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Las demás fotografías correspondían a mi segunda visita, el día en que el tiempo había sido tan desfavorable. La mayoría no eran más que confusas composiciones de nebulosidad. Recordaba tonos grises recubiertos de plata, una neblina deslizándose como un velo de gasa, mi aliento en la frontera entre el aire y el agua. Pero mi cámara no había captado nada de eso; tampoco era posible distinguir si las manchas oscuras que interrumpían el gris eran una piedra, un muro, un árbol o un bosque. Después de pasar media docena de fotos más, desistí. Las guardé en el bolsillo de la rebeca y bajé a la biblioteca.

Llevábamos aproximadamente media entrevista cuando reparé en el silencio. Estaba soñando, absorta, como siempre, en la infancia gemela de la señorita Winter. Reproduje la pista sonora de su voz, creí recordar un cambio de tono, que se había dirigido a mí, pero no conseguía recordar las palabras.

– ¿Qué? -dije.

– Su bolsillo -repitió-. Tiene algo en el bolsillo.

– Oh… Son fotografías… -Con un pie todavía en el limbo, a caballo entre su historia y mi vida, seguí farfullando-: De Angelfield.

Cuando salí de mi ensimismamiento las fotos ya estaban en sus manos.

Al principio las miró una a una detenidamente, forzando la vista a través de las gafas para intentar reconocer algo en las borrosas siluetas. Tras comprobar que las imágenes indescifrables se sucedían, dejó escapar un pequeño suspiro a lo Vida Winter, un suspiro que insinuaba que sus bajas expectativas se habían cumplido, y tensó la boca en una línea de desaprobación. Con la mano buena empezó a pasar las fotos por encima y para demostrar que había perdido toda esperanza de encontrar algo interesante, las iba arrojando sobre la mesa sin dedicarles apenas una ojeada.

El ritmo regular de las fotos aterrizando en la mesa me tenía hipnotizada. Formaban una pila desordenada, desplomándose unas sobre otras y resbalando por las escurridizas superficies de sus compañeras con un sonido que parecía decir «para nada, para nada, para nada».

Entonces el ritmo se detuvo. La señorita Winter estaba totalmente rígida sosteniendo una foto en alto y estudiándola con el entrecejo fruncido. «Ha visto un fantasma», pensé. Al rato, fingiendo no ser consciente de mi mirada, colocó la foto detrás de la docena aún pendiente, y siguió pasando y arrojando fotos como antes. Cuando la foto que había llamado su atención reapareció, la añadió al montón sin detenerse apenas a mirarla.

– Jamás habría adivinado que era Angelfield, pero si usted lo dice… -comentó con suma frialdad. Luego, con un movimiento en apariencia ingenuo, recogió las fotos y al tendérmelas se le cayeron-. Lo siento mucho, mi mano -murmuró mientras yo me agachaba a recogerlas, pero no me dejé engañar.

Y retomó la historia donde la había dejado.

Más tarde volví a mirar las fotos. Aunque la caída las había desordenado, no me fue difícil adivinar cuál era la que tanto le había impactado. En ese montón de imágenes grises y borrosas solo una destacaba realmente del resto. Me senté en el borde de la cama contemplando la foto y rememorando el instante. El desvanecimiento de la neblina y el calor del sol se habían unido en el momento justo para permitir que un rayo de luz cayera sobre un niño que posaba rígido ante la cámara con el mentón alto, la espalda recta y unos ojos que revelaban el temor a que en cualquier momento el casco amarillo se le resbalara de la cabeza.

¿Por qué le había impresionado tanto esa foto? Escudriñé el fondo, pero la casa, a medio demoler, era solo una mancha gris sobre el hombro derecho del niño. Más cerca, apenas se veían los barrotes de la valla de seguridad y una esquina del letrero de «No pasar».

¿Era el niño lo que había despertado su interés?

Estuve media hora dándole vueltas a la foto, y cuando decidí guardarla nada había resuelto. Tan perpleja me tenía que la metí en mi libreta, junto con la foto de una ausencia en un espejo.

Aparte de la foto del niño y el juego de Jane Eyre y el horno, poco más me perturbaba. A menos que el gato cuente. Sombra reparó en mis extraños horarios y arañaba mi puerta en busca de mimos a cualquier hora del día y de la noche. Apuraba trocitos de huevo o pescado de mi plato. Podía pasarme horas escribiendo y deambulando en el oscuro laberinto de la historia de la señorita Winter, pero por mucho que me olvidara de mí misma nunca era del todo ajena a la sensación de estar siendo observada, y cuando me abstraía más de la cuenta, era la mirada del gato la que parecía penetrar en mi confusión e iluminarme el camino de regreso a mi cuarto, mis notas, mis lápices y mi sacapuntas. Algunas noches hasta dormía conmigo en mi cama y me acostumbré a dejar las cortinas abiertas para que, si despertaba, pudiera sentarse en el alféizar y ver movimientos en la oscuridad invisibles para el ojo humano.

