Caminé despacio hasta el centro de la habitación, echando un vistazo a los anaqueles a mi derecha e izquierda. Después de echar dos o tres vistazos me descubrí asintiendo con la cabeza. Era una biblioteca bien cuidada. Clasificada, ordenada alfabéticamente y limpia exactamente como yo la tendría. Todos mis libros favoritos estaban ahí, la mayoría eran volúmenes raros y valiosos, pero el resto eran ejemplares usados y más corrientes. No solo Jane Eyre, Cumbres borrascosas y La dama de blanco, sino El castillo de Otranto, El secreto de lady Audley, La novia del espectro. Me estremecí al tropezar con un Doctor Jekyll y mister Hyde tan raro que mi padre había llegado a dudar de su existencia.
Admirando la extensa colección de libros que cubría los estantes de la señorita Winter, avancé hacia la chimenea, situada en el fondo de la sala. En el último tramo de la derecha, unos estantes en concreto me llamaron la atención a pesar de hallarme a cierta distancia de ellos: en lugar de las rayas tenues y predominantemente marrones de los lomos de los libros más antiguos, esa columna exhibía los azules plateados, los verdes salvia y los beiges rosados de décadas más recientes. Eran los únicos libros modernos de la estancia: las obras de la señorita Winter. Con los primeros títulos en la parte superior y las novelas más recientes en la parte inferior, todas las obras contaban con ejemplares de las diferentes y numerosas ediciones impresas e incluso había volúmenes en idiomas diferentes. No vi ningún ejemplar de El cuento número trece, el libro de título errado que había leído en la librería; en cambio, había más de una docena de ediciones distintas en las que figuraba su otro título, Cuentos de cambio y desesperación.
Escogí un ejemplar de la última novela de la señorita Winter. En la primera página una monja entrada en años llega a una pequeña casa situada en un barrio humilde de una ciudad cuyo nombre no se precisa pero que parece estar en Italia; la invitan a entrar en una habitación donde un joven arrogante, seguramente inglés o estadounidense, la recibe algo sorprendido. Pasé la página. Del mismo modo que había sido atrapada cada vez que había abierto uno de sus libros, los primeros párrafos de esa obra me atraparon, y sin pretenderlo empecé a leer en serio. Al principio el joven no es consciente de algo que el lector ya ha comprendido: que la monja ha acudido con una grave misión que le cambiará la vida de una forma imposible de prever para él. Ella comienza su explicación y tolera pacientemente (pasé la página; ya me había olvidado de la biblioteca, me había olvidado de la señorita Winter, me había olvidado de mí misma) que él la trate con la frivolidad de un joven consentido…
De repente algo se coló en mí lectura y me arrancó del libro. Sentí un hormigueo en la nuca.
Alguien me estaba observando.
Sé que esa sensación en la nuca no es nada inusual, pero era la primera vez que yo la sentía. Como le ocurre a mucha gente solitaria, mis sentidos perciben intensamente la presencia de otras personas, y en una habitación estoy más acostumbrada a ser la espía invisible que a ser la espiada. En ese momento alguien me estaba observando, y no solo eso, sino que llevaba haciéndolo un buen rato. ¿Cuánto tiempo llevaba notando ese inconfundible cosquilleo? Repasé los últimos minutos, tratando de reconstruir el recuerdo de aquella presencia en relación con el avance de la lectura. ¿Fue desde que la monja empezó a hablar al joven? ¿Desde que la invitaron a entrar en la casa? ¿O fue antes? Sin mover un solo músculo, con la cabeza todavía inclinada sobre la página como si nada hubiese notado, intenté hacer memoria.
Entonces lo supe.
Lo había notado antes incluso de coger el libro.
Necesitaba un momento para reponerme, así que volví la página y seguí fingiendo que leía.
– No puede engañarme.
Imperiosa, declamatoria, magistral.
Nada podía hacer salvo levantarme darme la vuelta y mirarla.
El aspecto de Vida Winter no estaba planeado para pasar inadvertido. Ella era una reina, una hechicera, una diosa de la Antigüedad. Su rígida figura descollaba majestuosamente sobre una profusión de esponjosos almohadones rojos y morados. Acomodados sobre los hombros, los generosos pliegues de tela turquesa y verde que la envolvían no lograban suavizar la rigidez de su cuerpo. Su cabello brillante y cobrizo lucía un elaborado peinado de rizos y bucles. La cara, con tantas rayas como un mapa, estaba cubierta de polvos blancos y retocada con un carmín rojo intenso. Sobre el regazo, las manos eran un racimo de rubíes, esmeraldas y nudillos blancos y huesudos; solo desentonaban las uñas, cortas, cuadradas y sin esmaltar, como las mías.
