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Uno de los niños metió la mano en la larga hierba y sacó algo. Era el casco amarillo de un obrero. Con una sonrisa radiante, se echó el sueste hacia atrás -ahora podía ver que se trataba del muchacho- y se llevó el casco a la cabeza. Se puso rígido como un soldado, el pecho echado hacia fuera, la cabeza erguida, los brazos a los lados y el rostro tenso, concentrado en evitar que el casco, demasiado grande, se le resbalara. En cuanto dio con la postura se produjo un pequeño milagro. Un rayo de sol se filtró por un claro abierto en una nube y se posó sobre el niño, iluminándolo en su momento de gloria. Apreté el disparador e hice la foto. El niño del casco, un letrero amarillo de «No pasar» sobre el hombro izquierdo y a la derecha, en segundo plano, una lúgubre mancha gris, la casa.

El sol se ocultó de nuevo y bajé la vista para correr la película y guardar la cámara. Cuando volví a mirar, los niños estaban en el camino. Cogidos de la mano, la derecha de ella en la izquierda de él, se dirigían hacia la verja de la casa del guarda dando vueltas, iguales en ritmo, iguales en gravitación, cada uno el contrapeso perfecto del otro. Con la cola de sus impermeables ondeando y los pies rozando apenas el suelo, parecían estar a punto de elevarse y echar a volar.

«Jane Eyre» y el horno

Cuando regresé a Yorkshire nadie me pidió explicaciones por mi destierro. Judith me recibió con una sonrisa forzada. La luz cenicienta del día había trepado por su piel, formando sombras debajo de los ojos. Descorrió unos centímetros más las cortinas de la ventana de mi sala de estar, pero no salimos de la penumbra.

– Maldito tiempo -exclamó; sentí que ella ya no podía más.

Aunque duró solo unos días, pareció una eternidad. Casi siempre parecía de noche, y nunca completamente de día; el efecto oscurecedor del cielo plomizo nos hacía perder la noción del tiempo. La señorita Winter llegó tarde a una de nuestras reuniones matutinas. También ella estaba pálida. Yo no sabía si eran indicios de un dolor reciente u otra cosa lo que proyectaba oscuras sombras en sus ojos.

– Le propongo un horario más flexible para nuestros encuentros -dijo una vez instalada en su círculo de luz.

– Bien.

Yo estaba al corriente de sus noches desapacibles por mi entrevista con el médico, percibía si la medicación que tomaba para controlar el dolor estaba perdiendo fuerza o no había alcanzado aún su punto máximo de efectividad. Así pues, acordamos que en lugar de personarme cada mañana a las nueve, esperaría a que me llamaran a la puerta.

Al principio quiso verme entre las nueve y las diez; luego empezó a retrasarse. Cuando el doctor le modificó la dosis, a la señorita Winter le dio por citarme temprano, pero nuestras reuniones eran más breves. Después adquirimos la costumbre de reunimos dos o tres veces al día a cualquier hora. Unas veces me llamaba cuando se encontraba bien y hablaba largo y tendido, prestando atención a los detalles. Otras veces me llamaba cuando tenía dolores. En esas ocasiones no buscaba tanto la compañía como el poder anestésico de la narración.

El fin de mis reuniones de las nueve fue otra ancla que hasta entonces me situaba en el tiempo que desapareció. Escuchaba la historia de la señorita Winter, la escribía, cuando dormía soñaba con la historia y cuando estaba despierta era la historia la que formaba el constante telón de fondo de mis pensamientos. Sentí estar viviendo dentro de un libro. Ni siquiera necesitaba salir de él para comer, pues podía sentarme a la mesa y leer mi transcripción mientras picaba de los platos que Judith me llevaba a la habitación. Las gachas señalaban que era por la mañana. La sopa y la ensalada significaba mediodía. El filete y la tarta de riñones representaban la noche. Recuerdo haber cavilado durante un largo rato sobre un plato de huevos revueltos. ¿Qué hora sería? Podía ser cualquier hora. Di unos bocados y lo aparté.

En ese largo e indiferenciado período hubo algunos incidentes que llamaron mi atención. Los anoté en su momento, separadamente de la historia, y ahora merece la pena recordarlos.

He aquí uno de ellos.

Me hallaba en la biblioteca. Estaba buscando Jane Eyre y encontré casi un estante entero de ejemplares. Era la colección de una fanática: había ejemplares modernos y baratos que no tendrían ningún valor en una librería de viejo; ediciones que salían al mercado tan raramente que era difícil ponerles un precio, y ejemplares que encajaban en todas las categorías comprendidas entre esos dos extremos. El volumen que yo estaba buscando era una edición corriente -aunque peculiar- de finales de siglo. Mientras curioseaba, Judith entró con la señorita Winter y colocó la silla junto al fuego.

Cuando Judith se hubo marchado, la señorita Winter preguntó:

– ¿Qué está buscando?

– Jane Eyre.

– ¿Le gusta Jane Eyre?

– Mucho. ¿Y a usted?

– Sí.

Tembló por un escalofrío.

– ¿Quiere que avive el fuego?

La señorita Winter bajó los párpados, como si le hubiese asaltado una oleada de dolor.

