a parecerme una insensatez el haberme puesto a perseguir por el jardín algo tan etéreo, y casi logré convencerme de que lo que había oído era solo producto de mi imaginación. Luego mi mente dobló por otros derroteros. Me pregunté cuándo me enviaría mi padre información sobre la forma de dar con Hester. Pensé en Angelfield y fruncí el entrecejo: ¿qué haría Aurelius cuando demolieran la casa? Pensar en Angelfield me llevó a pensar en el fantasma y eso me llevó a pensar en mi propio fantasma, la foto que le había hecho, perdida en una nebulosa blanca. Decidí telefonear a mi madre al día siguiente, mas era una decisión poco arriesgada; nada te obliga a cumplir un propósito formulado en mitad de la noche.

De repente la columna me envió una señal de alarma.