Durante un rato había resultado estimulante, incluso reconfortante, porque le había permitido olvidarse del presente. Y luego, al terminar la última llamada, se percató de que ninguna de las personas con quienes había hablado sospechaba siquiera que la policía lo investigaba o que su hermano era el principal sospechoso en el asesinato del cardenal vicario de Roma. Y nada podía contarles; eran amigos, pero sólo amigos del trabajo.
Por primera vez se planteó la singularidad de su propia vida. Con la excepción de Byron Willis -que estaba casado, tenía dos hijos y, aun así, trabajaba tanto o más que él-, no tenía verdaderos amigos, compañeros del alma. Llevaba una vida demasiado acelerada como para cultivar relaciones de esta clase. Las mujeres no constituían un caso distinto. Formaba parte del círculo más elitista de Hollywood y había mujeres hermosas por todas partes. Él las usaba, y ellas a él; todo formaba parte del juego. Una proyección en privado, cena después, sexo y vuelta al trabajo; reuniones, negociaciones, llamadas… En ocasiones pasaba varias semanas sin hacer vida social. La relación más larga la había mantenido con una actriz y no había durado más de seis meses. Y, hasta ese día, le había parecido normal.
Harry abandonó el escritorio, y se dirigió a la ventana para echar un vistazo a la calle. La última vez que había mirado, la ciudad era un espectáculo deslumbrante bañado por el sol de primeras horas de la tarde. Ahora era de noche y Roma centelleaba. Abajo, la gente pululaba por la Escalinata Española y, más allá, por la Piazza di Spagna, una marea humana entre la cual pequeños grupos de policías situados aquí y allá para garantizar el orden.
Más lejos vislumbró un sinfín de calles estrechas y callejones; los tejados de color naranja y crema de los edificios, las tiendas y los pequeños hoteles se extendían en antiguas manzanas ordenadas hasta la negra franja del Tíber. Al otro lado del río se encontraba la cúpula iluminada de San Pedro, en aquel barrio de Roma en el que había estado unas horas antes. Debajo de ella se hallaban los dominios de Jacov Farel, el Vaticano mismo, residencia del Papa, sede de la autoridad respetada por los novecientos cincuenta millones de católicos que había en el mundo y el lugar en el que Danny había pasado los últimos años de su vida.
¿Cómo habrían sido esos años? ¿Enriquecedores o limitados al campo de lo teórico? ¿Por qué había pasado Danny de marine a sacerdote? Era algo que Harry nunca había llegado a comprender. No era de extrañar, porque por aquel entonces apenas se hablaban. ¿Cómo habría podido tocar el tema sin que pareciese que lo juzgaba? Sin embargo, mientras contemplaba la cúpula iluminada de San Pedro, se preguntó si algo en el interior de los muros del Vaticano había impulsado a Danny a llamarlo, y más tarde lo había conducido a la muerte.
¿Quién o qué lo había aterrado tanto? ¿Cuál era el origen de todo? Por el momento, la clave parecía ser el atentado contra el autocar. Si la policía conseguía determinar quién lo había perpetrado y por qué, sabría si el propio Danny había sido el objetivo. En este caso, y si la policía identificaba a los sospechosos, entonces estarían un paso más cerca de confirmar lo que Harry aún creía en el fondo de su corazón: que Danny no era culpable y que le habían tendido una trampa, por alguna razón que aún no alcanzaba a columbrar.
Una vez más, oyó la voz y el miedo.
«Estoy asustado, Harry… No sé qué hacer… ni… qué pasará. Que Dios me ayude.»
ONCE
Harry caminó Via Condotti abajo hasta Via Corso, incapaz de dormir, mirando los escaparates, vagando sin rumbo con los transeúntes de la noche. Antes de salir había llamado a Byron Willis para contarle su entrevista con Jacov Farel y prevenirlo sobre una posible visita del FBI, y para discutir con él algo muy personaclass="underline" dónde había que enterrar a Danny.
