Con un movimiento brusco, Palestrina se echó a un lado, y el punto de mira del rifle quedó situado sobre el pecho del cardenal Marsciano. F oyó a Valera gruñir a sus espaldas. Haciendo caso omiso, desplazó el rifle hacia la izquierda a través de una mancha de rojo cardenalicio, hasta hallar el blanco de la sotana de León XIV. Unas milésimas de segundo más tarde, el punto de mira se detuvo entre sus ojos, ligeramente por encima del tabique nasal.
Detrás de él, Valera gritó algo. Una vez más, F no prestó atención. Su dedo se afianzó al gatillo en el momento en que el Papa dio un paso al frente, por delante de un agente de seguridad, sonriendo y saludando a la multitud. Luego, de golpe, F desplazó el rifle hacia la derecha, situando el punto de mira sobre la cruz de oro de Rosario Parma, cardenal vicario de Roma. Inexpresivo, F se limitó a apretar el gatillo tres veces en rápida sucesión, haciendo vibrar la habitación con los estampidos de los disparos y, doscientos metros más allá, salpicando al papa León XIV, Giacomo Pecci, y a quienes lo rodeaban con la sangre de un hombre de confianza.
UNO
La voz del contestador automático parecía aterrorizada.
«Harry, soy yo, tu hermano, Danny… No… no quería llamarte en estas circunstancias…, después de tanto tiempo…, pero… no puedo hablar con nadie más… Estoy asustado, Harry… No sé qué hacer… ni… qué pasará. Que Dios me ayude. Si estás ahí, por favor, contesta… Harry, ¿estás ahí?… Supongo que no… Intentaré llamarte más tarde.»
– ¡Mierda!
Harry Addison colgó el teléfono del coche, al cabo de unos instantes volvió a levantarlo y pulsó el botón de rellamada. Oyó los tonos del marcado automático. Luego hubo un silencio, y a continuación sonaron los timbrazos espaciados del sistema telefónico italiano.
– Vamos, Danny, responde…
Después de la duodécima llamada, Harry volvió a colocar el auricular en su soporte y apartó la vista. Las luces del tráfico bailaban de forma hipnótica sobre su rostro, haciéndole olvidar que se encontraba en una limusina, dirigiéndose a toda prisa al aeropuerto para no perder el vuelo de las diez de la noche a Nueva York.
En Los Ángeles eran las nueve, las seis de la mañana en Roma. ¿Dónde podía estar un sacerdote a las seis de la mañana? ¿Rezando maitines? Tal vez por eso no respondía.
«Harry, soy tu hermano, Danny… Estoy asustado… No sé qué hacer… Que Dios me ayude.»
– Santo Dios.
Harry sintió impotencia y pánico al mismo tiempo. Ni una palabra, ni una nota en años, y de pronto la voz de Danny en su contestador, en medio de un alboroto. Y su tono no era normal, sino el de alguien en apuros.
Harry Addison había oído un crujido, como si Danny se dispusiera a colgar y, sin embargo, se hubiese acercado al auricular para dejar su número de teléfono y pedirle que por favor lo llamara si llegaba pronto. Para Harry Addison, pronto significaba hacía unos instantes, cuando escuchó los mensajes grabados en el contestador de su casa. Sin embargo, la llamada de Danny había entrado dos horas antes, poco después de las siete de la tarde, hora de California, pasadas las cuatro de la madrugada en Roma… ¿Qué diablos quería decir pronto para él a esa hora del día?
Harry levantó de nuevo el teléfono y marcó el número de su bufete en Beverly Hills. Se había celebrado una importante reunión de socios, era posible que aún hubiera alguien.
– Joyce, soy Harry. ¿Byron está todavía…?
– Acaba de marchar, señor Addison. ¿Quiere que intente localizarlo en su coche?
– Sí, por favor.
Harry oyó interferencias mientras la secretaria de Byron Willis lo llamaba al teléfono de su coche.
– Lo siento, no responde. Dijo algo acerca de una cena. ¿Le dejo un mensaje en su casa?
