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– Usted es norteamericano, ¿verdad? -preguntó con acento británico.

El padre Daniel no lo miró a la cara. Los demás pasajeros continuaban haciendo lo mismo: mirar por la ventanilla, hablar, descansar. El más cercano se encontraba seis filas más adelante.

– Sí…

– Lo suponía. -El hombre le dirigió una amplia sonrisa. Era agradable, incluso jovial-. Me llamo Livermore. Soy inglés, por si no lo ha adivinado ya. ¿Le importa que me siente?

Sin esperar respuesta, se acomodó en el asiento contiguo al del padre Daniel.

– Soy ingeniero civil. Estoy de vacaciones en Italia, dos semanas. El próximo año iré a Estados Unidos. Nunca he estado allí. Cada vez que me encuentro a un norteamericano, le pregunto qué lugares debería visitar. -Era hablador, incluso algo impertinente, pero simpático-. ¿Le importa si le pregunto de qué parte es usted?

– De Maine… -Algo olía mal, pero el padre Daniel no sabía qué.

– Eso está más o menos cerca de Nueva York, ¿verdad?

– Relativamente…

Una vez más, el padre Daniel echó un vistazo a la parte delantera del autocar. Los pasajeros seguían ocupados en lo suyo. Nadie miraba hacia atrás. Sus ojos volvieron a Livermore a tiempo para descubrirlo mirando de soslayo la salida de emergencia en el asiento delantero.

– ¿Vive en Roma? -Livermore sonrió con amabilidad.

¿Por qué había mirado la salida de emergencia?

– Me ha preguntado si soy norteamericano. ¿Por qué habría de vivir en Roma?

– He estado allí unas cuantas veces. Usted me resulta familiar, eso es todo. -La mano derecha de Livermore descansaba sobre su regazo, la otra permanecía fuera del alcance de su vista-. ¿A qué se dedica?

La conversación parecía inocente, pero no lo era.

– Soy escritor…

– ¿Qué escribe?

– Escribo para la televisión estadounidense…

– No, miente. -De pronto, el semblante de Livermore se transformó. Endureciendo la mirada se inclinó hacia el padre Daniel-. Usted es sacerdote.

– ¿Cómo?

– He dicho que usted es sacerdote. Trabaja en el Vaticano. Para el cardenal Marsciano.

El padre Daniel clavó la mirada en su interlocutor.

– ¿Quién es usted?

Livermore le mostró la mano izquierda. Sostenía una automática con un silenciador adaptado al cañón.

– Su verdugo.

En ese instante, un temporizador digital sujeto a la parte inferior del autocar marcó 00.00. Una milésima de segundo después se produjo una enorme explosión. Livermore se esfumó. Las ventanas estallaron. Los asientos y los cuerpos salieron despedidos. Un trozo de acero afilado decapitó al conductor, causando que el autocar se desviase hacia la derecha y aplastara un Ford blanco contra la barrera. Tras rebotar en éste, el vehículo siguió dando tumbos en medio del tráfico, convertido en una estrepitosa bola de fuego de veinte toneladas de acero y caucho ardiendo. Un motociclista desapareció bajo sus ruedas. Luego el autocar se enganchó a la parte trasera de un camión plataforma y dio una vuelta de campana. Chocó contra un Lancia plateado, empujándolo con violencia a través de la mediana, dejándolo justo en el camino de un camión cisterna cargado de gasolina.

Reaccionando de golpe, el conductor del camión cisterna pisó el freno y dio un volantazo hacia la derecha. Con las ruedas bloqueadas y un chirrido de neumáticos, el enorme camión se deslizó hacia delante y de costado, empujando el Lancia como si fuese una bola de billar contra el autocar en llamas, que se despeñó por una cuesta escarpada. Se levantó sobre dos ruedas, permaneció así por un segundo y luego volcó, escupiendo los cuerpos de sus pasajeros, muchos de ellos desmembrados y envueltos en llamas. Cincuenta metros más abajo se detuvo, prendiendo fuego a la hierba seca que lo rodeaba.

