Tapándose la nariz y la boca con la mano, se dirigió al único refugio que conocía.
Notó el enorme esfuerzo que le suponía ascender la colina. Y lo notó aún más cuando abrió la puerta de la torre y comenzó a subir por la estrecha escalera de mármol hasta el piso superior de Radio Vaticano. El corazón le latía con fuerza y sus pulmones estaban a punto de estallar cuando por fin penetró en la pequeña capilla, al lado de los estudios, y se arrodilló en el suelo de mármol negro frente al altar.
Vacío.
Como el águila.
Radio Vaticano era su refugio, el bastión desde donde dirigiría las fuerzas de defensa del reino, desde donde proclamaría al mundo la grandeza de la Santa Sede, más poderosa que nunca…, una Santa Sede que controlaba el nombramiento de obispos, las normas de comportamiento de los sacerdotes, los sacramentos, incluido el matrimonio, la fundación de nuevas iglesias, seminarios y universidades. Una Iglesia a la que en el siglo venidero se incorporaría, pueblo a pueblo, ciudad a ciudad, un nuevo rebaño que representaba una cuarta parte de la población mundial. Roma se convertiría de nuevo en el centro de la religión más poderosa de la historia y, además, se beneficiaría de las ganancias obtenidas gracias al control del suministro de agua y energía de ese enorme país. En poco tiempo, gracias a la visión de futuro de Palestrina, un antiguo concepto cobraría nueva fuerza: Roma locuta est; causa finita est, «Roma ha hablado, el asunto está zanjado».
Pero el asunto no estaba zanjado. El Vaticano se hallaba sitiado y las llamas consumían parte de la ciudad. El Santo Padre había visto la oscuridad, el águila de los Borghese no le había transmitido su poder. Palestrina había estado en lo cierto desde el principio sobre el padre Daniel y su hermano: eran mensajeros de los espíritus de las tinieblas, y el humo que habían traído consigo portaba la enfermedad que antes había matado a Alejandro. El Santo Padre no se había equivocado, el oscuro presentimiento que le oprimía el corazón no era un achaque, sino la sombra de la muerte. De pronto Palestrina alzó la cabeza; creía que se encontraba solo, pero no era así. De todos modos, no necesitaba volverse, sabía bien de quién se trataba.
– Rece conmigo, Eminencia -murmuró.
Marsciano estaba de pie, a sus espaldas.
– Rezar, ¿por qué?
Palestrina se incorporó despacio y, con la vista clavada en Marsciano, sonrió.
– Por la salvación -respondió.
Marsciano lo miró fijamente:
– Dios ha intervenido -dijo-, el envenenador ha sido capturado y asesinado, no habrá un tercer lago.
– Lo sé.
Palestrina sonrió de nuevo antes de dar media vuelta, santiguarse y arrodillarse ante el altar.
– Ahora que lo sabes, reza conmigo.
Palestrina sintió que Marsciano se acercaba. De pronto, el secretario gruñó. Algo destelló y notó la hoja que le atravesaba la base del cuello, entre los omóplatos, y la fuerza y la rabia con la que apretaba Marsciano.
– No hay tercer lago -gimió Palestrina, al tiempo que estiraba los brazos hacia atrás en un vano intento de sujetar a Marsciano.
– Si no es hoy, será mañana, pero siempre encontrarás la manera de crear otra pesadilla, y después otra, y otra… -En ese momento Marsciano visualizó la expresión de horror que reflejaba el rostro angustiado que apareció por televisión momentos antes que irrumpiese Harry Addison en la torre. Era el rostro de su amigo Yan Yeh, el banquero chino, a quien acompañaban a su coche en el complejo de Pekín después de notificarle el envenenamiento de su mujer e hijo por el agua de Wuxi.
Con la mirada fija en el altar, Marsciano sintió el abrecartas en la mano al empujarlo y retorcerlo con todas sus fuerzas, clavándolo en el cuello de aquel cuerpo que se convulsionaba como una serpiente monstruosa que intentaba huir, temeroso de que se le escurriera de las manos cubiertas de sangre.
