Roscani tomó otro cigarrillo y lo sostuvo entre los dedos.
– Antes de que el padre Daniel se incorporase a la Iglesia era un miembro del Cuerpo de Marines de Estados Unidos.
– Sí. -Harry, desconcertado, intentaba aprehender la magnitud de las acusaciones. Le resultaba imposible pensar con claridad.
– Se instruyó en una unidad de élite. Era un tirador muy condecorado.
– Hay miles de tiradores muy condecorados. ¡Por el amor de Dios, era un sacerdote!
– Un sacerdote con la habilidad suficiente para acertar tres tiros en el pecho de un hombre a una distancia de doscientos metros. -Roscani lo observó-. Su hermano era un excelente tirador. Ganó varias competiciones. Disponemos de su historial, señor Addison.
– Eso no lo convierte en asesino.
– Le preguntaré de nuevo acerca de Miguel Valera.
– Le he dicho que nunca había oído hablar de él.
– Yo creo que sí.
– No, nunca. Hasta que usted lo mencionó.
Los dedos de la estenógrafa pulsaban las teclas de forma ininterrumpida, registrando cada palabra; lo que decía Roscani, lo que decía él, todo.
– Entonces se lo diré yo: Miguel Valera era un comunista español, de Madrid. Alquiló un piso frente a la plaza de Letrán dos semanas antes del asesinato. Fue desde allí desde donde se dispararon las balas que acabaron con la vida del cardenal Parma. Valera continuaba allí cuando llegamos: colgado de una tubería en el baño, con un cinturón atado al cuello… -Roscani golpeó un par de veces el filtro del cigarrillo sobre la mesa para compactar el tabaco-. ¿Sabe qué es un Sako TRG 21, señor Addison?
– No.
– Es un rifle finlandés para francotiradores. El arma con la que mataron al cardenal Parma. Lo encontramos envuelto en una toalla detrás de un sofá, en el mismo apartamento. Presentaba las huellas dactilares de Valera.
– ¿Sólo las suyas?
– Sí.
Harry se reclinó en el respaldo, con las manos entrelazadas delante de la barbilla y la mirada fija en Roscani.
– Entonces, ¿por qué acusan a mi hermano del crimen?
– Había otra persona en el piso, señor Addison. Alguien que llevaba guantes y que quería que creyéramos que Valera actuó por su cuenta. -Roscani se llevó despacio el cigarrillo a los labios, con la cerilla aún encendida entre los dedos-. ¿Cuánto cuesta un Sako TRG 21?
– No tengo la menor idea.
– Cerca de cuatro mil dólares, señor Addison. -Toscani apagó la cerilla retorciéndola entre el pulgar y el índice y la dejó caer sobre el cenicero.
– Alquilaron el apartamento por casi quinientos dólares a la semana. El propio Valera lo pagó en metálico… Miguel Valera era un comunista de toda la vida, un albañil que apenas trabajaba. Tenía una mujer y cinco hijos a quienes a duras penas podía mantener.
Harry lo miró, incrédulo.
– ¿Está sugiriendo que mi hermano era la otra persona que se encontraba en la habitación? ¿Que compró el rifle y le dio el dinero a Valera para el alquiler?
– ¿Cómo habría podido hacerlo, señor Addison? Su hermano era un sacerdote. Era pobre. Recibía un pequeño estipendio de la Iglesia. Tenía muy poco dinero. Ni siquiera tenía una cuenta bancaria… No disponía de cuatro mil dólares para un rifle, ni del equivalente de mil dólares en metálico para pagar el alquiler de un piso.
– No hace más que contradecirse, detective. Me asegura que las únicas huellas halladas en el arma del crimen pertenecían a Valera y, al mismo tiempo, quiere que crea que fue mi hermano quien apretó el gatillo. Y luego me explica con todo detalle que no habría podido permitirse el lujo de comprar el rifle ni alquilar el piso. ¿A qué juega?
– El dinero lo aportó otra persona, señor Addison.
– ¿Quién? -Harry dirigió una mirada airada a Pio y, luego, a Roscani.
El policía lo observó por un momento y luego alzó la mano derecha, entre cuyos dedos humeaba el cigarrillo.