Eso es todo. Aparte de esos detalles, no había nada más. Solo el eterno crepúsculo y la historia.

Desmoronamiento

Isabelle se había ido. Hester se había ido. Charlie se había ido. La señorita Winter me habló entonces de otras pérdidas.

Arriba, en el desván, apoyé la espalda contra la crujiente pared y empujé para obligarla a ceder. Luego aflojé. Así una y otra vez. Estaba tentando a la suerte. ¿Qué ocurriría, me preguntaba, si la pared se desplomara? ¿Se hundiría el tejado? ¿Cederían las tablas del suelo con el peso de la caída? ¿Era posible que las tejas, las vigas y la piedra atravesaran los techos, hundiendo camas y cajas, como si de un terremoto se tratara? ¿Y qué pasaría luego? ¿Se detendría ahí? ¿Hasta dónde podría llegar? Seguí empujando, provocando a la pared, desafiándola a caer, pero no cayó. Incluso bajo coacción, resulta sorprendente lo que una pared muerta es capaz de aguantar.

En medio de la noche me desperté con un retumbo en los oídos. El estruendo ya había cesado, pero aún me resonaba en los tímpanos y el pecho. Salté de la cama y corrí hasta las escaleras seguida de Emmeline.

Alcanzamos el descansillo al mismo tiempo que John, que dormía en la cocina, llegaba a las escaleras. De pie, en medio del vestíbulo, estaba el ama, en camisón, mirando hacia arriba. A sus pies había un enorme bloque de piedra y en el techo, directamente encima de su cabeza, un agujero. En el aire flotaba un polvo gris que subía y bajaba, sin decidirse a aposentarse. Fragmentos de yeso, argamasa y madera seguían cayendo de arriba, con un sonido que hacía pensar en ratones dispersándose, y yo notaba los respingos de Emmeline cada vez que un tablón o un ladrillo se desplomaba en las plantas superiores.

Los escalones de piedra estaban fríos, luego astillas y pedacitos de yeso se me fueron clavando en los pies. En medio de los cascotes con los remolinos de polvo asentándose lentamente a su alrededor, el ama semejaba un fantasma. Polvo gris en el pelo, polvo gris en la cara y las manos, polvo gris en los pliegues de su largo camisón. Estaba completamente inmóvil, mirando hacia arriba. Me acerqué a ella y uní mi mirada a la suya. Vimos el agujero en el techo y a través de él otro agujero en otro techo y encima otro techo con otro agujero. Vimos el papel de peonías del primer dormitorio, el dibujo del enrejado de hiedra de la habitación superior y las paredes de color gris claro del pequeño cuarto del desván. Y por encima de todo eso, muy por encima de nuestras cabezas, vimos el agujero del tejado y el cielo. No había estrellas.

Le cogí la mano.

– Vamos -dije-, no sirve de nada mirar.

Tiré de ella y me siguió como una niña pequeña.

– Voy a acostarla -le dije a John.

Blanco como un fantasma, asintió con la cabeza.

– Sí -dijo con la voz espesa como el polvo. Casi no podía mirar al ama. Hizo un gesto lento en dirección al techo. Fue el gesto lento de un hombre a punto de ahogarse en una corriente-. Y yo empezaré a arreglar todo esto.

Una hora después, cuando el ama ya dormía bien arropada en su cama, con un camisón limpio y recién lavada, él seguía allí. Tal como lo había dejado, mirando fijamente el lugar donde el ama había estado.

A la mañana siguiente, cuando el ama no apareció en la cocina, fui yo quien entró en su cuarto para despertarla, pero no pude. Su alma se había marchado por el agujero del tejado.

– La hemos perdido -le dije a John en la cocina-. Está muerta.

El semblante de John no se alteró un ápice. Siguió mirando por encima de la mesa de la cocina, como si no me hubiera oído.

– Sí -dijo al fin con una voz que no esperaba ser oída-. Sí.

Parecía que el mundo se hubiera detenido. Yo solo deseaba una cosa: quedarme sentada como John, inmóvil, contemplando el vacío, sin hacer nada. Pero el tiempo no se había detenido. Todavía notaba los latidos de mi corazón midiendo los segundos. Notaba el hambre creciendo en mi estómago y la sed en mi garganta. Me sentía tan triste que pensé que me moriría, pero estaba escandalosa y absurdamente viva, tan viva que juro que podía notar cómo me crecían las uñas y el pelo.

Pese al peso insoportable que me aplastaba el corazón, no podía, como John, entregarme al sufrimiento. Hester se había ido; Charlie se había ido; el ama se había ido; John, a su manera, se había ido, aunque esperaba que encontrara la forma de volver. Entretanto, la niña en la neblina iba a tener que salir de las sombras. Había llegado el momento de dejar de jugar y crecer.