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Alzó una mano y palpó la longitud.

– Más corto -dijo.

Recuperé las tijeras y seguí cortando.

El muchacho seguía apareciendo todas las mañanas. Cavaba, desherbaba, plantaba y abonaba. Yo suponía que continuaría trabajando hasta cobrar el dinero que le debíamos, pero cuando el abogado me entregó una suma en efectivo -«Para que puedan mantenerse hasta que vuelva su tío»- y le pagué, siguió viniendo a trabajar. Le observaba desde las ventanas de arriba. Alguna que otra vez el muchacho levantaba la vista y yo daba un salto atrás, pero un día me vio y me saludó con la mano. No le devolví el saludo.

Todas las mañanas dejaba hortalizas en la puerta de la cocina, a veces junto con un conejo desollado o una gallina desplumada, y todas las tardes recogía las mondaduras para el abono. Se entretenía en la puerta, y como ya le había pagado casi siempre tenía un cigarrillo en los labios.

Yo había agotado los cigarrillos de John y me fastidiaba que el muchacho pudiera fumar y yo no. Nunca se lo dije, pero un día, estando él con el hombro apoyado en el marco de la puerta, me descubrió mirando el paquete de cigarrillos de su bolsillo superior.

– Te cambio uno por una taza de té -dijo.

Entró en la cocina -era la primera vez que entraba desde la muerte de John- y se sentó en la silla de John con los codos sobre la mesa. Yo me senté en la silla del rincón, donde solía sentarse el ama. Bebimos el té en silencio, lanzando bocanadas de humo que viajaban hacia el deslucido techo en forma de perezosas nubes y espirales. Después de dar la última calada a nuestros respectivos cigarrillos y apagarlos cada uno en su plato, se levantó sin decir una palabra, salió de la cocina y regresó a su trabajo. Al día siguiente, cuando llamó a la puerta con las verduras, entró directamente en la cocina, se sentó en la silla de John y me dio un cigarrillo antes incluso de que yo hubiera puesto el agua a hervir.

No hablábamos, pero teníamos nuestras propias costumbres.

Emmeline, que nunca se levantaba antes del mediodía, a veces pasaba la tarde en el jardín contemplando al muchacho hacer su trabajo. Yo la reñía.

– Eres la hija de la casa. Él es el jardinero. ¡Por el amor de Dios, Emmeline!

Pero era inútil. Emmeline esbozaba su lenta sonrisa a toda persona que conseguía fascinarla. Yo los vigilaba de cerca, teniendo presenté lo que el ama me había dicho sobre los hombres que no podían ver a Isabelle sin desear tocarla. Pero el muchacho no daba muestras de desear tocar a Emmeline, aun cuando le hablara con ternura y le gustara hacerla reír. No obstante, la situación me inquietaba.

A veces los observaba desde una ventana de arriba. Un día soleado vi a Emmeline tumbada en la hierba con la cabeza descansando en la mano y el codo apoyado en el suelo. La postura hacía resaltar la curva que ascendía desde la cintura hasta la cadera. Él volvió la cabeza para responder a algo que ella había dicho, y mientras la miraba, Emmeline rodó sobre su espalda, levantó una mano y se apartó un mechón de la frente. Fue un gesto lánguido, sensual, que me hizo sospechar que a ella no le importaría que él la tocara.

No obstante, cuando el muchacho terminó de decir lo que estaba diciendo, se dio la vuelta, como si no lo hubiera notado, y siguió trabajando.

Al día siguiente estábamos fumando en la cocina. Por una vez, rompí nuestro silencio.

– No toques a Emmeline -le dije.

Me miró sorprendido.

– No la he tocado.

– Bien. Pues no lo hagas.

Pensé que con eso había terminado. Dimos otra calada a nuestros cigarrillos y me dispuse a retomar el silencio cuando, tras soltar el humo, él habló de nuevo.

– No quiero tocar a Emmeline.

Le oí. Oí lo que dijo. Esa curiosa entonación. Oí lo que quería decir.

Sin mirarle, di otra calada a mi cigarrillo. Sin mirarle, expulsé lentamente el humo.

– Ella es más amable que tú -dijo.

Mi cigarrillo no estaba ni a la mitad, pero lo apagué. Caminé hasta la puerta de la cocina y la abrí.

Él se detuvo en el umbral, frente a mí. Yo estaba rígida, mirando hacia delante, hacia los botones de su camisa.

Su nuez subió y bajó cuando tragó saliva. Su voz sonó como un susurro.

– Sé amable conmigo, Adeline.

Indignada, levanté los ojos, decidida a fulminarle con mi mirada, pero la ternura que vi en su cara me sobresaltó. Por un momento me sentí… turbada.

Y él aprovechó el momento. Levantó una mano para acariciarme la mejilla.

Pero yo fui más rápida. Levanté un puño aparté su mano de un latigazo.

No le hice daño. No hubiera podido hacérselo. Pero él parecía perplejo, decepcionado.

Y se marchó.

La cocina se quedó muy vacía después de aquella escena. El ama se había ido. John se había ido. También el muchacho se había ido.

«Te ayudaré», había dicho.

Pero era imposible. ¿Cómo podía ayudarme un muchacho como él? ¿Cómo podía alguien ayudarme?