– Usted, señor Addison.
A Harry se le secó la boca. Intentó tragar saliva, pero no pudo. Así que por eso habían ido a buscarlo al aeropuerto y lo habían llevado a la Questura. Al margen de lo que hubiese ocurrido, Danny se había convertido en el principal sospechoso e intentaban relacionarlo con el crimen. No lo permitiría. Se puso en pie de golpe, empujando la silla hacia atrás.
– Quiero llamar a la embajada de Estados Unidos. Ahora mismo.
– Díselo -indicó Roscani en italiano.
Pio abandonó su posición junto a la ventana y atravesó la habitación.
– Sabíamos que vendría a Roma, y en qué vuelo, pero no por la razón que usted cree. -La actitud de Pio resultaba más agradable que la de Roscani: su postura, el ritmo con el que hablaba…, o tal vez se debía sólo a que parecía norteamericano.
»La noche del domingo solicitamos ayuda al FBI. Para cuando lo localizaron, usted ya venía de camino hacia aquí. -Se sentó en el borde del escritorio de Roscani-. Si quiere hablar con su embajada, tiene todo el derecho. Pero sepa que si lo hace no tardará en hablar con los agregados legales.
– No sin un abogado.
Harry sabía qué eran los agregados legales, agentes especiales del FBI destinados a las embajadas estadounidenses que trabajan en coordinación con la policía local. Sin embargo, la amenaza no cambiaba nada. Pese a que se sentía abrumado y perplejo, no pensaba permitir que nadie, ni la policía romana ni el FBI, continuaran haciéndole interrogatorios como aquél sin el asesoramiento de alguien muy versado en legislación criminal italiana.
– Richieda un mandato di cattura. -Roscani se dirigió a Pio.
Harry reaccionó con ira.
– ¿Les importaría hablar en mi idioma?
Roscani se puso de pie y rodeó su escritorio.
– Le he dicho que pida una orden de detención.
– ¿De qué se me acusa?
– Un momento. -Pio miró a Roscani y señaló con un gesto la puerta. Roscani no hizo caso y siguió mirando a Harry, actuando como si éste hubiese matado al cardenal Parma.
Pio se lo llevó aparte, y le dijo algo en italiano. Roscani vaciló. Luego Pio añadió algo más. Roscani cedió y ambos salieron.
Harry los vio cerrar la puerta tras de sí y se volvió. La mujer de cabello largo sentada ante el teclado lo observaba. Haciendo como si ella no existiera, se acercó a la ventana. Era un modo de distraerse. A través del pesado cristal vio la angosta calle adoquinada, y, enfrente, un edificio de ladrillos. En el otro extremo se alzaba lo que parecía una estación de bomberos. Se sentía como en una prisión.
¿En qué diablos se había metido? ¿Y si tenían razón y Danny se había visto involucrado en el asesinato? Pero eso era absurdo. ¿O no lo era? De adolescente, Danny había tenido problemas con la ley. No muchos, pero algunos, como muchos jóvenes descontentos. Robos de escasa cuantía, vandalismo, peleas…, en resumen, se metía en líos. Era una de las razones por las que se había unido a los marines, como una manera de disciplinarse. No obstante, ya habían transcurrido muchos años desde aquello; cuando murió ya era un hombre adulto y hacía mucho tiempo que se había ordenado sacerdote. Resultaba imposible imaginarlo como asesino. Sin embargo -y Harry no quería pensar en ello, pero era verdad-, habría aprendido a serlo en el Cuerpo de Marines. Además, estaba la llamada. ¿Y si lo había llamado por eso? ¿Y si en realidad lo había hecho y no tenía otra persona con quien hablar?
Percibió un sonido, la puerta se abrió, y Pio entró solo. Harry miró detrás de él, esperando ver a Roscani, pero éste no apareció.
– ¿Ha reservado habitación en un hotel, señor Addison?
– Sí.
– ¿En cuál?
– El Hassler.
– Me encargaré de que envíen su equipaje allí. -Extrajo el pasaporte de Harry de un bolsillo de su chaqueta y se lo entregó-. Lo necesitará para registrarse.
Harry lo miró fijamente.
– ¿Puedo marcharme…?