¿Qué me ocurrió en ese momento? Dentro de mi cabeza todo se hizo pedazos y se recompuso de otra manera, en una de esas reorganizaciones calidoscópicas de que el cerebro es capaz.
Tenía una hermana gemela.
Desoyendo el tumulto en mi cabeza, mis dedos curiosos desdoblaron otra hoja de papel.
Un certificado de defunción.
Mi hermana gemela había muerto.
Entonces supe qué era lo que me había marcado.
Aunque el descubrimiento me dejó estupefacta, no estaba sorprendida. Siempre había tenido una sensación, la certeza -demasiado familiar para haber necesitado palabras- de que había algo. Una cualidad diferente en el aire a mi derecha, una concentración de luz. Algo en mí que hacía vibrar el espacio vacío. Mi sombra blanca.
Apretando las manos contra mi costado derecho, agaché la cabeza, la nariz casi pegada al hombro. Era un antiguo gesto, un gesto que siempre hacía en momentos de dolor, de turbación, de cualquier clase de tensión. Demasiado familiar para haberlo analizado hasta ese momento, el hallazgo desveló su significado. Buscaba a mi gemela donde debería haber estado, a mi lado.
Cuando vi los dos documentos y cuando el mundo se hubo calmado lo suficiente para volver a girar sobre su lento eje, pensé: «Entonces es esto». Pérdida. Tristeza. Soledad. Había una sensación que me había mantenido alejada de la gente -y me había acompañado- durante toda la vida, y al haber encontrado los certificados sabía qué causaba esa sensación. Era mi hermana.
Al cabo de un largo rato oí abrirse la puerta de la cocina. Presa de un fuerte hormigueo en las pantorrillas, llegué hasta el rellano y la señora Robb apareció al pie de la escalera.
– ¿Va todo bien, Margaret?
– Sí.
– ¿Necesitas algo?
– No.
– Ven a casa si necesitas cualquier cosa.
– Vale.
– Papá y mamá no tardarán en llegar.
Y se marchó.
Devolví los documentos a la lata y la guardé debajo de la cama. Salí del dormitorio y cerré la puerta. Delante del espejo del cuarto de baño sentí el impacto del contacto al fundirse mis ojos en los de otra persona. Mi rostro se estremeció bajo su mirada. Podía notar el esqueleto bajo mi piel.
Al cabo de un rato, oí los pasos de mis padres en la escalera.
Abrí la puerta del cuarto de baño y papá me dio un abrazo en el rellano.
– Buen trabajo -dijo-. Sobresaliente.
Mamá estaba pálida y parecía cansada. Seguro que la salida le había provocado una de sus jaquecas.
– Sí -dijo-, buena chica.
– ¿Qué tal te ha ido estar sola en casa, cariño?
– Muy bien.
– Ya lo sabía -dijo papá. Luego, incapaz de contenerse, me dio otro achuchón, exultante, con los dos brazos, y me plantó un beso en la coronilla-. Hora de acostarte. Y no te quedes leyendo hasta muy tarde.
– No.
Después oí a mis padres preparándose para ir a la cama. Papá abría el botiquín para coger las pastillas de mamá y llenaba un vaso de agua. Su voz decía, como tantas otras veces: «Te sentirás mejor después de una buena noche de sueño». Luego la puerta de la habitación de invitados se cerró. Instantes después la cama del otro cuarto crujió y oí el click del interruptor de la luz al apagarse.
Yo sabía algo sobre los gemelos. Una célula que en principio debe convertirse en una persona se convierte, inexplicablemente, en dos personas idénticas.
Yo era una gemela.
Mi gemela estaba muerta.
¿En qué me convertía eso ahora?
Bajo las sábanas, apreté mi mano contra la media luna de color rosa plateado que tenía en el torso. La sombra que mi hermana había dejado atrás. Como una arqueóloga de la carne, exploré mi cuerpo en busca de pruebas de su historia pasada. Estaba fría como un cadáver.
Con la carta todavía en la mano, salí de la librería y subí a mi casa. La escalera se iba estrechando a medida que subía las tres plantas de libros. Por el camino, mientras iba apagando luces a mi paso, empecé a preparar frases para escribir una amable carta de rechazo. Yo, podía decirle a la señorita Winter, no era la biógrafa que necesitaba. La literatura contemporánea no me interesaba. No había leído ni uno solo de sus libros. Me sentía cómoda en las bibliotecas y los archivos y jamás había entrevistado a un escritor vivo. Estaba más a gusto con los muertos y, a decir verdad, los vivos me daban miedo.
Aunque probablemente no hacía falta que escribiera esto último.
No tenía ganas de ponerme a cocinar. Bastaría con una taza de chocolate.
Mientras aguardaba a que la leche se calentara miré por la ventana. En el cristal de la noche había una cara tan pálida que a través de ella podía verse la negrura del cielo. Uní mi mejilla a su mejilla fría y vítrea. Si nos hubierais visto habríais sabido que, de no ser por el cristal, no había nada que nos diferenciara.
