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– ¡El helipuerto! ¡El helipuerto! -insistió Hércules para asegurarse, antes de apagar la radio.

Desde el balcón oyeron unas pisadas rápidas en la grava y vislumbraron a dos hombres que se alejaban de la torre.

– ¡Ahora! -exclamó Harry.

– Eminencia. -Hércules hizo un lazo y lo pasó por encima de los hombros de Marsciano, mientras se ataba el otro extremo a la cintura. El enano se encaramó a la barandilla mientras Harry ayudaba a Marsciano a subir. A continuación, pasó el cabo por debajo de la barandilla, dio un paso atrás y comenzó a bajar a los dos hombres.

– ¡Señor Harry! -gritó el enano.

Harry sintió que la cuerda se tensaba; Hércules la sujetaba desde el suelo pero cuando aquél inició el descenso, sonó un disparo que desgarró la cuerda. Harry cayó varios metros antes de que la cuerda se tensara de nuevo, pero, segundos después, se rompió por completo y él se precipitó de golpe. Rodó por el suelo y oyó un alarido. Hércules atenazaba con los poderosos brazos el cuello de un hombre de negro.

– ¡Cuidado! -gritó Harry. El hombre acercaba un arma a la cabeza de Hércules, y éste no la había visto-. ¡Tiene una pistola! -chilló, corriendo hacia ellos.

En ese momento sonó un disparo, se oyó un grito desgarrador y ambos hombres cayeron al suelo.

Harry y Marsciano llegaron al mismo tiempo; el hombre de negro yacía en el suelo con la cabeza torcida en un extraño ángulo mientras que Hércules estaba tumbado boca arriba con el rostro ensangrentado.

– Hércules, ¡Dios mío! -Harry se arrodilló a su lado y le buscó el pulso en el cuello.

En ese instante, el enano abrió un ojo y se secó con la manola sangre que cubría el otro, se incorporó y pestañeó. Se limpió de nuevo la sangre y, al hacerlo, reveló una quemadura blanca con forma de flecha en la mejilla, cubierta por partículas blancas de pólvora.

– Así no conseguirán matarme -dijo.

A lo lejos se oyó el pitido de un tren. Hércules buscó una de las muletas y se puso en pie.

– La locomotora, señor Harry, ¡la locomotora! -Con o sin sangre en la cara, Hércules tenía chispas en los ojos.

CIENTO CINCUENTA Y SEIS

Adrianna salió del edificio y vio a Eaton correr por la carretera situada detrás de la basílica y desaparecer engullido por el humo. -Skycam, ¿tienes la locomotora a la vista? -preguntó por teléfono mientras subía a la carrera por la colina en dirección al palacio del Gobierno, el ayuntamiento del Vaticano. En esos momentos se encontraba a sólo unos tres o cuatro minutos de la estación.

Elena llevó la silla de Danny detrás de un árbol próximo a la iglesia de Santo Stèfano y esperó a que el helicóptero pasara de largo pero, cuando lo hizo, viró de golpe hacia la estación. El teléfono de Danny sonó.

– Harry…

– Tenemos a Marsciano, ¿qué pasa con la locomotora?

Elena sintió que el corazón le daba un vuelco al oír la voz de Harry y comprobar que se hallaba a salvo por el momento.

– Harry…, hay vigilancia aérea, no sé quién es, pero ve por el otro camino, el de Radio Vaticano y el Colegio Etíope; para entonces estaremos más cerca de la estación y sabré cuál es la situación.

10.50 h

– ¡No os mováis de aquí! -gritó Roscani a Scala y Castelletti al tiempo que se lanzaba como una flecha detrás de la locomotora verde, que franqueaba las puertas del Vaticano con un silbido y se esfumaba tras la cortina de humo.

Boquiabiertos, Scala y Castelletti lo siguieron con la mirada. Aunque Roscani llevaba un rato siguiendo la máquina a distancia, su reacción súbita los había pillado por sorpresa. Los detectives echaron a correr tras él, pero se detuvieron en seco al verlo cruzar la abertura de la muralla y desaparecer en medio del humo.

Desde el lugar donde se encontraban, parecía que el Vaticano estuviera en llamas o sitiado.

