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– ¿Harry?

– Sigo aquí.

– ¿Estás con tu hermano?

– Sí.

– Dime dónde estás.

22.30 h

Elena seguía sin aparecer.

– ¿Dónde estás tú, Adrianna?

– En Bellagio, en el hotel Du Lac, el mismo en el que continúas registrado.

– ¿Está contigo Eaton?

– No, está en camino desde Roma.

De pronto unas luces aparecieron en la cima de la colina y comenzaron a descender. Policías en motocicleta, dos. Bajaban despacio, mirando el interior de los coches, observando la acera, buscándolos a él y a Danny.

– Harry, ¿estás ahí?

Danny se revolvió, y Harry rogó que no se despertara como había sucedido en la gruta.

– Dime dónde estás y me reuniré contigo.

Danny se movió de nuevo, la policía estaba allí, a pocos metros de distancia.

– Mierda, Harry, háblame, dime dónde estás.

¡Clic!

Harry apagó el teléfono y cubrió a Danny con su cuerpo, rezando por que guardara silencio; entonces, en algún lugar del vehículo, volvió a sonar el teléfono.

Era Adrianna otra vez.

– ¡Dios mío! -Harry contuvo la respiración.

El timbre del teléfono sonaba muy fuerte, como amplificado a través de un altavoz. Intentó encontrar el aparato en la oscuridad, pero estaba atrapado entre el asiento, los pliegues de su camisa y Danny. Trató de taparlo con el cuerpo para que la policía no lo oyera en la quietud de aquella noche de verano.

El teléfono tardó una eternidad en dejar de sonar. Sumido en el silencio, Harry deseaba ver si la policía había pasado de largo, pero no se atrevía a levantar la cabeza. Oía latir su corazón con violencia.

De súbito alguien golpeó la ventana, y Harry se quedó paralizado. Oyó un segundo golpe, más fuerte.

Aterrorizado y resignado, levantó por fin la cabeza.

Elena lo miraba. Iba acompañada de un cura, y llevaban una silla de ruedas.

CIENTO UNO

Una mujer atractiva, con una americana azul y una pamela grande, estaba sentada cerca de la ventana de la fachada del bar del hotel Florence. Desde allí divisaba el muelle y el embarcadero del hidrodeslizador. También veía a los policías del Gruppo Cardinale que, junto a la taquilla, vigilaban a las personas que esperaban el barco.

De espaldas a la multitud del café, extrajo un teléfono móvil del bolso y marcó un número de Milán. La llamada fue recibida por una centralita que la transfirió a un segundo número, a otra centralita de la ciudad costera de Civitavecchia y, desde allí, a un número de teléfono que no figuraba en la guía.

– Sí -respondió una voz masculina.

– Aquí F -dijo Thomas Kind.

– Un momento.

Silencio.

– Sí -contestó una segunda voz masculina distorsionada por medios electrónicos. El resto de la conversación discurrió en francés.

F: El objetivo está vivo, quizás herido…, y, siento comunicárselo, ha escapado.

VOZ MASCULINA: Lo sé.

F: ¿Qué quiere que haga? Si lo desea, dimitiré.

VOZ MASCULINA: No, valoro su capacidad de decisión y su eficacia… La policía sabe que usted está allí y lo buscan, pero ignoran quién es.

F: Lo suponía.

VOZ MASCULINA: ¿Puede abandonar la zona? F: Tal vez, con suerte.

VOZ MASCULINA: Entonces quiero que venga aquí. F: Todavía puedo cazar la presa aquí, a pesar de la policía. Voz MASCULINA: Lo sé, pero ¿para qué? La polilla ha despertado y es posible atraerla a la llama.

Palestrina pulsó el botón de una caja junto al teléfono y entregó el auricular a Farel, que lo colgó. Por un momento, el secretario de Estado del Vaticano permaneció sentado contemplando su despacho de mármol apenas iluminado, las pinturas, las esculturas, las estanterías con libros antiguos, los siglos de historia que lo rodeaban en aquella residencia bajo los aposentos del Papa, en el palacio de Sixto V, donde en ese momento dormía el Santo Padre, agotado por las actividades del día y tras delegar en sus consejeros las cuestiones diarias de la Santa Sede.

