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– ¿Realmente lo cree necesario? -Yo era todo lágrimas y ojos verdes; Emmeline no era la única que sabía actuar como una mujer.

– Bueno, seguro que vosotras…

– Lo digo porque la última vez que alguien vino a cuidar de nosotras… Se acuerda de nuestra institutriz, ¿verdad?

Y le lancé una mirada tan malvada y fugaz que al médico le costó creer lo que veía. Tuvo la decencia de sonrojarse y desvió la mirada. Cuando la posó de nuevo en mí, yo volvía a ser toda esmeraldas y brillantes.

El muchacho carraspeó.

– Podría venir mi abuela, señor. No quiero decir que se quede, sino que se pase un rato por aquí todos los días.

Desconcertado, el doctor Maudsley meditó esa posibilidad. Era una salida, y él estaba buscando alguna.

– Muy bien, Ambrose, creo que esa será una buena solución. Al menos de momento. Estoy seguro de que vuestro tío volverá muy pronto; en tal caso no habrá necesidad, como dices, de… bueno… de…

– Efectivamente. -Me levanté con suavidad-. Entonces, si a usted no le importa hablar con la funeraria, yo me encargaré de hablar con el párroco. -Le tendí una mano-. Gracias por venir tan deprisa.

El hombre había perdido todo su temple. Siguiendo mi ejemplo, se puso en pie y noté el breve roce de sus dedos en los míos. Estaban sudorosos.

Buscó una vez más mi nombre en mi cara. ¿Adeline o Emmeline? ¿Emmeline o Adeline? Eligió la única opción segura.

– Mi pésame más sincero por la pérdida del señor Digence, señorita March.

– Gracias, doctor. -Y oculté mi sonrisa tras un velo de lágrimas.

El doctor Maudsley se despidió del muchacho con la cabeza y cerró la puerta tras de sí.

Era el turno del muchacho.

Esperé a que el médico se hubiera marchado. Entonces abrí la puerta y le invité a salir.

– Por cierto -dije cuando alcanzó el umbral, en un tono que dejaba claro que yo era la señora de la casa-, no hace falta que venga tu abuela.

Me miró con curiosidad. Él sí veía los ojos verdes y la muchacha que había dentro.

– Tanto mejor -dijo tocándose despreocupadamente la visera de la gorra-, porque no tengo abuela.

«Te ayudaré», había dicho, pero no era más que un muchacho. Aun así sabía conducir la tartana.

Al día siguiente nos llevó al despacho del abogado en Banbury, yo a su lado y Emmeline en el asiento trasero. Después de aguardar un cuarto de hora bajo la mirada vigilante de la recepcionista, pasamos finalmente al despacho del señor Lomax. El hombre miró a Emmeline, me miró a mí y dijo:

– No necesito preguntar quiénes son.

– Nos encontramos en un pequeño apuro -le dije-. Mi tío está de viaje y nuestro jardinero ha fallecido. Fue un accidente. Un trágico accidente. Dado que el hombre no tiene familiares y ha trabajado toda su vida para nosotros, creo que nuestra familia debería correr con los gastos del entierro, pero andamos algo escasas de…

Los ojos del abogado viajaron hasta Emmeline y volvieron a mí.

– Le ruego que disculpe a mi hermana; no está muy bien. -Emmeline ofrecía un aspecto muy extraño. Le había dejado ponerse uno de sus vestidos pasados de moda y sus ojos eran demasiado bellos para dejar sitio a algo tan mundano como la inteligencia.

– Sí -dijo el señor Lomax, y bajó comprensivamente el tono de voz-. Algo había oído al respecto.

Respondiendo a su amabilidad, me incliné sobre la mesa y le confié:

– Y claro, con mi tío… bueno, usted ya ha tratado en varias ocasiones con él, de modo que seguro que ya lo sabe. Las cosas con él tampoco son siempre fáciles. -Le ofrecí mi mirada más transparente-. De hecho, es un verdadero placer poder hablar con alguien sensato para variar.

El hombre repasó mentalmente los rumores que había oído. Una de las gemelas no estaba del todo bien, decían. Pues es evidente que la otra no tiene un pelo de tonta, concluyó.

– El placer es mutuo, señorita… Disculpe, pero, ¿le importaría recordarme el apellido de su padre?

– El apellido al que se refiere es March, pero nos hemos acostumbrado a que se nos conozca por el apellido de nuestra madre. En el pueblo nos llaman las gemelas Angelfield. Nadie recuerda al señor March, y nosotras todavía menos. No tuvimos la oportunidad de conocerlo y no mantenemos ninguna relación con su familia. Muchas veces he pensado que deberíamos cambiarnos oficialmente el apellido.

– Eso es posible. ¿Por qué no? Es muy sencillo.

– Pero lo haremos otro día. El asunto de hoy…

– Por supuesto. Permítame que la tranquilice en lo referente al entierro. Si no me equivoco, usted no sabe cuándo regresará su tío.

– Puede que estemos hablando de mucho tiempo -dije, lo cual no era exactamente una mentira.

