Выбрать главу

– Pondré agua a hervir -dije-. Te prepararé una taza de té.

No era mi voz. Otra muchacha, una muchacha sensata, competente y normal, se había abierto paso a través de mi piel y había tomado el mando. Parecía saber exactamente qué debía hacerse. Mi asombro era solo parcial. ¿Acaso no me había pasado media vida observando a la gente vivir sus vidas? ¿Observando a Hester, observando al ama, observando a los vecinos del pueblo?

Me replegué en silencio mientras la muchacha competente ponía agua a hervir, calculaba las hojas, las removía y servía el té. Puso dos cucharadas de azúcar en la taza de John, tres en la mía. Entonces bebí, y cuando el té dulce y caliente alcanzó mi estómago, dejé finalmente de temblar.

El jardín plateado

Antes de despertar por completo tuve la sensación de que algo había cambiado. Un instante después, antes incluso de abrir los ojos, supe de qué se trataba: había luz.

Adiós a las sombras que habían estado merodeando por mi habitación desde el comienzo del mes, adiós a los rincones sombríos y el aire lúgubre. La ventana era un rectángulo claro y por ella entraba una claridad que iluminaba cada detalle de mi habitación. Llevaba tanto tiempo sin verla que la dicha se apoderó de mí, como si no fuera únicamente una noche lo que había terminado, sino el invierno entero. Como si hubiese llegado la primavera.

El gato estaba en el antepecho de la ventana mirando fijamente el jardín. Al oírme, bajó de un salto y arañó la puerta con las patas, pidiendo salir. Me vestí, me puse el abrigo y bajamos con sigilo a la cocina.

Caí en la cuenta de mi error en cuanto salí. No era de día. Lo que brillaba en el jardín, ribeteando de plata las hojas y acariciando el contorno de las estatuas, no era el sol sino la luna. Me detuve en seco y la miré. Era un círculo perfecto, suspendido pálidamente en un cielo sin nubes. Hechizada, me habría quedado allí hasta el alba, pero el gato, impaciente, se arrimó a mis tobillos pidiendo mimos y me agaché para acariciarlo. En cuanto lo toqué se apartó de mí, luego se detuvo a unos metros y miró por encima de su hombro.

Me subí el cuello del abrigo, hundí mis ateridas manos en los bolsillos y lo seguí.

Primero me llevó por el camino herboso que transcurría entre los largos arriates. A nuestra izquierda el seto de tejos brillaba con fuerza; a nuestra derecha, de espaldas a la luna, el seto estaba oscuro. Doblamos por el jardín de las rosas, donde los arbustos podados semejaban estacas de ramas muertas, pero los cuidadísimos macizos de boj que los rodeaban formando sinuosos dibujos isabelinos jugaban al escondite con la luna, mostrando aquí plata, allí ébano. Me habría detenido una docena de veces -una hoja de hiedra girada lo justo para atrapar por completo la luz de la luna, la aparición repentina del enorme roble dibujado con una claridad sobrenatural contra el cielo blanquecino-, pero no podía. El gato seguía avanzando resuelto, con la cola en alto como la sombrilla de un guía turístico indicando «por aquí, síganme». En el jardín tapiado se subió al muro que rodeaba el estanque de la fuente y recorrió la mitad de su perímetro sin prestar atención al reflejo de la luna que centelleaba en el agua como una moneda brillante en el fondo. Cuando estuvo frente a la entrada arqueada del invernadero, saltó del muro y caminó hacia ella.

Se detuvo debajo del arco. Miró a izquierda y derecha con detenimiento. Divisó algo y se escabulló en esa dirección, desapareciendo de mi vista.

Intrigada, me acerqué de puntillas al arco y miré a mi alrededor.

Un invernadero rebosa de colorido si lo ves en el momento adecuado del día, en el momento adecuado del año. Para cobrar vida, necesita en gran medida de la luz del día. El visitante de medianoche ha de aguzar la vista para apreciar sus atractivos. Demasiada oscuridad para distinguir las hojas de eléboro, bajas y espaciadas, sobre la tierra negra; demasiado pronto en la estación para disfrutar del brillo de las campanillas de invierno; demasiado frío para que el torvisco desprendiera su fragancia. Había incluso avellana de bruja; pronto sus ramas se cubrirían de trémulas borlas amarillas y naranjas, pero por ahora las ramas eran su principal atracción. Delgadas y desnudas, se retorcían con elegante contención, formando delicados nudos.

A sus pies, encorvada sobre el suelo, divisé la silueta de una figura humana.

La miré petrificada.

La figura respiraba y se movía con mucho esfuerzo, emitiendo jadeos y gruñidos entrecortados.

Durante un largo y lento segundo mi mente trató de explicarse la presencia de otro ser humano en el jardín de la señorita Winter en mitad de la noche. Algunas cosas las supe al instante, sin necesidad de pensarlas. Para empezar, la persona arrodillada en el suelo no era Maurice. Pese a tratarse de la persona con más probabilidades de estar en el jardín, en ningún momento se me pasó por la cabeza que pudiera ser él. Esa no era su constitución enjuta y nervuda, esos no eran sus movimientos comedidos. Tampoco era Judith. ¿La pulcra y sosegada Judith, con sus inmaculadas uñas, su pelo impecable y sus zapatos lustrosos, arrastrándose por el jardín en mitad de la noche? Imposible. No necesitaba tener en cuenta esas dos opciones, de modo que no lo hice.