Con todo, lo que más me desconcertó fueron las gafas de sol. No podía verle los ojos, pero al recordar el anuncio, el verde sobrenatural de sus iris, los oscuros cristales parecieron adquirir la fuerza de un reflector; sentí que a través de las lentes los ojos de Vida Winter me estaban atravesando la piel para observarme por dentro.
Corrí un velo sobre mí, me cubrí el rostro con una careta neutra, me oculté detrás de mi aspecto.
Creo que durante un instante la señorita Winter se sorprendió de que yo no fuera transparente, de no poder ver con claridad a través de mí, pero se repuso deprisa, más deprisa de lo que yo me había repuesto.
– Muy bien -dijo con aspereza, esbozando una sonrisa no tanto dirigida a mí como a ella misma-. Al grano. En su carta da a entender que tiene sus reservas en cuanto al encargo que le estoy ofreciendo.
– Bueno, sí, es decir…
Continuó hablando como si no hubiera advertido la interrupción:
– Podría proponerle un incremento de su salario mensual y de la cantidad final.
Me humedecí los labios, en búsqueda de las palabras adecuadas. Antes de siquiera poder hablar, las gafas oscuras de la señorita Winter ya habían subido y bajado, absorbiendo mi lacio flequillo castaño, mi falda recta y mi rebeca azul marino. Después de dirigirme una sonrisa leve y compasiva, pasó por alto mi intención de hablar.
– Pero es evidente que a usted no le mueve el interés pecuniario. Qué curioso. -Su tono era seco-. He escrito sobre personas a las que no les importa el dinero, pero nunca creí que llegara a conocer a ninguna. -Se reclinó sobre los almohadones-. Por consiguiente, deduzco que su problema tiene que ver con la integridad. Quienes no compensan los desequilibrios de sus vidas con una saludable afición por el dinero suelen estar muy obsesionados con la cuestión de la integridad personal.
Agitó una mano, desestimando mis palabras antes de que salieran de mis labios.
– Le asusta aceptar el encargo de una biografía autorizada por miedo a que su independencia corra peligro. Sospecha que deseo ejercer el control sobre el contenido final de la obra. Sabe que me he resistido a los biógrafos en el pasado y se está preguntando qué me ha hecho cambiar de parecer. Pero, sobre todo -otra vez la oscura mirada de esas gafas-, teme que le mienta.
Abrí la boca para protestar, pero no supe qué decir. Tenía razón.
– ¿Lo ve? No sabe qué decir. ¿Le avergüenza acusarme de querer mentirle? No es nada agradable acusarse unos a otros de mentirosos. Y por lo que más quiera, siéntese.
Me senté.
– No la acuso de nada -empecé a decir con tacto, pero enseguida me interrumpió.
– No sea tan cortés. Si hay algo que no soporto es la cortesía.
Su frente tembló y una ceja asomó por el borde superior de las gafas, una curva negra y firme que no guardaba parecido alguno con una ceja natural.
– La cortesía. He ahí la más triste virtud del hombre donde las haya. Me gustaría saber qué tiene de admirable ser inofensivo. Después de todo, es fácil. No se necesita ningún talento especial para ser cortés. Todo lo contrario, lo único que te queda cuando has fracasado en todo es ser amable. A las personas ambiciosas les trae sin cuidado lo que otras piensen de ellas. Dudo mucho de que Wagner no pudiera conciliar el sueño porque le preocupara haber herido los sentimientos de nadie. Pero claro, él era un genio.
Por más que su voz siguió fluyendo sin descanso, repasando un caso tras otro de genios y el egoísmo de sus parejas, los pliegues de su chal no se movieron en ningún momento mientras hablaba. «Debe de estar hecha de acero», pensé.
Finalmente terminó su charla con estas palabras:
– La cortesía es una virtud que ni poseo ni valoro en los demás. A usted y a mí no debe preocuparnos en absoluto. -Y como quien ya ha dicho la última palabra, calló.
– Ha planteado el tema de la mentira -dije-. Quizá eso sí deba preocuparnos.
– ¿En qué sentido? -A través de los oscuros cristales podía vislumbrar los movimientos de las pestañas de la señorita Winter. Estas se agazapaban y temblaban alrededor del ojo como las largas patas de una araña.
– En los últimos dos años ha dado a los periodistas diecinueve versiones diferentes sobre su vida. Y esas son solo las que encontré en una búsqueda apresurada, pero debe de haber muchas más, probablemente centenares.
Se encogió de hombros.
– Es mí profesión. Soy narradora.
– Y yo soy biógrafa. Trabajo con hechos reales.
La señorita Winter asintió con la cabeza y sus tiesos bucles se movieron a una.
– Qué aburrido. Yo no podría haber sido biógrafa. ¿No cree que la verdad se puede contar mucho mejor con un relato?