Aunque tal vez descabellada, la idea había calado en su mente, sobre todo a la luz del pensamiento singular que lo había llevado hasta allí: la observación de Farel de que el padre Daniel era como un gato que no había agotado todas sus vidas, el único hombre capaz de hacerle perder China. Antes, el padre Daniel había supuesto un percance inoportuno, una llaga purulenta que había que eliminar. El hecho de que hasta la fecha hubiese sido capaz de eludir tanto a Thomas Kind como a los hombres de Roscani tocaba una fibra sensible en su interior que lo aterrorizaba: su profunda y secreta creencia en un oscuro infierno pagano y en los espíritus depravados que lo poblaban. Estaba convencido de que dichos espíritus eran responsables del repentino ataque de fiebre paralizante y de la posterior muerte cruel que le sobrevino a la edad de treinta y tres años, cuando era Alejandro. Si eran ellos quienes guiaban al padre Daniel…
– ¡No! -gritó Palestrina.
Se dio la vuelta y descendió por las escaleras hasta llegar a los jardines. No quería pensar en los espíritus, ni en ese momento ni nunca. No eran reales, sino fruto de su imaginación, y no permitiría que su propia imaginación lo destruyera.
CIENTO CUATRO
La burocracia, el caos reinante y su propio cargo de inspector de aguas habían retrasado la salida de Li Wen de la planta depuradora. Sin embargo al fin lo había hecho, pasando por delante de la multitud furiosa de políticos y científicos. En ese momento, con el maletín en una mano y tapándose la nariz con un pañuelo con la otra en un intento inútil de protegerse del hedor de los cuerpos putrefactos, se dirigía a Changjiang Lu. Caminaba ora por la calle ora por la acera, esquivando las ambulancias y vehículos de urgencias y a las hordas de personas desesperadas que intentaban huir de la ciudad, buscaban a familiares o esperaban temerosas los primeros síntomas de escalofríos y náuseas que indicaban que el agua que habían bebido estaba envenenada. Y la mayoría hacía las tres cosas a la vez.
Recorrió una manzana y pasó por delante del hotel Chino de Ultramar, donde se había alojado y había dejado la maleta y la ropa. El hotel ya no era tal, sino el Centro de Toxicología de la Provincia de Anhui. Lo habían expropiado en cuestión de horas, los huéspedes se habían visto obligados a abandonar sus habitaciones y su equipaje se había amontonado en el vestíbulo. Pero aunque hubiese tenido tiempo, Li Wen no habría regresado al hoteclass="underline" había demasiada gente; quizá lo reconocerían y le harían preguntas, retrasándolo todavía más…, y Li Wen no debía retrasarse un minuto más.
Con la cabeza gacha, haciendo todo lo posible por no ver la expresión de horror en los rostros de las personas que lo rodeaban, anduvo hasta la estación donde los vehículos del ejército esperaban a los cientos de soldados que llegaban en tren.
Empapado en sudor y arrastrando el maletín, se abrió paso a codazos entre los soldados y esquivó a la policía militar. Cada paso resultaba más difícil que el anterior. Su cuerpo de cuarenta y seis años luchaba contra la tensión de los últimos días, el calor incesante y el hedor insoportable de los cuerpos en descomposición. Finalmente llegó hasta el jicunchu, la consigna, y recogió la vieja maleta que había depositado el lunes al llegar. La valija contenía las sustancias químicas necesarias para fabricar más «bolas».
Cargado con el doble de peso, regresó a la estación, se abrió paso a través de la entrada al andén y caminó cincuenta metros hasta la zona de los pasajeros, atestada de refugiados que esperaban la salida del siguiente tren. El suyo llegaría en quince minutos. Descargaría un tropel de soldados y se llenaría con más gente. Por su calidad de funcionario del Gobierno, dispondría de un asiento, algo por lo que se sentía agradecido en extremo. Una vez sentado procuraría relajarse. El viaje hasta Wuhu duraba casi dos horas; luego tomaría el tren a Nanjing, donde pernoctaría en el hotel Xuanwu de Zhongyang Lu, como estaba previsto. Allí podría descansar y dejar que lo embargara la sensación de venganza y de triunfo sobre el Gobierno dogmático que había matado a su padre y le había robado la niñez.