En ese momento divisaron un helicóptero del ejército que sobrevolaba sus cabezas y oyeron la voz de Farel por la radio: tras identificarse, ordenó al helicóptero de la WNN que abandonara de inmediato el espacio aéreo del Vaticano.

– ¡Maldita sea! -espetó Adrianna al escuchar el aviso y observar que el helicóptero se retiraba-. ¡Permanece al sur del muro! -indicó por teléfono al piloto-. ¡Cuando salga la locomotora, no la pierdas de vista!

Por alguna razón, la locomotora se detuvo justo al pasar las puertas del Vaticano, momento que Roscani aprovechó para cruzar las vías por detrás, girar a la derecha y pasar junto a la estación. Sin dejar de toser y con los ojos llorosos, sacó la Beretta automática de nueve milímetros del cinturón. Esforzándose por vislumbrar el camino entre el humo, Roscani se dirigió a la torre. Lo que estaba haciendo era del todo ilegal, pero no le importaba; la ley era una farsa y por él podía irse al infierno. Había tomado la decisión en el acto, en el instante en que se abrieron las puertas; había sido una reacción espontánea que obedecía a la sensación interior de que no era capaz de quedarse cruzado de brazos.

Intentando respirar, tosiendo y con los ojos llorosos, rogó a Dios por que no se perdiera y por encontrar a los Addison antes que los pistoleros de Farel o Thomas Kind.

Thomas Kind corría, metralleta Walther en mano, secándose las lágrimas e intentando contener la tos. Con el humo resultaba muy difícil distinguir los objetos, y, cada vez que tosía, se desorientaba aún más.

Después de atravesar el césped y saltar por encima de un seto, cayó en la cuenta de que había perdido el rumbo y se detuvo; tenía la sensación de estar esquiando en medio de una tormenta, pues aunque subiese, bajase o se desplazara a los lados, todo parecía igual.

Oyó el aullido de las sirenas a su izquierda. Arriba, y también a su izquierda, percibió el ruido sordo de unos motores y supuso que era el helicóptero del ejército que intentaba aterrizar sobre el tejado del palacio papal. Kind tomó la radio y habló en italiano.

– Aquí F. ¿Me reciben?

Silencio.

– Aquí F. ¿Me reciben? -repitió.

Balanceándose sobre sus muletas, Hércules caminaba junto a Harry y Marsciano por el sendero que conducía a Radio Vaticano; todos llevaban el rostro cubierto con una toalla húmeda. De pronto, la voz de Thomas Kind resonó en la radio que llevaba colgada del cinturón.

– ¿Quién es? -preguntó Marsciano.

– Creo que alguien de quien no deseamos saber nada -respondió Harry, intuyendo que se trataba de Thomas Kind aunque en realidad no lo sabía. Tosió y consultó la hora.

10.53 h

– Eminencia, nos quedan cinco minutos para llegar hasta el Colegio Etíope y dirigirnos a…

– Señor Harry -gritó Hércules de pronto.

Harry levantó la vista y vio, a menos de dos metros de distancia, a un individuo de negro que corría hacia ellos con un revólver en cada mano; era el último hombre de Thomas Kind, un chico alto con cabello ondulado que presentaba todo el aspecto de un joven Harry el Sucio.

– Tire la pistola al suelo -ordenó a Harry con acento francés-. La riñonera también.

Poco a poco, Harry sacó la Calico del cinturón, la depositó en el suelo y, a continuación, hizo lo mismo con la riñonera.

– Harry… -la voz de Danny crepitó por el teléfono-. ¡Harry!

En ese instante sucedió algo que dejó a todos atónitos: una suave brisa comenzó a soplar justo en el momento en que oyeron el silbido de la locomotora al cruzar las puertas. El hombre de negro sonrió: el tren ya había llegado y el trío que tenía delante jamás subiría a él.

No fue mucho, sólo una milésima de segundo, pero era lo que Hércules necesitaba para apoyar todo el peso sobre la muleta izquierda y golpear al hombre con la derecha.

El joven Harry el Sucio profirió un grito de sorpresa cuando la muleta chocó contra su mano derecha y la pistola salió volando, pero, un instante después, apuntó a Harry con la otra arma. Hércules se abalanzó sobre él, Harry vio que el hombre amartillaba el revólver y oyó un disparo cuando el enano lo embistió y ambos cayeron al suelo.