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Harry tenía los ojos llorosos, los pulmones a punto de estallar y se sentía exhausto de llevar a Hércules en brazos. ¿Dónde estaban Danny y Elena? ¿Qué había sucedido con Roscani? De pronto se encontraron frente a la puerta entreabierta.

– Danny. Elena… No hubo respuesta.

De pronto sonó un silbato, la locomotora comenzó a calentar motores y exhaló una nube marrón por la chimenea. -Danny… -repitió Harry. Nada. El tren pitó de nuevo. Harry consultó la hora.

11.00 h

No tenían tiempo, debían subir al vagón de inmediato.

– Sube -le indicó a Adrianna- y te lo pasaré.

– Bien.

Adrianna apoyó las manos en la puerta del vagón y se aupó. Una vez arriba, dio media vuelta y tomó a Hércules en brazos.

El enano tosió e hizo una mueca de dolor mientras la periodista se esforzaba por levantarlo. Cuando Harry subía, Adrianna se quedó paralizada.

Thomas Kind se encontraba allí, de pie, apuntando a la cabeza de Elena con una pistola.

CIENTO SESENTA

11.04 h

Scala se apoyó en el capó del Alfa Romeo azul de Roscani mientras miraba a través de unos prismáticos, pero lo único que distinguió fue la curva que trazaban las vías al internarse en el Vaticano y una parte ínfima de la estación porque, más allá de ese punto, todo seguía cubierto por una espesa capa de humo. Castelletti también veía la abertura de la muralla. A pesar del fuerte aullido de las sirenas, habían oído disparos y, aunque ambos sabían que su deber era esperar hasta que el tren saliera y seguirlo hasta la parada final, tenían que contener el impulso de salir corriendo en busca de Roscani, pues no podían y lo sabían… Sólo les restaba mirar y esperar.

– Su pistola, señor Addison. Entréguemela, por favor.

Harry titubeó; Kind apretó el arma contra la nuca de Elena.

– Ya sabe quién soy, señor Addison…, y de qué soy capaz. -Kind hablaba con tono tranquilo y una leve sonrisa en los labios.

Poco a poco, Harry extrajo la Calico del cinturón.

– Déjela en el suelo.

Harry obedeció y dio un paso atrás.

– ¿Dónde está su hermano?

– Ojalá lo supiera. -Harry miró a Elena.

– Ella tampoco lo sabe -dijo Kind con la misma voz serena.

Elena corría sola hacia el vagón cuando Kind la asaltó y la interrogó sobre el paradero del padre Daniel. Ella le respondió desafiante que no lo sabía. Habían tomado caminos distintos, ella era enfermera y debía atender a un herido en el vagón, por eso se dirigía allí.

En ese instante, cuando sujetaba a Elena por el brazo y vio el miedo y la furia reflejados en sus ojos, Thomas Kind sintió otro ataque de su adicción a matar. Lo saboreaba en la boca y experimentó el deseo sexual que despertaba en él. En ese instante supo que su abstinencia había terminado.

– Encontraremos a su hermano, señor Addison -añadió Kind con tono gélido.

Harry apenas escuchó sus palabras, pues permanecía atento a Elena, intentando consolarla con su mirada mientras pensaba en el modo de liberarla de Kind. De pronto, un hombre apareció en la puerta del vagón.

Era Eaton.

– Vigili fuoco! ¡Bomberos! -gritó con autoridad-. ¿Qué hacen aquí? -preguntó en italiano, sin mirar a Kind en particular, sino dirigiéndose al grupo, como si la pistola de aquél no existiera.

– Nos vamos de viaje -sonrió el terrorista.

De pronto la Cok automática de Eaton surgió de la nada; con un movimiento profesional y calculado, apuntó al terrorista entre los ojos.

Thomas Kind ni siquiera pestañeó. Eaton recibió el impacto de los disparos debajo de la nariz, salió impulsado del vagón hacia atrás y cayó en las vías en un charco de sangre mientras la Colt volaba por los aires.

Elena tensó el cuerpo, horrorizada. Kind le cubrió la boca.

Adrianna permaneció inmóvil, con el rostro impasible. Hércules yacía en el suelo entre Harry y Adrianna, Kind y Elena. Kind contuvo el aliento; si apretaba de nuevo el gatillo cualquiera de ellos podía morir, o todos.

