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– Es decir, a usted y a mí.

– Sí.

– Y aunque no nos haya explicado nada…

– No se pararán a preguntar -Harry acabó la frase por ella.

De pronto surgió de la nada el ruido de las palas de un helicóptero. Harry tomó a Elena del brazo y la condujo a la entrada de la gruta justo en el momento en que el helicóptero sobrevolaba los acantilados y, trazando una amplia curva, desaparecía después entre las copas de los árboles.

Elena miró a Harry.

– Comprendo la situación, señor Addison, y estoy preparada.

Harry clavó los ojos en los de ella.

– De acuerdo -dijo y fue en busca de Danny.

NOVENTA Y SEIS

Roscani oteaba el lago y las copas de los árboles desde el helicóptero, sobre los acantilados. Había decidido echar un último vistazo por su cuenta, tal como habría hecho su padre, quien siempre pensaba que tendría éxito allí donde todo el mundo había fracasado. Pero no fue así; abajo no había más que rocas y árboles, y el agua a la izquierda.

– ¡Mierda! -masculló Roscani. Estaban todos allí abajo: el padre Daniel, la monja, el hombre del punzón para el hielo y la cuchilla y Harry Addison. La intuición de Otello Roscani no había fallado: las huellas encontradas en el botiquín del padre Daniel confirmaban que Harry Addison había estado en la gruta.

Roscani no quería ni imaginar cómo el norteamericano había escapado de sus manos, cómo había dado con las grutas antes que ellos, ni cómo había logrado huir del hombre rubio. Lo único positivo era que habían restringido la búsqueda a un área de unos pocos kilómetros cuadrados. En cambio, se enfrentaba a dos grupos de fugitivos: el de Addison y el asesino rubio, todos muy hábiles en eludir a la policía. El deber de Roscani consistía en cerrar cualquier vía de escape y acabar con esa historia lo antes posible.

Más al norte, Roscani divisó el despliegue del Gruppo Cardinale: cientos de soldados, carabinieri y miembros de la policía local instalados en el campamento base de los acantilados, sobre la gruta.

De improviso, Roscani ordenó al piloto del helicóptero que regresara al cuartel general de Villa Lorenzi. El Gruppo Cardinale perseguía, por un lado, a los estadounidenses y la monja, a quienes ya conocía, y por el otro, al asesino rubio, cuya identidad debía descubrir como fuera.

NOVENTA Y SIETE

El volante temblaba en manos de Harry, y la camioneta daba tumbos por el camino escarpado de la colina, a veces avanzando con lentitud y otras derrapando peligrosamente hacia el borde del acantilado, sobre el lago. Por fin abandonaron el sendero pedregoso y llegaron a un camino asfaltado donde las ruedas del vehículo se adherían mejor al suelo.

– Por ahora, todo va bien.

Harry sonrió a Elena, que iba acurrucada contra la puerta, intentando ocultar el miedo que sentía, mientras a Danny, sentado entre los dos, se le veía exhausto, con la mirada perdida, ausente. Harry consultó el rudimentario salpicadero del vehículo. Sólo les quedaba un cuarto de depósito de gasolina y no sabía hasta dónde llegarían.

– Señor Addison, debemos dar de beber y comer cuanto antes a su hermano.

A esas horas reinaba una oscuridad total y a lo lejos brillaban las luces del tráfico en la carretera de Bellagio. La autopista del sur los llevaría a Como, pero ni él ni Elena sabían cuántas ciudades debían cruzar ni a qué distancia se encontraba.

– ¿Existe la posibilidad de acogerse a sagrado en la Iglesia italiana? -preguntó Harry al recordar de pronto que durante siglos la Iglesia había ofrecido asilo a refugiados y fugitivos.

– No lo sé…

– ¿Cree que al menos nos ayudarían, aunque sólo fuera por esta noche?