Trece cuentos
«Cuénteme la verdad.» Las palabras de la carta estaban atrapadas en mi cabeza, atrapadas, se diría, bajo el techo inclinado de mi buhardilla, como un pájaro que se ha colado por la chimenea. Era lógico que la petición del muchacho me hubiera afectado; a mí, a quien nunca habían contado la verdad y habían dejado que la descubriera sola y a escondidas. «Cuénteme la verdad.» Bien dicho.
Pero decidí borrar las palabras y la carta de mi cabeza.
Se acercaba la hora. Me moví con rapidez. En el cuarto de baño me lavé la cara con jabón y me cepillé los dientes. A las ocho menos tres minutos ya estaba en zapatillas y camisón, esperando a que el agua rompiera a hervir. Vamos, vamos. Un minuto para las ocho. Mi bolsa de agua caliente estaba lista y llené un vaso con agua del grifo. El tiempo era de vital importancia, pues a las ocho en punto el mundo se detenía. Era la hora de la lectura.
Las horas comprendidas entre las ocho de la noche y la una o las dos de la madrugada siempre han sido mis horas mágicas. Sobre la colcha de chenilla azul, las páginas blancas de mi libro, alumbradas por el círculo de luz de la lámpara, constituían la puerta de entrada a otro mundo. Pero esa noche la magia falló. Los hilos argumentales que había dejado suspendidos la noche anterior se habían destensado a lo largo del día y me di cuenta de que no conseguía interesarme por cómo acabarían entrecruzándose. Me esforzaba por agarrarme a una hebra del argumento, pero en cuanto lo conseguía aparecía una voz -«Cuénteme la verdad»- que deshacía el nudo y la dejaba otra vez suelta.
Mi mano revoloteó entonces por los favoritos de siempre: La dama de blanco, Cumbres borrascosas, Jane Eyre…
Pero fue en vano. «Cuénteme la verdad…»
Hasta entonces la lectura nunca me había fallado; siempre había sido mi única seguridad. Apagué la luz, apoyé la cabeza en la almohada y traté de conciliar el sueño.
Ecos de una voz. Fragmentos de una historia. En la oscuridad podía oírlos con más fuerza. «Cuénteme la verdad…»
A las dos de la madrugada me levanté, me puse unos calcetines, abrí la puerta del piso y, abrigada con mi bata, descendí con sigilo por la escalera estrecha y entré en la librería.
En la parte trasera hay un cuarto diminuto, apenas mayor que un armario, que utilizamos cuando tenemos que embalar libros para enviarlos por correo. En el cuarto hay una mesa y un estante con pliegos de papel de embalar, tijeras y un rollo de cordel. También hay un sencillo armario de madera que contiene alrededor de una docena de libros.
El contenido del armario apenas varía. Si hoy asomarais la cabeza veríais lo mismo que yo vi esa noche: un libro sin tapa tumbado y, al lado, un feo tomo estampado en piel; un par de libros en latín colocados verticalmente; una Biblia vieja; tres volúmenes de botánica; dos de historia y un libro desbaratado de astronomía; un libro en japonés, otro en polaco y algunos poemas en inglés antiguo. ¿Por qué guardamos esos libros aparte? ¿Por qué no están con el resto de sus compañeros, en las estanterías cuidadosamente etiquetadas? El armario es el lugar donde guardamos lo esotérico, lo valioso, lo raro. Esos libros valen tanto como el contenido del resto de la tienda junto o incluso más. El libro que yo iba buscando -un pequeño ejemplar de tapa dura de unos diez centímetros por quince, editado hacía apenas cincuenta años- desentonaba al lado de todas esas antigüedades. Había aparecido en el armario dos meses atrás, imaginaba que por un despiste de papá, y era mi intención preguntarle uno de esos días por él y asignarle otro lugar. No obstante, por si las moscas, me puse los guantes blancos. Siempre tenemos guantes blancos en el armario para utilizarlos cuando manipulamos los libros porque, por una extraña paradoja, si bien los libros adquieren vida cuando los leemos, la grasa de nuestras yemas los destruyen cuando pasamos las páginas. En cualquier caso, con su cubierta en rústica impecable y las esquinas intactas, el libro, parte de una popular serie bastante bien editada por un sello ya desaparecido, se encontraba en buen estado. Un atractivo ejemplar y una primera edición, pero no la clase de libro que podría considerarse un tesoro. En los mercadillos benéficos y las ferias de los pueblos se venden otros ejemplares de esa misma serie por solo unos peniques.
La cubierta en rústica era verde y crema: un dibujo uniforme que semejaba las escamas de un pez formaba el fondo, y encima había dos rectángulos lisos, uno para la silueta de una sirena y otro para el título y el nombre de la autora. Trece cuentos de cambio y desesperación, de Vida Winter.
Cerré el armario, devolví la llave y la linterna a su lugar y regresé a la cama con el libro en mi mano enguantada.
No pretendía leerlo, y lo digo en sentido literal. Unas cuantas frases era cuanto necesitaba. Algo que fuera lo bastante impactante, lo bastante fuerte para acallar las palabras de la carta que seguían resonando en mi cabeza. Un clavo saca otro clavo, dice la gente. Un par de frases, quizá una página, y podría conciliar el sueño.