CIENTO SESENTA Y UNO

– Adrianna -de pronto la voz distante del piloto resonó a través del teléfono que Adrianna guardaba en el bolsillo de la chaqueta-. Adrianna…, estamos al otro lado del muro del Vaticano, a unos quinientos metros de altura. El tren no se ha movido, ¿quieres que continuemos vigilando?

– Deje que las mujeres se marchen y se lleven a Hércules -pidió Harry.

De pronto, Elena se movió hacia Hércules. Kind le apuntó con la pistola.

– ¡Elena! -gritó Harry.

– Morirá si no le ayudo -replicó ella, deteniéndose.

– Adrianna… -La voz del piloto volvió a sonar por el teléfono.

– Dígale que abandone la vigilancia del tren y que se concentre en la multitud que está delante de la basílica…, dígaselo -ordenó Kind en voz baja.

Adrianna miró a Kind por un largo instante antes de tomar el teléfono y obedecer sus instrucciones.

Kind se acercó a la puerta y siguió con la vista al helicóptero, que abandonaba su posición de vigilancia y viraba al este y después al norte, en dirección a la basílica de San Pedro. El terrorista miró hacia atrás.

– Saldremos de este vagón y nos dirigiremos a la estación.

– No hay que moverlo… -Elena se refería a Hércules. Miró a Kind con ojos suplicantes.

– Entonces, déjelo aquí.

– Morirá.

Harry observó el jugueteo nervioso del dedo de Kind sobre el gatillo. -Elena, haz lo que dice.

Avanzaron por las vías con paso rápido. Kind mantenía a Elena cerca. De pronto se oyó un movimiento al frente de la locomotora y luego dos pares de pies que echaban a correr.

Thomas Kind avanzó un paso. Los dos ferroviarios se dirigían a toda prisa a las puertas del Vaticano. Kind clavó la vista en Harry, como avisándole que no se moviera. Acto seguido, ladeó la pistola y disparó dos veces. El guardafrenos y el maquinista se desplomaron en el suelo como sacos de harina.

– ¡Virgen Santa! -exclamó Elena, santiguándose.

– ¡Muévanse! -ordenó Kind, y pasaron por delante de la locomotora-. ¡Adentro! -dijo, señalando la puerta pintada de la estación.

En ese momento, Harry se fijó en los portones abiertos de la muralla del Vaticano, al otro lado del ramal, donde los carriles viejos se unían a la vía nueva, y vio un coche aparcado con dos hombres en el exterior que seguían sus movimientos.

Scala y Castelletti.

Roscani continuaba en el interior de los muros del Vaticano, pero ¿dónde?

Experimentando un dolor insoportable, Roscani daba unos pasos y acto seguido se detenía para descansar, apretando con la mano la herida del muslo. Aunque creía que se dirigía a la estación, ya no estaba seguro. El humo y el dolor no le permitían orientarse. Aun así, con la Beretta en la mano libre, siguió avanzando a trompicones.

– ¡Alto! ¡Manos arriba! -rugió de repente una voz en italiano.

Roscani se detuvo. A continuación apareció ante él una docena de hombres armados, con camisas azules y boinas. Eran miembros de la Guardia Suiza.

– ¡Soy policía! -gritó Roscani. No sabía si los guardias recibían órdenes directas de Farel, pero tenía que arriesgarse y confiar en que no pertenecieran al grupo de los hombres de negro-. ¡Soy policía! -repitió.

– ¡Arriba las manos! ¡Arriba las manos!

Roscani levantó las manos despacio. Segundos después, alguien le arrebató la Beretta. Oyó una voz que hablaba por radio.

– Ambulanza! -pidió el hombre con tono urgente-. Ambulanza!

Thomas Kind cerró la puerta de la estación tras de sí y se encontraron en el interior de un edificio cavernoso que antaño había sido la puerta del Papa al mundo. El sol penetraba por las ventanas situadas en lo alto e iluminaba la sala como los focos de un teatro en el centro del escenario. Con excepción de esta luz y de la claridad que entraba por la ventana que daba a las vías, el sitio era oscuro y frío, aunque estaba libre del humo del exterior.