Se produjo un destello de luces y Harry sintió que la limusina se inclinaba cuando el chófer tomó el cruce en trébol para salir de la autopista de Ventura y se introdujo a toda prisa en el tráfico de la de San Diego, en dirección al aeropuerto LAX de Los Ángeles. «Tranquilízate -pensó-. Quizá Danny esté en misa, en el trabajo o dando un paseo. No empieces a volverte loco o a volver locos a los demás cuando ni siquiera sabes qué está ocurriendo.»
– No, no se moleste. Me dirijo a Nueva York, hablaré con él por la mañana. Gracias.
Después de colgar, Harry vaciló y volvió a marcar el número de Roma. Oyó los mismos tonos, el mismo silencio y, a continuación, las ya familiares llamadas. No hubo respuesta.
DOS
El padre Daniel Addison dormitaba en un asiento de ventana de la parte trasera del autocar, con los sentidos concentrados en el suave ronroneo del motor diesel y el zumbido de las ruedas mientras el vehículo avanzaba por la autopista hacia Asís.
Iba vestido de calle. Su atuendo de clérigo y artículos de tocador estaban en una pequeña bolsa en el portaequipajes, sobre su cabeza; sus gafas y documentación en el bolsillo interior de la cazadora de nailon que llevaba sobre unos téjanos y una camisa de manga corta. El padre Daniel tenía treinta y tres años y ofrecía el aspecto de un estudiante recién graduado, un turista más que viajaba solo, justo lo que pretendía parecer.
Sacerdote estadounidense destinado al Vaticano, llevaba nueve años viviendo en Roma y casi el mismo tiempo viajando a Asís, cuna del humilde clérigo que se convirtiera en santo. El antiguo pueblo situado en las colinas de Umbría le infundía una sensación de pureza y gracia que lo ponía más en contacto con su propio viaje espiritual que cualquier otro lugar que conociese. Sin embargo, en aquellas circunstancias el viaje era un desastre y su fe se hallaba prácticamente destruida. La confusión y el terror lo anulaban todo. Conservar una brizna de cordura suponía un esfuerzo psicológico considerable. Aun así, estaba en el autocar y en camino, pero sin la menor idea de qué haría o diría al llegar.
Delante, cerca de una veintena de pasajeros conversaban, leían o descansaban como él, disfrutando el frescor del aire acondicionado. En el exterior, el calor del sol veraniego reverberaba en el paisaje rural, madurando los frutos, endulzando las viñas y, poco a poco, deteriorando las escasas murallas y fortalezas diseminadas aquí y allá, visibles en la distancia al paso del autocar.
Dejándose llevar, los pensamientos del padre Daniel volvieron a Harry y a la llamada que había grabado en su contestador poco antes del amanecer. Se preguntaba si su hermano había tenido ocasión de escuchar el mensaje. Y, en caso de que lo hubiera hecho, si seguía resentido y había optado por no devolverle la llamada. Había asumido el riesgo. Él y Harry se habían distanciado en la adolescencia. Hacía ocho años que no se hablaban, diez que no se veían. La última vez había sido un encuentro breve, en Maine, en el funeral de su madre. En aquella ocasión, Harry tenía veintiséis años y Danny, veintitrés. No era del todo absurdo suponer que, a aquellas alturas, Harry habría excluido de su vida a su hermano menor y que, sencillamente, le importaba un comino.
No obstante, en ese momento, lo que Harry pensara o lo que los había mantenido distanciados carecía de importancia. Lo único que quería Danny era oír la voz de su hermano, aproximarse a él de algún modo y pedirle ayuda. Había telefoneado impulsado tanto por el miedo como por el amor y porque no tenía a nadie más a quien acudir. Se había convertido en parte de una pesadilla sin retorno, una tragedia cada vez más oscura y escabrosa. Por ello, sabía que era muy posible que muriese sin volver a ver a su hermano.
Un movimiento en la parte delantera del pasillo lo arrancó de su meditación. Un hombre se encaminaba hacia él. Tenía cuarenta y pocos años, la tez recién afeitada y vestía una chaqueta deportiva ligera y pantalones caqui. Había subido al autocar justo antes de que saliese de la terminal en Roma. Por un instante, el padre Daniel creyó que pasaría de largo en dirección al lavabo. Pero se detuvo a su lado.