– No se preocupe. Si no regresa a tiempo para hacerse cargo de los gastos, lo haré yo en su nombre y lo solucionaremos a su regreso.

Dibujé en mi cara el alivio que el hombre estaba buscando y mientras el placer de haber sido capaz de quitarme ese peso de encima seguía fresco en él, le asedié con una docena de preguntas sobre qué pasaría si una chica como yo, con la responsabilidad de una hermana como la mía, sufría la desgracia de perder a su tutor para siempre. En pocas palabras me explicó toda la situación y comprendí claramente los pasos que tendría que dar y cuándo tendría que hacerlo.

– ¡Pero nada de eso debería preocuparle ahora! -concluyó, como si se hubiera dejado llevar por la descripción del inquietante panorama y deseara poder retirar tres cuartas partes de lo que había dicho-. Después de todo, su tío no tardará en volver.

– ¡Dios lo quiera!

Estábamos en la puerta cuando el señor Lomax recordó lo más importante.

– ¿No habrá dejado por casualidad una dirección?

– ¡Ya conoce a mi tío!

– Lo imaginaba. ¿No sabrá, al menos, por dónde anda?

El señor Lomax me caía bien, pero eso no me impedía mentirle si tenía que hacerlo. En una chica como yo, mentir era un acto reflejo.

– Sí… digo, no.

Me miró con gravedad.

– Porque si no sabe dónde está… -Su mente volvió sobre los trámites legales que acababa de enumerarme.

– Bueno, puedo decirle adonde dijo que se iba.

El señor Lomax me miró enarcando las cejas.

– Dijo que se iba a Perú.

Los redondos ojos del señor Lomax se abrieron de par en par y la mandíbula le quedó colgando.

– Naturalmente, usted y yo sabemos que eso es absurdo -terminé-. Mi tío no puede estar en Perú, ¿verdad?

Y con mi sonrisa más serena y competente cerré la puerta tras de mí, dejando al señor Lomax preocupándose en mi nombre.

Llegó el día del entierro y todavía no había tenido una oportunidad de llorar. Cada día había surgido algo. Primero fue el párroco, luego los aldeanos que llegaban cautamente a la puerta para preguntar sobre coronas y flores. Incluso vino la señora Maudsley, cortés pero fría, como si el delito de Hester me hubiera contaminado.

– La señora Proctor, la abuela del muchacho, se ha portado de maravilla -le dije-. Dele las gracias de mi parte a su marido por la idea.

Mientras todo eso ocurría, yo abrigaba la sospecha de que el joven Proctor no me quitaba el ojo de encima, aunque nunca conseguía pillarle in fraganti.

El entierro de John tampoco era un lugar adecuado para llorar. De hecho, era el menos adecuado. Porque yo era la señorita Angelfield. ¿Y quién era él? Un simple jardinero.

Después del oficio religioso, mientras el párroco hablaba amable e inútilmente con Emmeline -¿Le gustaría asistir a misa más a menudo? El amor de Dios es una bendición para todas sus criaturas-, me dediqué a escuchar al señor Lomax y al doctor Maudsley, que estaban de espaldas a mí, creyendo que no podía oírles.

– Una chica competente -le dijo el abogado al doctor-. Creo que todavía no comprende del todo la gravedad de la situación. ¿Se da cuenta de que nadie conoce el paradero de su tío? Pero cuando la comprenda, estoy seguro de que sabrá hacerle frente. He iniciado los trámites para resolver la cuestión monetaria. Lo que más le preocupaba a la muchacha era poder pagar el entierro del jardinero. Ciertamente, un corazón bondadoso el que acompaña a esa cabeza juiciosa.

– Sí -coincidió débilmente el médico.

– Siempre tuve la impresión… aunque ignoro por qué… de que las dos no estaban… del todo bien. Pero ahora que las he conocido es evidente que solo es una la afectada, por fortuna. Claro que usted, siendo su médico, probablemente siempre lo supo.

El doctor murmuró algo que no pude oír.

– ¿Qué? -preguntó el abogado-. ¿Neblina, ha dicho?

No hubo respuesta y el abogado formuló otra pregunta.

– Sin embargo, ¿quién es quién? No pude aclararlo el día en que vinieron a verme. ¿Cómo se llama la hermana juiciosa?

Me volví lo justo para poder observarlos por el rabillo del ojo. El médico me estaba mirando con la misma expresión que durante el oficio. ¿Dónde estaba la niña inanimada que había tenido varios meses viviendo en su casa? La niña que no podía levantar una cuchara ni pronunciar una palabra en inglés, y no digamos dar instrucciones para un entierro y hacer preguntas inteligentes a un abogado. Comprendía el origen de su desconcierto.

Sus ojos viajaban de mí a Emmeline, y de ella a mí.

– Creo que es Adeline.

Vi cómo sus labios pronunciaban ese nombre y sonreí mientras todas sus teorías y experimentos médicos caían desmoronados a sus pies.

Me volví hacia ellos y les saludé con una mano, un gesto de agradecimiento por haber asistido al entierro de un hombre al que apenas conocían para ofrecerme su apoyo. Así lo interpretó el abogado. Puede que el médico le diera una interpretación muy diferente.