Durante ese segundo mi mente viajó cien veces entre dos pensamientos.

Era la señorita Winter.

Era la señorita Winter porque… porque lo era. Lo intuía. Lo sabía. Era ella, seguro.

No podía ser ella. La señorita Winter estaba débil y enferma. La señorita Winter nunca abandonaba su silla de ruedas. La señorita Winter estaba demasiado dolorida para ponerse a arrancar hierbajos y no digamos acuclillarse en el suelo helado y remover la tierra de manera tan frenética.

No era la señorita Winter.

Pero no obstante, increíblemente, pese a todo, lo era. Ese primer momento fue largo y desconcertante. El segundo, cuando finalmente llegó, fue inesperado.

La figura se detuvo en seco… se dio la vuelta… se levantó… y lo supe.

Eran los ojos de la señorita Winter. Verdes, brillantes, sobrenaturales.

Pero no era la cara de la señorita Winter.

Carne parcheada cubierta de manchas y cicatrices, surcada de grietas más profundas que las que podía abrir la edad. Dos bolas disparejas por mejillas. Los labios torcidos: una mitad un arco perfecto que hablaba de una antigua belleza, la otra un injerto contrahecho de carne blanquecina.

¡Emmeline! ¡La hermana gemela de la señorita Winter! ¡Viva y habitando en esta casa!

Mi mente era un torbellino, la sangre estallaba en mis oídos, la impresión me tenía paralizada. Ella me miraba sin pestañear y advertí que estaba menos asustada que yo. No obstante, ambas parecíamos igual de fascinadas. Semejábamos dos estatuas.

Ella fue la primera en reponerse. En un gesto apremiante, me tendió una mano negra, cubierta de tierra, y con voz ronca bramó una serie de sonidos sin sentido.

El estupor ralentizó mi respuesta; no fui capaz ni de balbucir su nombre antes de que se diera la vuelta y se alejara con paso presto, con el cuerpo echado hacia delante y los hombros encorvados. El gato emergió de las sombras. Se desperezó con calma y, sin mirarme siquiera, partió tras ella. Desaparecieron bajo el arco y me quedé sola. Sola con una parcela de tierra removida.

Conque zorros.

Una vez que se fueron podría haberme dicho a mí misma que lo había imaginado, que había estado caminando sonámbula mientras soñaba que la hermana gemela de Adeline se me aparecía y me susurraba un mensaje secreto e ininteligible. Pero yo sabía que no había sido un sueño. Y aunque ya no podía ver a Emmeline, podía oír su tarareo. Ese exasperante e inarmónico fragmento de cinco notas. La la la la la.

Me quedé quieta, escuchándolo, hasta que se apagó por completo.

Entonces me di cuenta de que tenía las manos y los pies helados y me encaminé hacia la casa.

El alfabeto fonético

Habían transcurrido muchos años desde que aprendiera el alfabeto fonético. Todo comenzó por una tabla de un libro de lingüística que había en la librería de papá. Un fin de semana que no tenía nada que hacer abrí aquel libro y quedé prendada de los signos y símbolos que aparecían en la tabla. Había letras que conocía y letras que no. Había enes mayúsculas que no sonaban como las enes minúsculas e íes griegas mayúsculas que no sonaban como las íes griegas minúsculas. Otras letras, enes, des, eses y zetas, tenían graciosos rizos y rabitos, y podías poner el palito a haches, íes y úes como si fueran tes. Me encantaban esos híbridos locos y extravagantes: llenaba hojas enteras con emes que se convertían en jotas y uves que se encaramaban precariamente sobre diminutas oes cual perros de circo sobre pelotas. Mi padre tropezó con mis hojas de símbolos y me enseñó los sonidos que acompañaban a cada uno. Descubrí que en el alfabeto fonético internacional podías escribir palabras que semejaban números, palabras que semejaban códigos secretos, palabras que semejaban lenguas perdidas.

Yo necesitaba una lengua perdida. Una con la que poder comunicarme con los seres perdidos. Solía escribir una palabra concreta una y otra vez. El nombre de mi hermana. Un talismán. Lo escribía en un trozo de papel que doblaba con sumo cuidado y llevaba siempre conmigo. En invierno vivía en el bolsillo de mi abrigo, en verano me hacía cosquillas en el tobillo, dentro del pliegue del calcetín. Por la noche me dormía con el trocito de papel aferrado en la mano. Pese al cuidado que ponía, no siempre tenía esos papelitos localizados. Los perdía, hacía otros nuevos, luego tropezaba con los viejos. Cuando mi madre intentaba arrancarme el papel de los dedos, me lo tragaba para frustrar sus intenciones, aunque tampoco habría sabido leerlo. No obstante, el día en que vi a mi padre sacar un papel gastado y gris del fondo de un cajón lleno de porquerías y desdoblarlo, no intenté detenerle. Cuando leyó el nombre secreto pareció que el rostro se le partía, y sus ojos, cuando me miraron, eran un pozo de pesar.