– En Bellagio, en lo alto de las escaleras, está la iglesia de Santa Chiara. La recuerdo porque es franciscana y yo pertenezco a esa orden… Son los únicos que tal vez nos ayuden.

– Bellagio. -A Harry no le entusiasmaba la idea; resultaba demasiado peligroso. Más valía continuar hacia el sur, adonde quizás aún no había llegado la policía.

– Señor Addison -Elena miró a Danny como si hubiera adivinado lo que estaba pensando Harry-, no tenemos tiempo.

Harry posó la vista en Danny, que dormía con la cabeza inclinada sobre el pecho. Elena tenía razón, no les quedaba tiempo.

NOVENTA Y OCHO

El helicóptero se posó sobre el camino de entrada de Villa Lorenzi, con las cegadoras luces de aterrizaje encendidas y levantando un remolino de polvo.

Roscani se agachó para esquivar las hélices todavía en marcha y cruzó los jardines en dirección al centro de operaciones, instalado en el enorme salón de baile. Éste, con sus decoraciones y candelabros, parecía la clase de sitio donde se establecería un ejército invasor y, en cierto modo, lo era.

Cruzó la sala en medio de ruidos y preguntas y echó un vistazo al mapa gigante colgado de la pared. Al ver las pequeñas banderas italianas que señalaban los puestos de control, temió, por enésima vez, que no estuviesen llevando a cabo la búsqueda con la suficiente discreción. Eran un ejército y, por tanto, pensaban y actuaban como tal, pero también estaban sujetos a las limitaciones de una fuerza de gran tamaño, mientras que las presas eran audaces e ingeniosas guerrillas.

Roscani entró en un pequeño despacho al otro lado del salón de baile y cerró la puerta tras de sí. Lo aguardaban varias llamadas: de Tagua, de Farel y de su mujer.

Primero hablaría con su mujer, después con Taglia y, por último, con Farel. A continuación se tomaría veinte minutos de assoluta tranquilina, para pensar en silencio, repasar la información enviada por la Interpol e intentar descubrir entre esas páginas la identidad del hombre rubio.

Bellagio, hotel Florence, 20.40 h

Thomas Kind contempló su reflejo en el espejo del tocador. Había desinfectado los arañazos que le había hecho Marta. Las heridas habían cicatrizado lo suficiente como para disimularlas bajo una capa de maquillaje.

Poco antes de las cinco había regresado al hotel con dos estudiantes ingleses que lo habían recogido en la carretera. Les había explicado que se había peleado con su novia, que le había arañado la cara y se había largado. Él regresaría a Holanda esa misma noche y, por lo que a él concernía, ella podía irse al infierno. Unos quinientos metros antes de llegar al control de policía, pidió a los chicos que lo dejaran bajar del coche porque necesitaba serenarse caminando. Cuando el coche se alejó, Kind abandonó la carretera, avanzó a campo traviesa y regresó a la vía, al otro lado del puesto de control. A partir de allí lo esperaba una caminata de veinte minutos hasta Bellagio.

Cuando llegó al Florence subió a la habitación por la escalera de atrás. Llamó a recepción para avisar que abandonaría el hotel antes de tiempo y que cualquier gasto adicional debía cargarse a su tarjeta de crédito. Después se miró en el espejo y decidió que lo que necesitaba era una ducha y un cambio de aspecto. Y vaya si cambió.

Kind se acercó al espejo y se aplicó rímel y sombra de ojos. Satisfecho, dio un paso atrás y se contempló de cuerpo entero. Llevaba zapatos de tacón alto, pantalones beige y una blusa blanca debajo de una americana azul. Los pendientes de oro y el collar de perlas le daban el toque final. Cerró la maleta, se miró de nuevo en el espejo y se puso una pamela antes de echar sobre la cama las llaves de la habitación y marcharse.

Thomas José Álvarez-Ríos Kind, de Quito, Ecuador, alias Frederick Voor, de Ámsterdam, se había transformado en Julia Louise Phelps, agente inmobiliaria de San Francisco, California.