La sábana estaba cubierta de pelo naranja. Yo caminaba sobre pelo y también lo tenía enganchado en los zapatos. El viejo tinte había desaparecido; los escasos mechones que pendían del cuero cabelludo de la señorita Winter eran enteramente blancos.

Retiré la toalla y le soplé en la nuca para espantar los restos de cabello.

– Pásame el espejo -dijo la señorita Winter.

Se lo pasé.

Con el cabello trasquilado parecía una chiquilla entrecana.

Se lo puso delante y se miró a los ojos, desnudos y apagados, durante un largo rato. Luego dejó el espejo sobre la mesa, boca abajo.

– Es justamente lo que quería. Gracias, Margaret.

La dejé sola, y cuando regresé a mi habitación pensé en el muchacho. Pensé en él y Adeline, y en él y Emmeline. Luego pensé en Aurelius, encontrado siendo un bebé, vestido con una prenda antigua y envuelto en una bolsa de cuero, con una cuchara de Angelfield y una página de Jane Eyre. Pensé largo y tendido en todo eso, pero por más que lo intenté no llegué a ninguna conclusión.

En uno de esos incomprensibles quiebros de la mente sí tuve, no obstante, una ocurrencia. Recordé lo que Aurelius me había dicho la última vez que estuve en Angelfield: «Ojalá hubiera alguien que pudiera contarme la verdad». Y encontré su eco: «Cuénteme la verdad». El muchacho del traje marrón. Eso explicaría por qué el Banbury Herald no tenía constancia de la entrevista para la que su joven reportero había viajado a Yorkshire. Aurelius era el muchacho del traje marrón.

Lluvia y pastel

Al día siguiente me despertó: hoy, hoy, hoy. Un tañido que solo yo podía oír. El crepúsculo parecía haberse filtrado en mi alma, sentía un cansancio que procedía de otro mundo. Mi cumpleaños. El aniversario de mi nacimiento. El aniversario de mi muerte.

Judith puso la tarjeta de mi padre en la bandeja del desayuno. Un dibujo de unas flores, sus acostumbradas y vagas palabras de felicitación y una nota. Confiaba en que yo estuviera bien. Él estaba bien. Tenía algunos libros para mí. ¿Quería que me los enviara? Mi madre no había firmado la tarjeta; él la había firmado por los dos. «Besos y abrazos de papá y mamá.» No era normal. Yo lo sabía y él lo sabía, pero ¿qué podíamos hacer?

Entró Judith.

– La señorita Winter pregunta si ahora sería…

Deslicé la tarjeta bajo la almohada antes de que la viera.

– Ahora es buen momento, sí -dije, y cogí el lápiz y la libreta.

– ¿Duerme bien últimamente? -quiso saber la señorita Winter, y luego añadió-: Está un poco pálida. No come lo suficiente.

– Estoy bien -le aseguré, aunque no lo estaba.

Me pasé la mañana luchando con la sensación de volutas descarriadas de un mundo intentando filtrarse por las grietas de otro. ¿Conocéis la sensación de empezar un libro nuevo antes de que el recuerdo del último haya tenido tiempo de cerrarse detrás de vosotros? Deja uno el libro anterior con ideas y temas -personajes incluso- atrapados en las fibras de la ropa y cuando abre el libro nuevo siguen ahí. Bueno, pues esa era la sensación. Me había pasado el día distraída, con pensamientos, recuerdos, sentimientos y fragmentos intrascendentes de mi vida desbaratando mi concentración.

La señorita Winter me estaba contando algo cuando, de repente, calló.

– ¿Me está escuchando, señorita Lea?

Salí bruscamente de mi ensueño y busqué con torpeza una respuesta. ¿Había estado escuchando? Ni idea. En aquel momento no habría sabido decirle qué me había estado contando, pero estoy segura de que en algún lugar de mi mente estaba todo grabado. Sin embargo, en el instante en que la señorita Winter me arrancó de mi ensueño me hallaba en una suerte de tierra de nadie, entre lugares. La mente hace toda clase de diabluras, toda clase de cosas mientras nosotros dormitamos en una zona blanca que el espectador interpreta como falta total de interés. Al no saber qué decir, me quedé mirándola mientras ella se iba impacientando, hasta que finalmente agarré la primera frase coherente que me vino a la cabeza.

– ¿Alguna vez ha tenido un hijo, señorita Winter?

– Santo Dios, qué pregunta. Claro que no. ¿Se ha vuelto loca, muchacha?

– ¿Y Emmeline?

– Tenemos un trato, ¿recuerda? Nada de preguntas. -Y cambiando la expresión del rostro, se inclinó hacia delante y me observó con detenimiento-. ¿Está enferma?

– No, creo que no.

– Pues por lo que parece ahora no está en condiciones de trabajar.

Era una despedida.

De vuelta en mi cuarto, pasé una hora aburrida, inquieta, asediada por mí misma. Me senté ante el escritorio, lápiz en mano, pero no escribí una sola letra; sentí frío y subí el radiador, luego tuve calor y me quité la rebeca. Me habría gustado darme un baño, pero no había agua caliente. Preparé una taza de chocolate, me pasé con el azúcar y el dulzor me produjo náuseas. ¿Un libro? ¿Serviría un libro? En la biblioteca los estantes estaban cubiertos de palabras muertas. Nada en ellos podía ayudarme.