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¿Y qué encontré?

Debajo del porche, protegido de la lluvia, había ¡un bebé! Envuelto en una tela de lona, maullando como un gatito. Pobre chiquitín. Estabas aterido, mojado y hambriento. Apenas podía dar crédito a mis ojos. Me agaché y te recogí; en cuanto me viste dejaste de llorar.

No me entretuve fuera. Querías comida y ropa seca, de modo que no, no me detuve mucho tiempo en el porche. Solo una mirada rápida. Nada en absoluto. Nadie en absoluto. Únicamente el viento agitando los árboles en la linde del bosque y -qué extraño- humo elevándose en el cielo, a la altura de Angelfield.

Te estreché contra mí, entré en casa y cerré la puerta.

En dos ocasiones había tejido dos talones en un calcetín, y en ambas había tenido la muerte cerca. Esa tercera vez era la vida la que había llamado a mi puerta. Eso me enseñó a no darle demasiada importancia a las coincidencias. Además, después ya no tuve tiempo para pensar en la muerte.

Tenía que pensar en ti.

Y vivimos felices y comimos perdices.

Aurelius tragó saliva. Tenía la voz ronca y entrecortada. Las palabras habían salido de él como por ensalmo; palabras que había escuchado miles de veces de niño, repetidas en su interior durante décadas de adulto.

Finalizada su historia nos quedamos callados, contemplando el altar. Fuera la lluvia seguía cayendo pausadamente. Aurelius estaba quieto como una estatua, si bien yo sospechaba que sus pensamientos eran todo menos sosegados.

Eran muchas las cosas que podría haberle dicho, pero no dije nada. Aguardé a que regresara al presente a su ritmo. Cuando lo hizo, me habló:

– El problema es que esa no es mi historia. Quiero decir que aparezco en ella, eso está claro, pero no es mi historia. Es la historia de la señora Love. El hombre con quien deseaba casarse, su hermana Kitty, su labor de punto, sus bizcochos, todo eso pertenece a su historia. Y justo cuando cree que se acerca su final, llego yo y doy a su historia un nuevo comienzo. Pero eso no lo convierte en mi historia, ¿no crees? Porque antes de que la señora Love abriera la puerta… Antes de que oyera el ruido en la noche… Antes de que…

Se detuvo, apenas sin aliento, e hizo un gesto para cortar la frase y empezar de nuevo:

– Porque el hecho de que alguien encuentre a un bebé así, solo en una noche de lluvia… significa que antes de eso… para que eso pueda ocurrir… por fuerza…

Hizo otro gesto exasperado de las manos mientras sus ojos recorrían frenéticamente el techo de la iglesia, como si allí pudiera encontrar el verbo que necesitaba para asegurar al fin lo que quería decir.

– Porque si la señora Love me encontró, eso solo puede significar que antes de que eso ocurriera alguien, otra persona, una madre tuvo que…

Ahí estaba. El verbo.

La desesperación le heló el rostro. A medio camino de un agitado gesto, sus manos se detuvieron en una actitud que me hizo pensar en una súplica o una oración.

Hay veces en que el rostro y el cuerpo humanos pueden expresar los anhelos del corazón con tanta precisión que, como dicen, puedes leerlos como si fueran un libro. Yo leí a Aurelius.

«No me abandones.»

Posé mi mano en la suya y la estatua volvió a la vida.

– Es absurdo que aguardemos a que deje de llover -susurré-. No parará en todo el día. Mis fotos pueden esperar. Vayámonos.

– Sí -dijo él con un filo rasposo en la garganta-. Vamos.

La herencia

– Son dos kilómetros en línea recta -dijo señalando el bosque-, y un poco más por carretera.

Atravesamos el parque de ciervos y casi habíamos alcanzado el límite del bosque cuando oímos una voz. Era la voz de una mujer que, atravesando la lluvia, subía por el camino de grava hasta sus hijos y alcanzaba el parque.

– Te lo dije, Tom. Está muy mojado. No pueden trabajar cuando llueve tanto.

Decepcionados, los niños se habían detenido al ver las grúas y la maquinaria paradas. Con las gorras sobre sus rubias cabezas me era imposible distinguirlos. La mujer los alcanzó y la familia formó un círculo de impermeables para entablar un breve debate.

Aurelius observaba embelesado la escena familiar.

– Los he visto antes -dije-. ¿Sabes quiénes son?

– Una familia. Viven en The Street, en la casa del columpio. Karen cuida de los venados.

– ¿Todavía se caza en esta zona?

– No, Karen solamente los cuida. Son una familia muy amable.

Los siguió envidioso con la mirada, después salió de su ensimismamiento negando con la cabeza.

– La señora Love fue muy buena conmigo -dijo- y yo la quería mucho. Todo eso otro… -Hizo un gesto desdeñoso con la mano y se volvió hacia el bosque-. En fin, vamos a mi casa.

