«¿Marcharnos? ¿Adónde?», se preguntó Elena con la mirada fija en el cuadrado de luz.
Ello hizo que se planteara la cuestión de su propia libertad o, más bien, la de su falta de libertad. El punto de inflexión se había producido en la gruta, cuando se derrumbó emocionalmente y Harry, pese a su agotamiento, se acercó para consolarla. Luego estaba el momento en que regresó con la camioneta y la encontró medio desnuda; la manera en que se disculpó y dio media vuelta convirtieron ese instante en un momento erótico y no embarazoso. Elena se preguntó si, a pesar de la gravedad y la urgencia de la situación, Harry habría estudiado su cuerpo por más tiempo si ella no hubiese sido una monja. Después de todo, era joven y consideraba que tenía una bonita figura.
De pronto, y por primera vez desde que escuchó la respiración de Danny en el hospital, se notó excitada. La noche era calurosa, y yacía desnuda bajo las sábanas. Sintió que una ola de calor le recorría el cuerpo y se llevó las manos a los pechos.
Vio de nuevo a Harry salir de la cueva, fijando la vista en ella. Sólo en ese momento tomó consciencia de su deseo de sentirse mujer en el sentido más pleno, y ya no tuvo miedo de estos sentimientos. Si Dios la ponía a prueba, no era para comprobar su fuerza interior o sus votos de obediencia y castidad, sino para ayudarla a encontrarse a sí misma, a determinar quién era y quién deseaba ser. Quizá por esta razón había sucedido todo aquello, y Harry había entrado en su vida: para forzarla a tomar una decisión. Su presencia y su actitud la afectaban de un modo que jamás había sentido, la invadía una sensación de ternura que en cierto modo anulaba los sentimientos de culpabilidad y aislamiento que solían atarla. Era como abrir una puerta y descubrir que, al otro lado, la vida era alegre, que valía la pena experimentar las mismas pasiones y emociones que los demás, que valía la pena ser Elena Voso.
Harry oyó llamar a la puerta y luego vio que ésta se entreabría con suavidad.
– Señor Addison… -susurró Elena.
– ¿Qué sucede? -Harry se incorporó de golpe, alerta.
– Nada malo… ¿Le importa si entro?
Harry titubeó, desconcertado.
– No, claro…
Ella abrió la puerta un poco más, y Harry contempló el contorno de su figura a contraluz, antes de que la cerrase tras de sí.
– Siento haberlo despertado.
– No importa…
Aunque había poca luz, Harry vio a Elena acercarse vestida con el hábito pero descalza. Parecía nerviosa.
– Siéntese -le pidió él, señalándole la cama.
Elena miró primero el lecho y luego a Harry.
– Prefiero estar de pie, señor Addison.
– Harry -la corrigió él.
– Harry… -Elena sonrió nerviosa.
– ¿Qué sucede?
– He tomado una decisión que deseaba compartir con usted.
Harry asintió sin saber qué ocurría.
– Poco después de conocernos le dije que Dios me había encomendado la misión de cuidar de su hermano.
– Sí.
– Bien, pues una vez finalizada esta misión, solicitaré a mis superiores autorización para abandonar el convento.
Por un momento Harry no respondió.
– ¿Me está pidiendo mi opinión?
– No, le comunico un hecho.
– Elena -le dijo Harry con suavidad-. Antes de tomar una decisión definitiva, tenga en cuenta que, después de lo ocurrido, ninguno de nosotros tiene la mente muy clara.
– Soy consciente de ello. También sé que lo que hemos pasado me ha ayudado a aclarar los sentimientos que me rondaban desde hacía tiempo…, mucho antes de que nada de esto ocurriera… Sólo quiero estar con un hombre, amarlo en todos los sentidos y que él me ame de la misma manera.
Harry la estudió con detenimiento, reparando en el ritmo de su respiración. Incluso en la penumbra veía el brillo decidido de sus ojos.