Unos segundos más tarde el depósito de combustible estalló, lanzando llamaradas y humo hacia el cielo en una tormenta de fuego que ardió hasta que no quedó más que un armazón reducido a cenizas y una insignificante columna de humo.

TRES

Vuelo 148 de Delta Airlines, de Nueva York a Roma, lunes 6 de julio, 7.30 h

Danny estaba muerto, y Harry se dirigía a Roma con objeto de recoger su cadáver y llevarlo a Estados Unidos para enterrarlo. Como la mayor parte del vuelo, la última hora había sido un sueño. Harry había visto el sol de la mañana tocar los Alpes. Lo había visto reverberar en el mar Tirreno cuando giró el avión, sobrevolando tierras de labranza italianas en su descenso sobre el aeropuerto internacional Leonardo da Vinci, en Fiumicino.

«Harry, soy tu hermano, Danny…»

Lo único que oía era la voz de Danny en el contestador automático. Sonaba una y otra vez en su cerebro, como un trozo de cinta que se repite sin cesar. Temerosa, turbada y, ahora, muda.

«Harry, soy tu hermano, Danny…»

Tras rechazar una taza de café ofrecida por una azafata sonriente y vivaracha, Harry se reclinó en el asiento aterciopelado de la sección de primera clase y cerró los ojos, recordando lo que había ocurrido hasta entonces.

Había intentado llamar a Danny otras dos veces desde el avión. Y una vez más después de registrarse en el hotel. Pero no había obtenido respuesta. Con creciente preocupación, había telefoneado directamente al Vaticano con la esperanza de encontrar a Danny en el trabajo, pero lo pasaron con distintos departamentos donde le hablaban en un inglés chapurreado, en italiano y en una combinación de ambos, y al final le habían comunicado que el padre Daniel «no vendrá hasta el lunes».

Para Harry esto significaba que Danny pasaría fuera el fin de semana y que, con independencia de su estado mental, era una razón legítima para no responder al teléfono. Harry, por su parte, había grabado un mensaje en el contestador automático de su casa con el número de teléfono de su hotel en Nueva York por si Danny llamaba de nuevo, tal como había anunciado.

Después, Harry había vuelto, con un cierto grado de alivio, a sus asuntos y al motivo que lo había llevado a Nueva York: una reunión de última hora con los jefes de promoción y distribución de la Warner Brothers acerca del lanzamiento, el 4 de julio, Día de la Independencia, de Dog on the Moon, principal estreno veraniego de la Warner, la historia de un perro enviado a la Luna en un experimento de la NASA y abandonado allí por accidente. La película estaba escrita y dirigida por Jesús Arroyo, su cliente de veinticuatro años.

Soltero y lo bastante apuesto como para ser una estrella de cine, Harry Addison no era sólo uno de los mejores partidos del mundillo del espectáculo, sino también uno de sus abogados más destacados. Su empresa representaba a la flor y nata de las personalidades multimillonarias de Hollywood.

Sus propios clientes habían protagonizado o eran responsables de algunas de las películas y series televisivas más populares del último lustro. Sus amigos eran personas conocidísimas, gente que aparecía cada semana en las portadas de las revistas.

Su éxito -en palabras de Variety, publicación especializada en la industria de Hollywood- se debía «a una combinación de inteligencia, trabajo denodado y un temperamento marcadamente distinto del de los jóvenes guerreros y abogados de competitividad salvaje para quienes un "trato" lo es todo y cuyo único lema es "no hacer prisioneros". Con su corte de pelo de las universidades del noroeste y sus trajes de Armani, la postura de Addison es que cuanto menos sangre se derrama, más se benefician todas las partes. Es por ello por lo que establece buenos acuerdos, sus clientes lo adoran, los estudios lo respetan y gana un millón de dólares al año».