– Supongo que sí.

Cuando el fuego volvió a arder con fuerza, dijo:

– ¿Tiene un momento, Margaret? Tome asiento.

Y tras un minuto de silencio, dijo:

– Imagine una cinta transportadora, una enorme cinta transportadora y al final de la misma un gigantesco horno. En la cinta transportadora hay libros. Todos los ejemplares del mundo de todos los libros que usted ama. Colocados en fila. Jane Eyre. Villette. La dama de blanco.

– Middlemarch -contribuí.

– Gracias. Middlemarch. E imagine una palanca con dos letreros: ENCENDIDO y APAGADO. En este preciso instante la palanca está en la posición de apagado. Al lado hay un individuo con una mano sobre la palanca, a punto de ponerla en marcha y usted puede detenerlo. Tiene una pistola en la mano. No tiene más que apretar el gatillo. ¿Qué hace?

– Eso es absurdo.

– El individuo gira la palanca. La cinta transportadora se pone en marcha.

– Pero eso es demasiado extremo; estamos hablando de un caso hipotético.

– El primero en caer es Shirley.

– No me gusta esa clase de juegos.

– Ahora es George Sand quien empieza a arder.

Suspiré y cerré los ojos.

– Por ahí viene Cumbres borrascosas. ¿Va a dejar que arda?

No pude evitarlo. Vi los libros, vi su inexorable avance hacia la boca del horno y me estremecí.

– Como quiera. Ahí va. ¿También Jane Eyre?

Jane Eyre. De repente sentí la boca seca.

– Solo tiene que disparar. No la delataré. Nadie lo sabrá jamás. -Esperó-. Los ejemplares de Jane Eyre han empezado a caer. Solo unos pocos. Hay muchos más. Aún dispone de tiempo para tomar una decisión.

Me froté nerviosamente el pulgar contra el borde áspero de la uña del dedo corazón.

– Están empezando a caer más y más deprisa.

La señorita Winter no apartaba la mirada de mí.

– La mitad ha sido engullida ya por las llamas. Piense, Margaret. Muy pronto Jane Eyre habrá desaparecido para siempre. Piense.

La señorita Winter parpadeó.

– Dos tercios. Solo una persona, Margaret. Solo una persona diminuta e insignificante.

Parpadeé.

– Todavía dispone de tiempo, aunque poco. Recuerde que esa persona insignificante está quemando libros. ¿Realmente merece vivir?

Parpadeo. Parpadeo.

– Es su última oportunidad.

Parpadeo. Parpadeo. Parpadeo.

Adiós a Jane Eyre.

– ¡Margaret! -exclamó la señorita Winter con el rostro crispado de indignación y golpeando el brazo de la silla con la mano izquierda. Hasta la mano derecha, impedida como estaba, le tembló en el regazo.

Más tarde, cuando transcribí lo sucedido, pensé que era la expresión más espontánea de un sentimiento que había visto en la señorita Winter. Un sentimiento demasiado intenso para invertirlo en un simple juego.

¿Y mis sentimientos? Vergüenza, pues había mentido. Naturalmente que amaba los libros más que a las personas. Naturalmente que Jane Eyre tenía para mí más valor que el desconocido que ponía en marcha la palanca. Naturalmente que toda la obra de Shakespeare valía más que una vida humana. Naturalmente. Pero, a diferencia de la señorita Winter, me avergonzaba reconocerlo.

Cuando me disponía a salir de la biblioteca regresé al estante de Jane Eyre y cogí el ejemplar que se ajustaba a mis criterios en cuanto a antigüedad, clase de papel y de letra. Una vez en mi habitación, pasé las páginas hasta dar con el fragmento:

«… desconociendo al principio sus intenciones; no obstante, cuando le vi alzar el libro y colocarse en posición de lanzarlo, me aparté instintivamente con un grito de alarma, mas no lo bastante deprisa; el volumen voló por los aires, me golpeó y caí, dando con mi cabeza en la puerta y haciéndome una brecha».

El libro estaba intacto. No le faltaba ninguna página. No era el ejemplar del que habían arrancado la hoja de Aurelius. Pero, en cualquier caso, ¿por qué iba a serlo? De haber pertenecido a Angelfield, la página habría ardido con el resto de la casa.

Permanecí un rato ociosa, pensando únicamente en Jane Eyre, en una biblioteca y un horno y una casa en llamas, pero por mucho que combinaba una y otra vez los elementos, no conseguía ver la relación.

El otro detalle que recuerdo de esos días fue el incidente de la fotografía. Un paquete pequeño apareció una mañana en mi bandeja del desayuno, dirigido a mi nombre con la letra apretada de mi padre. Eran las fotografías de Angelfield; le había enviado el carrete y papá lo había mandado revelar. Había algunas fotos claras de mi primer día: zarzas creciendo entre los escombros de la biblioteca, hiedra serpenteando por la escalera de piedra. Me detuve en la foto del dormitorio donde me había encontrado cara a cara con mi fantasma; sobre la vieja chimenea solo se veía el resplandor de un flash. Así y todo, la separé de las demás fotos y la guardé en mi libreta.