– Eso es algo muy personal… Elena guardó silencio y Harry sonrió.
– Lo que no acabo de comprender es por qué me lo cuenta a mí. -Porque no sé qué ocurrirá mañana y necesitaba contárselo a alguien que me comprendiera; y porque quería que tú lo supieras, Harry -Elena sostuvo su mirada-. Buenas noches y que Dios te bendiga -susurró al fin antes de salir.
Harry la siguió con la vista mientras abandonaba la habitación. Le había expresado algo muy personal, y él todavía no entendía muy bien por qué. Sabía que jamás había conocido a alguien como Elena, pero también era consciente de que ése no era el momento apropiado para sentirse atraído por ella; lo último que necesitaba era una distracción tan perturbadora y, por tanto, peligrosa.
CIENTO TRES
Una atractiva mujer con pamela esperaba la llegada del hidrodeslizador junto al resto de los pasajeros.
Arriba, en las escaleras, cuatro policías del Gruppo Cardinale vigilaban con chalecos antibalas y metralletas Uzi. Cuatro policías más recorrían el embarcadero, escrutando los rostros de todos los pasajeros en busca de los fugitivos. En el control de pasaportes confirmaron que la mayoría eran turistas extranjeros procedentes del Reino Unido, Alemania, Brasil, Australia y Estados Unidos.
– Grazie -dijo el policía al devolver el pasaporte a Julia Louise Phelps y se llevó la mano a la gorra a modo de saludo. No era un hombre rubio con arañazos en la cara, ni una monja italiana, ni un cura con su hermano. Era una mujer alta y atractiva, estadounidense -tal como se había imaginado-, con pamela y una hermosa sonrisa. Por eso se había acercado y le había pedido los papeles; no porque resultase sospechosa, sino porque él deseaba coquetear y ella se lo había permitido.
Entonces llegó el hidrodeslizador y la norteamericana guardó el pasaporte en el bolso, sonrió al agente y subió a bordo con los demás pasajeros.
Minutos más tarde se elevó la pasarela, se pusieron en marcha los motores y la embarcación se alejó.
Los policías contemplaron el barco mientras aceleraba, levantaba la proa del agua y se adentraba en las oscuras aguas del lago en dirección a Tremezzo y Lenno y, después, a Lezzeno y Argegno, para regresar más tarde a Como. El hidrodeslizador Freccia delle Betulle era el último de esa noche, y todos y cada uno de los policías se relajaron al verlo zarpar, conscientes de que habían hecho un buen trabajo, pues ninguno de los fugitivos había burlado sus controles.
Farel abrió la puerta del despacho privado de Palestrina e hizo pasar a un padre Bardoni de rostro impasible con gafas, un subordinado que se limitaba a acudir a la llamada de un superior, sin importarle la hora.
Palestrina, sentado detrás de la mesa del despacho, indicó al padre Bardoni que tomara asiento.
– Lo he mandado llamar para comunicarle personalmente que el cardenal Marsciano está enfermo.
– ¿Enfermo? -El padre Bardoni se inclinó hacia delante.
– Se desmayó aquí mismo, en mi despacho, esta tarde, al regresar de la reunión en la embajada de China; los médicos creen que se trata de un simple caso de agotamiento, pero no están seguros, así que lo tenemos en observación.
– ¿Dónde está?
– Aquí, en el Vaticano, en los aposentos para invitados de la torre de San Giovanni -respondió Palestrina.
– ¿Por qué no lo han ingresado en el hospital? -Por el rabillo del ojo, el padre Bardoni vio acercarse a Farel.
– Porque he decidido mantenerlo aquí; creo que conozco el motivo de su «agotamiento»…
– ¿Cuál es?
– El problema con el padre Daniel.
Palestrina observó atento al sacerdote, quien hasta entonces no había mostrado emoción alguna, ni siquiera al mencionar el nombre del cura norteamericano.