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En la cama no había nada. Solo sábanas roñosas manchadas de sangre y otras inmundicias humanas.

John y yo no hablamos. Tratábamos de no respirar, pero cuando por necesidad aspirábamos por la boca, el repugnante aire se nos quedaba atascado en la garganta, provocándonos arcadas. Lo peor, no obstante, estaba por venir. Quedaba otra habitación. John necesitó hacer acopio de todo su valor para abrir la puerta del cuarto de baño. Antes de que cediera del todo ya pudimos detectar el horror que ocultaba. Mi piel pareció olerlo antes que mi nariz y un sudor frío me recorrió el cuerpo. El estado del retrete era atroz. La tapa, aunque bajada, no conseguía retener del todo las heces que lo desbordaban. Pero eso no era nada, porque en la bañera -John dio un brusco paso atrás y me habría pisado si en ese momento yo misma no hubiera retrocedido otros dos pasos-, había una bazofia oscura de emanaciones corporales cuya fetidez hizo que saliéramos disparados del cuarto de baño, sorteando moscas y excrementos de rata, echáramos a correr por el pasillo y bajáramos las escaleras como flechas hasta el jardín.

Devolví. En comparación con lo que había visto, mi vómito amarillento se me antojó fresco, limpio y dulce en la hierba verde.

– Tranquila -dijo John, y me dio unas palmaditas en la espalda con una mano todavía temblorosa.

El ama, que nos había seguido con toda la rapidez que le permitían sus pies, caminó por el césped hasta nosotros con el semblante plagado de preguntas. ¿Qué podíamos decirle?

Habíamos encontrado la sangre de Charlie. Habíamos encontrado la mierda de Charlie, la orina de Charlie y el vómito de Charlie, pero ¿dónde estaba Charlie?

– No está -le dijimos-. Se ha ido.

Regresé a mi habitación pensando en el relato. Era curioso en más de un aspecto. Estaba, naturalmente, la desaparición de Charlie, que daba un interesante giro a los acontecimientos y me hizo pensar en los anuarios y esa extraña abreviatura: DF. Pero había algo más. ¿Sabía ella que me había dado cuenta? Había intentado disimularlo, pero me había dado cuenta. Ese día la señorita Winter había dicho «yo».

En mi habitación, sobre la bandeja y junto a los sándwiches de jamón, encontré un sobre marrón grande.

El señor Lomax, el abogado, había contestado a mi carta a vuelta de correo. Acompañando su breve pero amable nota había copias del contrato de Hester, que ojeé por encima y dejé a un lado; de una carta de recomendación de una tal lady Blake de Nápoles que hablaba de manera muy favorable de las aptitudes de Hester y, lo más interesante de todo, de una carta de aceptación de la oferta de empleo escrita por la propia Hester.

Estimado doctor Maudsley:

Le agradezco la oferta de trabajo que tan amablemente me hace.

Será un placer para mí incorporarme al puesto de Angelfield el 19 de abril, como usted propone.

He hecho indagaciones y, al parecer, los trenes solo llegan a Banbury. Tal vez pueda aconsejarme sobre la mejor forma de trasladarme a Angelfield desde allí. Llegaré a la estación de Banbury a las diez y media.

Atentamente,

Hester Barrow

Se advertía la firmeza de las robustas mayúsculas, la regularidad de la inclinación de las letras, la fluidez de los comedidos rizos de las «g» y las «y». El tamaño de la carta era el justo: lo bastante leve para permitir ahorro de tinta y papel y lo bastante extensa para ser clara. No había adornos. Tampoco intrincados bucles ni florituras. La belleza de la caligrafía provenía de la sensación de orden, equilibrio y proporción que regía cada carácter. Era una letra pulcra y clara. Era Hester hecha palabra.

En el ángulo superior derecho aparecía una dirección de Londres.

«Bien -pensé-. Ahora ya puedo encontrarte.»

Alcancé un folio y antes de ponerme a transcribir redacté una carta para el genealogista que papá me había recomendado. Era una carta más bien larga; tenía que presentarme, pues seguro que el hombre ignoraba que el señor Lea tenía una hija; tenía que mencionar el asunto de los almanaques para justificar mi petición de sus servicios; tenía que enumerarle todo lo que sabía de Hester: Nápoles, Londres, Angelfield. El mensaje de mi carta, con todo, era simple. Encuéntrela.

Después de Charlie

La señorita Winter no hizo comentario alguno sobre mis contactos con su abogado, aunque no me cabe duda de que estaba al corriente de todo ya que los documentos que solicité no me habrían sido facilitados sin su consentimiento. Me pregunté si ella lo veía como una manera de hacer trampas, como ese «adelantarse en la historia» que tanto desaprobaba, pero el día que recibí las copias del señor Lomax y envié al genealogista mi carta pidiéndole ayuda, la señorita Winter no dijo una palabra al respecto, simplemente retomó la historia donde la había dejado como si esos intercambios de información por correo no se estuvieran produciendo.

