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– ¿Qué vais a representar? -preguntó Karen para distraerlos.

– No lo sabemos -dijo la niña.

– No nos ponemos de acuerdo -añadió su hermano.

– ¿Conoces alguna historia? -le preguntó Emma a Aurelius.

– Solo una -dijo.

– ¿Solo una? -La niña le miró sorprendida-. ¿Salen ranas?

– No.

– ¿Dinosaurios?

– No.

– ¿Pasadizos secretos?

– No.

Los niños se miraron. Estaba claro que no sería una buena historia.

– Nosotros conocemos un montón de historias -dijo Tom.

– Un montón -le secundó su hermana con ojos soñadores-. De princesas, ranas, castillos encantados, hadas madrinas…

– Orugas, conejos, elefantes…

– Toda clase de animales.

– Sí.

Guardaron silencio, absortos en su recreación de incontables mundos diferentes.

Aurelius los miraba como si fueran un milagro.

Finalmente regresaron al mundo real.

– Millones de historias -dijo el muchacho.

– ¿Quieres que te cuente una historia? -preguntó la niña.

Pensé que quizá Aurelius ya había tenido suficientes historias aquel día, pero asintió con la cabeza.

Emma recogió un objeto imaginario y lo colocó en la palma de su mano derecha. Con la izquierda hizo ver que abría la tapa de un libro. Levantó la vista para asegurarse de que sus compañeros la atendían. Entonces devolvió la mirada al libro que sostenía en la mano y comenzó.

– Érase una vez…

Karen, Tom y Aurelius: tres pares de ojos concentrados en Emma y su narración. Seguro que les iría bien juntos.

Con sigilo, retrocedí hasta la verja y me alejé por la calle.

El cuento número trece

No publicaré la biografía de Vida Winter. Quizá el mundo se muera por conocer su historia, pero no me corresponde a mí contarla. Adeline y Emmeline, el incendio y el fantasma, son historias que ahora pertenecen a Aurelius. Y también las tumbas del cementerio y el cumpleaños que ahora podrá celebrar como desee. La verdad ya es lo bastante pesada sin la carga adicional del escrutinio del mundo sobre sus hombros. Si los dejan tranquilos, él y Karen podrán pasar página, empezar de nuevo.

Pero el tiempo pasa. Un día Aurelius ya no estará y un día también Karen abandonará este mundo. Sus hijos, Tom y Emma, se encuentran más lejos de los acontecimientos que he narrado aquí que su tío. Con la ayuda de su madre han empezado a forjar sus propias historias; historias fuertes, sólidas y verdaderas. Llegará un día en que Isabelle y Charlie, Adeline y Emmeline, el ama, John-the-dig y la niña sin nombre pertenezcan a un pasado tan remoto que sus viejos huesos ya no tendrán poder para provocar miedo ni dolor. No serán más que una vieja historia incapaz de dañar a nadie. Y cuando llegue ese día -entonces también yo seré vieja- entregaré este documento a Tom y Emma. Para que lo lean y, si quieren, lo publiquen.

Confío en que ellos sí lo publiquen, pues el espíritu de la niña fantasma me perseguirá hasta entonces. Rondará por mis pensamientos, habitará en mis sueños, mi memoria será su único lugar de recreo. Como vida póstuma no es mucho, pero no caerá en el olvido. Con ello bastará hasta el día que Tom y Emma publiquen este manuscrito y la niña fantasma pueda existir con mayor plenitud después de muerta de lo que pudo en vida.

Así pues, la historia de la niña fantasma tardará muchos años en ser publicada, en caso de que lo sea. Sin embargo, eso no significa que yo no tenga nada que dar al mundo en estos momentos para satisfacer su curiosidad con respecto a Vida Winter. Porque sí hay algo. Al finalizar mi última reunión con el señor Lomax, ya me disponía a marcharme cuando el hombre me detuvo. «Solo una cosa más.» Abrió su escritorio y sacó un sobre.

Llevaba ese sobre conmigo cuando me marché sigilosamente del jardín de Karen y me encaminé de nuevo hacia las verjas de entrada de la casa del guarda. El terreno para el nuevo hotel había sido allanado y cuando intenté recordar la vieja casa, en mi memoria solo encontré fotografías. Entonces recordé que la casa siempre había dado la impresión de estar mirando en la dirección equivocada. Eso iba a cambiar. El nuevo edificio estaría mejor orientado. Miraría directamente a quien se acercara a él.

Me desvié del camino de grava para cruzar el césped nevado en dirección al coto de caza y el bosque. La nieve se amontonaba en las negras ramas y caía a mi paso en suaves tiras. Finalmente llegué al claro situado en lo alto de la loma. Desde allí se puede contemplar todo el panorama. La iglesia con su cementerio, las coronas de flores radiantes sobre la nieve. Las verjas de la casa del guarda, blancas como la tiza contra el cielo azul. La cochera, despojada de su mortaja de espinos. Solo la casa había desaparecido, y lo había hecho por completo. Los obreros de casco amarillo habían reducido el pasado a una página en blanco. Había llegado el momento clave. Ya no podía considerarse un edificio en demolición. Al día siguiente, quizá ese mismo día, los obreros regresarían y se convertiría en un solar en construcción. Demolido el pasado, había llegado el momento de empezar a construir el futuro.