Palestrina emitió un último alarido, su cuerpo se convulsionó y, de pronto, se quedó inmóvil. Marsciano exhaló un suspiró y dio un paso atrás. Con las manos ensangrentadas y el corazón acelerado, contempló con espanto lo que había hecho.
– Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte… -susurró.
De pronto, Marsciano sintió la presencia de otra persona en la estancia.
Farel estaba de pie en el umbral.
– Tenía usted razón, Eminencia -dijo, cerrando la puerta tras de sí-. Mañana habría encontrado otro lago… -Farel contempló a Palestrina antes de dirigirse de nuevo a Marsciano.
– Lo que ha hecho, tenía que hacerse, pero a mí me faltaba el valor para ello… Como él bien decía, no era más que un golfillo de la calle, un scugnizzo.
– No, dottor Farel -replicó Marsciano-. Era un hombre y un cardenal de la Iglesia.
CIENTO CINCUENTA Y NUEVE
Jadeante y sudando a mares, Eaton aguardaba detrás de la estación intentando contener un ataque de tos. La pequeña brisa que acababa de levantarse había dispersado un poco el humo, lo suficiente para permitirle contemplar la escena que se producía ante sus ojos: Harry Addison descendía por la colina con el enano en brazos, el enano junto a quien había abandonado el apartamento de Via Niccolò V por la mañana. Caminaba deprisa, ocultándose tras una hilera de árboles al borde del camino de la estación.
A unos quince metros de distancia, Eaton divisó la locomotora verde que se aproximaba con lentitud a un vagón abandonado, en el que, con toda seguridad, pensaban huir. Miró atrás y contempló las puertas abiertas del Vaticano, después continuó buscando al padre Daniel, a quien se llevaría de allí aunque tuviera que cargar con él en brazos.
Eaton pasó por detrás de la estación y quedó de espaldas a las puertas abiertas. Ante sí vio al jefe de estación de pelo blanco que supervisaba la operación.
El hombre y los dos ocupantes de la locomotora constituían un inconveniente, pero el mayor problema apareció ante sus ojos encarnado en la figura de Adrianna Hall, que surgió de la nada y empezó a cruzar la colina en dirección a Harry y el enano.
Harry se detuvo al verla y le gritó unas palabras, como pidiéndole que se marchara, pero Adrianna no le hizo caso y continuó acercándose hasta caminar junto a Harry y observar al enano que llevaba en brazos. Ella le hablaba, pero Harry seguía caminando colina abajo hacia la estación.
– ¡Mierda! -masculló Eaton, mientras buscaba con la mirada al padre Daniel.
– ¡Adrianna, vete de aquí! ¡No sabes qué estás haciendo! -gritó Harry, a punto de tropezar.
– Me voy contigo, eso es lo que estoy haciendo.
Casi al pie de la colina, cerca de las vías, vieron a los dos técnicos ferroviarios que, de espaldas a ellos, enganchaban el vagón a la locomotora verde.
– Tu hermano está en el vagón de mercancías, ¿verdad? Los ferroviarios no lo saben, pero allí es donde está.
Harry no hizo caso de la periodista y continuó avanzando al tiempo que rezaba por que los técnicos no levantaran la vista en ese momento y los descubrieran. Hércules gimió y esbozó una sonrisa.
– Los gitanos vendrán a buscarme cuando pare el tren… No deje que la policía me lleve, señor Harry… Los gitanos me enterrarán.
– Nadie va a enterrarte.
De pronto los ferroviarios se alejaron del vagón y se dirigieron a la locomotora.
– ¡Van a marcharse!
Harry comenzó a correr. Estaban muy cerca de las vías, y Adrianna le pisaba los talones.
Diez segundos más tarde cruzaron las vías por detrás del vagón y avanzaron junto a él sin que los vieran los ferroviarios.