Al parecer la familia de impermeables, que se dirigía de nuevo hacia las verjas de la casa del guarda, había tomado la misma decisión.

Aurelius y yo atravesamos el bosque en silenciosa camaradería.

No había hojas que obstruyeran la luz, y las ramas, renegridas por la lluvia, atravesaban el cielo acuoso con su oscuridad. Alargando un brazo para apartar las ramas bajas, Aurelius hacía saltar gotas que se sumaban a las que venían del cielo. Llegamos hasta un árbol caído y, asomándonos a su interior, contemplamos el oscuro charco de lluvia que había reblandecido la corteza putrefacta hasta hacer de ella casi una pasta.

– Mi hogar -anunció Aurelius.

Era una pequeña casa de piedra. Aunque no había sido construida para resultar atractiva sino para resistir, sus líneas sencillas y sólidas eran agradables. La rodeamos. ¿Tenía cien o doscientos años? Era difícil determinarlo. No era la clase de casa a la que cien años pudieran cambiar demasiado. En la parte trasera había un anexo nuevo y espacioso, casi tan grande como la casa, ocupado enteramente por una cocina.

– Mi santuario -dijo al tiempo que me invitaba a pasar.

Un enorme horno de acero inoxidable, paredes blancas y dos neveras inmensas: una cocina de verdad para un cocinero de verdad.

Aurelius me acercó una silla y me senté junto a una mesa pequeña situada cerca de una librería. Los estantes estaban abarrotados de libros de cocina en francés, inglés e italiano. Sobre la mesa descansaba un libro diferente de los demás. Era un cuaderno grueso con las esquinas gastadas por el paso del tiempo, cubierto de un papel marrón casi transparente después de décadas de haber sido manipulado por dedos pringados de mantequilla. Alguien había escrito REZETAS en la tapa, con mayúsculas anticuadas, aprendidas en la escuela. Años después la misma persona había tachado la «Z» y escrito encima una «C» utilizando otra pluma.

– ¿Puedo? -pregunté.

– Claro.

Abrí el cuaderno y empecé a hojearlo. Bizcocho Victoria, pan de dátiles y nueces, bollitos de mantequilla, pastel de jengibre, damas de honor, tarta de almendras, pastel de frutas… La ortografía y la letra mejoraban a medida que pasaba las páginas.

Aurelius giró una esfera del horno y, moviéndose con suma soltura, reunió sus ingredientes. En poco tiempo todo estuvo a su alcance, y alargaba el brazo para coger un tamiz o un cuchillo sin levantar siquiera la vista. Se movía en su cocina del mismo modo que un conductor cambia de marcha en su coche: el brazo se extendía suave, independiente, sabiendo exactamente qué hacer, mientras los ojos no se apartaban ni un segundo de lo que tenían justo delante: el cuenco donde estaba mezclando los ingredientes. Aurelius tamizaba harina, cortaba mantequilla en cuadraditos y rallaba cáscara de naranja con la misma naturalidad con que respiraba.

– ¿Ves ese armario a tu izquierda? -dijo-. ¿Te importaría abrirlo?

Pensando que quería un utensilio, abrí la puerta.

– Dentro encontrarás una bolsa colgada de un gancho.

Era una especie de cartera, vieja y de una forma curiosa. Los lados no estaban cosidos, sino simplemente remetidos. Se cerraba con una hebilla y tenía una correa de cuero larga y ancha, sujeta a cada lado con un cierre oxidado, que presumiblemente te permitía llevarla cruzada. El cuero estaba seco y agrietado, y la lona, tal vez caqui en otros tiempos, solo mostraba el color de los años.

– ¿Qué es? -pregunté.

Aurelius levantó la vista del cuenco un segundo.

– La bolsa en la que me encontró.

Y siguió mezclando sus ingredientes.

¿La bolsa en la que lo encontró? Mis ojos viajaron lentamente de la cartera a Aurelius. Incluso encorvado sobre su masa medía más de metro ochenta. Recordé que la primera vez que lo vi me había parecido un gigante de cuento. Aquella correa ni siquiera alcanzaría para que pudiera cruzarse la cartera, pero hacía sesenta años había sido lo bastante pequeño para caber allí dentro. Mareada ante la idea de lo que el tiempo era capaz de hacer, volví a sentarme. ¿Quién había metido a un bebé en esa cartera hacía sesenta años? ¿Quién lo había envuelto en la lona, había cerrado la hebilla contra la lluvia y se había colgado la correa del hombro para llevarlo en medio de la noche a casa de la señora Love? Deslicé los dedos por los lugares que había tocado esa persona. La lona, la hebilla, la correa. Buscando un rastro, una pista, en braille, en tinta invisible o en código, que mis dedos pudieran descifrar si hubiera sabido cómo hacerlo. Pero no sabían.