Charlie era la segunda pérdida. La tercera contando a Isabelle, aunque a efectos prácticos ya la habíamos perdido hacía dos años, así que ella no contaba.

John estaba más afectado por la desaparición de Charlie que por la de Hester. Tal vez Charlie fuera un ermitaño, un excéntrico, pero era el señor de la casa. Cuatro veces al año, a la sexta o séptima insistencia, garabateaba su firma en una hoja de papel y el banco cedía fondos para que la casa siguiera funcionando. Y ya no estaba. ¿Qué pasaría con la casa? ¿Qué harían para conseguir dinero?

John pasó unos días espantosos. Se había empeñado en limpiar las habitaciones de los niños -«De lo contrario enfermaremos todos»-, y cuando el hedor se le hacía intolerable se sentaba en los escalones de fuera y aspiraba el aire limpio del jardín como un hombre recién salvado de morir ahogado. Por la noche se daba largos baños en los que gastaba una pastilla de jabón y se restregaba hasta que la piel le quedaba rosada y brillante. Se enjabonaba incluso las fosas nasales.

Y cocinaba. Habíamos observado que el ama perdía la noción del tiempo en medio de la preparación de sus platos. Las verduras hervían hasta hacerse una pasta y luego se calcinaban en el fondo de la cacerola. La casa tenía un olor permanente a comida carbonizada. Así que un día encontramos a John en la cocina. Las manos que siempre habíamos visto sucias, desenterrando patatas, enjuagaban esos tubérculos amarillos en agua, los pelaban y trajinaban con tapaderas en los fogones. Comíamos buena carne o pescado con abundantes verduras, bebíamos té fuerte y caliente. El ama se sentaba en un rincón de la cocina, aparentemente ajena al hecho de que esas solían ser sus tareas. Después de fregar los platos, cuando caía la noche, John y el ama se quedaban charlando ante la mesa de la cocina. Sus inquietudes eran siempre las mismas. ¿Qué iban a hacer? ¿Cómo iban a sobrevivir? ¿Qué sería de todos nosotros?

– No te preocupes, ya saldrá -dijo el ama.

¿Salir? John suspiró y meneó la cabeza. Ya había oído eso otras veces.

– No está, ama. Se ha ido. ¿Es que ya lo has olvidado?

– Con que se ha ido, ¿eh? -El ama negó con la cabeza y rompió a reír, como si John acabara de contarle un chiste.

El día en que se enteró de la desaparición de Charlie el suceso había pasado rozando por su conciencia, pero no había encontrado un lugar donde aposentarse. Los pasadizos, corredores y escaleras de su mente, que conectaban sus pensamientos pero también los mantenían separados, estaban socavados. El ama tomaba por un extremo el hilo de un pensamiento, lo seguía a través de boquetes en las paredes, se adentraba en túneles que se abrían bajo sus pies y hacía paradas vagas, presa del desconcierto: ¿no había algo…? ¿No había estado…? Cuando pensaba en Charlie, encerrado en el cuarto de los niños enloquecido de dolor por la muerte de su adorada hermana, caía sin darse cuenta por una trampilla en el tiempo y aterrizaba en el recuerdo del padre recién enviudado, recluido en la biblioteca para llorar la pérdida de su esposa.

– Sé cómo sacarlo de allí -dijo con un guiño-. Le llevaré a la niña. Eso le hará reaccionar. Ahora que lo pienso, voy a ver si la pequeña está bien.

John no volvió a explicarle que Isabelle había muerto, pues eso solo generaría en el ama una dolorosa impresión y preguntas sobre el cómo y el porqué.

– ¿Un manicomio? -exclamaría atónita-. ¿Por qué nadie me dijo que la señorita Isabelle estaba en un manicomio? ¡No quiero ni pensar en su pobre padre! ¡Con lo que la adora! La noticia lo matará.

Y durante horas el ama se perdería por los desvencijados pasadizos del pasado, apenándose por antiguas tragedias como si hubiesen ocurrido la víspera y olvidándose de los pesares de aquel día. John ya había pasado por eso media docena de veces y no se veía con ánimos de vivirlo otra vez.

Lentamente el ama se levantó; arrastrando con dificultad un pie después de otro salió de la cocina para ir a ver a la niña que durante los años que su memoria ya no recordaba había crecido, se había casado, había tenido gemelas y había fallecido. John no la detuvo. Olvidaría adonde se dirigía antes de alcanzar la escalera. Pero de espaldas a ella hundió la cabeza entre sus manos y suspiró.