– Si me lo permite, Eminencia… -apuntó Farel.

– Dígame qué piensa -lo exhortó Palestrina.

– El cura. Ni Thomas Kind ni Roscani son capaces de atraparlo, es como un gato de siete vidas. Y, aunque lo cacemos…, ¿qué ocurrirá si habla antes?

– ¿Insinúa que un solo hombre es capaz de hacernos perder China?

– Sí, y no podríamos hacer nada al respecto, excepto negarlo todo; pero habríamos perdido China y la sospecha nos perseguiría durante siglos.

Palestrina giró despacio la silla y contempló la escultura que tenía ante sí, el busto de Alejandro Magno tallado en mármol griego en el siglo V.

– Soy hijo del rey de Macedonia. -Se dirigía a Farel, pero sin quitar los ojos de la escultura-. Aristóteles fue mi tutor. A los veinte años, mi padre fue asesinado y me convertí en rey, rodeado por sus enemigos. Pronto descubrí quiénes eran y ordené su ejecución. Me rodeé de hombres leales y aplasté la rebelión que habían iniciado… En dos años me puse al frente de un ejército de treinta y cinco mil griegos y macedonios y crucé el Helesponto hasta Persia.

Con lentitud estudiada, Palestrina se volvió hacia Farel. El ángulo de su rostro y la luz que se reflejaba detrás de la escultura confundían el busto y su cabeza. Buscó los ojos de Farel y continuó. El policía sintió que un escalofrío le recorría la espalda. La mirada de Palestrina se volvía más fría y distante a medida que hablaba y encarnaba con más convicción al personaje que creía ser.

– Cerca de Troya vencí a un ejército de cuarenta mil hombres, y perdí sólo a ciento diez de los míos. Después continué hacia el sur, donde me enfrenté con el rey Darío y con los quinientos mil hombres del ejército principal de Persia.

»Darío huyó dejando atrás a su madre, a su mujer y a sus hijos. Tomé Tiro y Gaza y avancé hasta Egipto, con lo que toda la costa este del Mediterráneo cayó bajo mi control. Conquisté Babilonia y lo que quedaba del Imperio persa más allá de la costa sur del mar Caspio, hacia Afganistán. Luego volví mis ojos hacia el norte, hasta lo que ahora conocemos como el Turkestán occidental, y Asia central; esto ocurrió en el 327 antes de Cristo. En tres años lo conseguí casi todo.

De golpe, Palestrina miró a Farel, rompiendo el distanciamiento.

– No fallé en Persia, Jacov, y, con o sin cura, no fallaré en China. -Palestrina bajó la voz y miró fijamente a Farel-. Tráeme al padre Bardoni ahora mismo.

CIENTO DOS

Bellagio, 22. 50 h

Elena permanecía inmóvil en la oscuridad, contemplando el cuadrado de luz que entraba por la pequeña ventana del muro.

Se hallaban detrás de la iglesia, en el monasterio donde se alojaban los curas. Con excepción del padre Renato, el sacerdote afable que la había acompañado a la furgoneta, y de dos o tres curas más, el resto se encontraba ausente, en retiro espiritual. Gracias a esta feliz circunstancia, habían podido ofrecerles dos pequeñas habitaciones contiguas a ella y al padre Daniel, y una a Harry, al otro lado del pasillo.

Lamentaba haber tardado tanto en regresar a la camioneta y haber causado tanta ansiedad a Harry, pero no había tenido más remedio. No había resultado fácil convencer al padre Renato, quien sólo cedió a sus deseos después de hablar con su madre superiora, en Siena. Luego la había acompañado hasta la camioneta y había esperado con la silla de ruedas en la oscuridad a que se alejasen los policías en motocicleta.

Ya en el monasterio, dieron de beber y comer al padre Daniel y lo metieron en la cama. A continuación, el padre Renato los guió a la pequeña cocina del edificio y les sirvió un arroz con pollo que había sobrado del mediodía. Después de la cena los condujo a sus aposentos y se retiró a dormir, no sin antes advertirles que los demás clérigos regresarían al día siguiente y que debían marcharse antes de su llegada.