Esta cuestión -que, en medio de la avalancha de acontecimientos, Harry no había considerado- había surgido cuando lo llamó el padre Bardoni. El joven sacerdote que le habían presentado en el piso de Danny le explicó que, por lo que sabía, el padre Daniel no había dejado testamento, y que el director de la funeraria necesitaba asesorar al responsable del funeral, en el pueblo en el que se enterrase a Danny, acerca de la llegada de sus restos.
«¿Dónde habría querido que lo enterraran?», había preguntado con tacto Byron Willis, a lo que Harry había respondido: «No lo sé…».
«¿Tenéis un terreno familiar?», había preguntado Willis.
«Sí», había dicho Harry. En Bath, Maine, su pueblo natal. Un pequeño cementerio con vista al río Kennebec.
«¿Crees que le habría gustado que lo enterraran allí?»
«Byron… No lo sé…» «Harry, te quiero y sé que estás pasándolo mal, pero esto es algo que tendrás que decidir tú mismo.»
Harry le había dado la razón, le había agradecido su interés y, luego, había salido. Había estado caminando, pensando, preocupado y avergonzado. Byron Willis era su amigo más cercano y, sin embargo, nunca le había hablado de su familia más que de pasada. Lo único que sabía Byron era que él y Danny habían crecido en un pequeño pueblo costero de Maine, que su padre había trabajado en un puerto y que a los diecisiete años Harry había recibido una beca para estudiar en Harvard.
Lo cierto era que Harry nunca hablaba de los detalles de su familia, ni a Byron, ni a sus compañeros de universidad, ni a las mujeres: a nadie. Nadie sabía nada acerca de la trágica muerte de Madeline, su hermana, ni que su padre había muerto en un accidente en el astillero apenas un año después. Ni que su madre, desorientada y confundida, se había casado de nuevo menos de diez meses después y se había mudado con sus hijos a una oscura casa victoriana con un vendedor de congelados viudo que tenía otros cinco hijos, que nunca estaba en casa, y que sólo se había casado con ella para disponer de una ama de casa y una niñera. O que, más tarde, de adolescente, Danny se había metido en un lío tras otro con la policía.
O que ambos hermanos habían hecho un pacto para salir de allí lo antes posible, marcharse para nunca volver, y que se habían prometido ayudarse mutuamente para conseguirlo. Y que, de diversas maneras, ambos lo habían hecho.
Con ello en mente, ¿cómo diablos iba Harry a aceptar la sugerencia de Byron Willis y enterrar a Danny en el terreno familiar? ¡Si no estuviera muerto lo mataría! ¡O bien se levantaría de su tumba, agarraría a Harry del cuello y lo lanzaría a la fosa en su lugar! De modo que, ¿qué debía decirle Harry al director de la funeraria cuando le preguntase adonde había que enviar los restos después de que ambos llegasen a Nueva York? En otras circunstancias habría resultado divertido. Sin embargo, no lo era. Debía pensar en una respuesta antes del día siguiente y, por el momento, no tenía la menor idea.
Media hora más tarde Harry regresó al Hassler. Acalorado y sudado por la caminata, se detuvo ante la recepción para recoger la llave de su habitación. Aún no tenía una solución. Lo único que quería era subir, meterse en la cama y sumirse en un sueño profundo y despreocupado.
– Lo espera una señora, señor Addison.
¿Señora? Las únicas personas que Harry conocía en Roma eran policías.
– ¿Está seguro?
El conserje sonrió.
– Sí, señor. Muy atractiva, con un vestido de noche verde. Lo espera en el bar del jardín.
– Gracias…
Harry se alejó. Alguien del despacho con una cliente actriz de visita en Roma debió de haberle dicho que se pusiera en contacto con él, tal vez para ayudarlo a distraerse. Era lo último que quería al final de un día como aquél. No le importaba quién fuese ni qué aspecto tuviera.