Disfrutaría de su tiempo y aguardaría a recibir la siguiente orden y a que le asignasen el siguiente objetivo.
CIENTO CINCO
Con el cuello de la camisa abierto y sin chaqueta, Roscani echó un vistazo al enorme salón de baile. Sus hombres trabajaban sin cesar desde la medianoche, momento que había aprovechado para enviar a dormir al segundo piso a los que se veían más agotados. Algunos agentes seguían trabajando en el exterior, y Castelletti había despegado en el helicóptero al despuntar el alba, mientras Scala, convencido de que no habían rastreado toda la gruta, había regresado con dos perros y sus cuidadores.
A las dos de la mañana, antes de irse a dormir, Roscani había solicitado al ejército que le enviara ochocientos soldados adicionales. A las tres y cuarto volvía a estar en pie y duchado, vestido con la misma ropa que había llevado los dos últimos días. A las cuatro decidió que ya había tenido bastante.
A las seis de la mañana, las televisiones y radios locales emitieron un comunicado a la ciudadanía: en dos horas, a las ocho de la mañana, el ejército registraría todas las casas de la zona, puerta por puerta. El mensaje había sido sencillo y directo: los fugitivos estaban cerca, y los encontrarían; toda persona que los encubriera sería considerada cómplice y juzgada por ello.
La táctica de Roscani constituía algo más que una amenaza, era una estratagema para que los fugitivos creyeran que tenían la posibilidad de huir si lo intentaban antes de la hora fijada. Por ello, los efectivos del Gruppo Cardinale y las tropas del ejército se habían situado en sus puestos treinta minutos antes de que se lanzara el comunicado, con la esperanza de que alguno de los fugitivos saliese de su escondrijo.
Roscani echó un vistazo al recargado reloj rococó de Eros Barbu situado sobre la silenciosa tarima de la orquesta, y después miró a los hombres y mujeres, sentados ante las pantallas de ordenador y los teléfonos, que cribaban la información y coordinaban a los miembros del Gruppo Cardinale que trabajaban sobre el terreno. Por último, tomó un sorbo de café frío pero dulce y salió, no sin antes volver la vista atrás.
En el exterior, el lago de Como estaba tranquilo, igual que el aire. Roscani se encaminó a la orilla y giró para contemplar la imponente villa. El estilo de vida de Eros Barbu no estaba al alcance de cualquiera, y menos de un policía.
Aun así se preguntó, como en otras ocasiones, cómo sentaría pertenecer a ese mundo, ser invitado a bailar allí al ritmo de piezas interpretadas por una orquesta en directo y, tal vez, pensó con una sonrisa, llevar una vida un poquito decadente.
La fantasía se desvaneció cuando echó a caminar por la orilla del lago y sus pensamientos se centraron de nuevo en el expediente de la Interpol, que no contenía información alguna sobre el asesino del punzón y la cuchilla. De pronto tomó conciencia del olor de las flores silvestres, un aroma más bien acre que lo transportó cuatro años atrás, cuando lo asignaron de modo temporal a una rama del departamento antimafia del Ministerio del Interior, donde tuvo que investigar una serie de asesinatos de la Mafia en Sicilia. Se encontraba en un prado de las afueras de Palermo examinando junto a otros detectives el cuerpo que un granjero había encontrado tumbado boca abajo en la cuneta. Eran las primeras horas de la mañana y el aire fresco y limpio, el olor acre de las flores dominaba los sentidos como ese día. Al darle la vuelta al cadáver y descubrir que le habían hecho un tajo de oreja a oreja, los detectives soltaron un grito al mismo tiempo. Todos sabían quién era el asesino.