Saqué el sobre de mi bolso. Había estado esperando el momento adecuado, el lugar adecuado.

Las letras del sobre eran extrañamente deformes. Los irregulares trazos se desvanecían en la nada o dejaban una profunda marca en el papel. Aquella caligrafía no era fluida; daba la impresión de que cada letra había sido escrita por separado, con gran esfuerzo, acometida como una nueva y colosal empresa. Era la caligrafía de un niño o de un anciano. Iba dirigida a la señorita Margaret Lea.

Levanté la solapa del sobre; saqué el contenido y me senté en un árbol caído porque nunca leo de pie.

Querida Margaret:

Aquí tiene el relato del que le hablé.

He intentado terminarlo, pero veo que ya no puedo. Por tanto, tendrá que bastar esta historia por la que el mundo ha armado tanto alboroto. Es una cosa endeble: apenas nada. Haga con ella lo que quiera.

En cuanto al título, me viene a la mente El hijo de Cenicienta, pero conozco lo suficiente a mis lectores para saber que independientemente de como decida titularlo, siempre será conocido por un solo título, que por supuesto no será el mío.

No había firma ni nombre.

Pero había una historia.

Era una versión de la historia de Cenicienta que no había leído antes. Lacónica, dura y rabiosa. Las palabras de la señorita Winter eran astillas de cristal brillantes y letales.

Así comenzaba la historia:

Imagina esto. Un muchacho y una muchacha; él rico, ella pobre. Casi siempre es la muchacha la que no tiene dinero y así ocurre en la historia que estoy contando. No hizo falta que hubiera un baile. Un paseo por el bosque bastó para que ellos dos se cruzaran en sus respectivos caminos. Hubo una vez un hada madrina, pero el resto de ocasiones no apareció. Esta historia trata de una de esas ocasiones. La calabaza de nuestra muchacha es solo una calabaza, y la muchacha se arrastra hasta su casa después de medianoche con sangre en las enaguas, violada. Al día siguiente no habrá un lacayo en la puerta con zapatillas de piel de topo. Ella lo sabe. No es tonta. Pero está embarazada.

La historia cuenta entonces que Cenicienta da a luz a una niña, la cría en la pobreza y la miseria y transcurridos unos años la deja en el jardín de la casa de su violador. La historia termina bruscamente.

A medio camino de un sendero de un jardín en el que no ha estado antes, hambrienta y muerta de frío, la niña de repente se da cuenta de que está sola. Detrás de ella está la puerta del jardín que lleva al bosque. Está entornada. ¿Sigue su madre ahí, detrás de la puerta? Delante de ella hay un cobertizo que, para su mente infantil, tiene el aspecto de una casita. Un lugar donde podría refugiarse. Quién sabe, puede que dentro hasta haya algo de comer.

¿La puerta del jardín o la casita?

¿Puerta o casa?

La niña duda.

Duda…

Y ahí termina la historia.

¿El primer recuerdo de la señorita Winter? ¿O simplemente una historia? ¿La historia inventada por una niña imaginativa para llenar la laguna que había dejado la ausencia de su madre?

El cuento número trece. La última, la célebre, la historia inacabada.

Leí la historia y lloré.

Poco a poco mis pensamientos se desviaron de la señorita Winter hacia mí. Quizá no fuera perfecta, pero por lo menos tenía una madre. ¿Era demasiado tarde para hacer algo por nosotras? Pero eso era otra historia.

Guardé el sobre en mi bolso, me levanté y me sacudí la capa de polvo de los pantalones antes de echar a andar hacia la carretera.

Me contrataron para escribir la historia de la señorita Winter y he cumplido con mi obligación. Así ya he satisfecho las condiciones de mi contrato. Entregaré una copia de este documento al señor Lomax, que la guardará en la cámara acorazada de un banco y se encargará de enviarme una sustanciosa suma de dinero. Al parecer, ni siquiera tiene que comprobar que las páginas que yo le entregue no están en blanco.

– Ella confiaba en usted -me dijo.

Efectivamente, confiaba en mí. El propósito que formalizó en el contrato que nunca leí ni firmé es inequívoco. Quería contarme la historia antes de morir, quería que yo dejara constancia de ella. Lo que yo hiciera después con la historia era asunto mío. Le he explicado al abogado mis intenciones con respecto a Tom y Emma, y hemos fijado un día para reunimos y formalizar mis deseos en un testamento, por si las moscas. Y ahí debería terminar todo.