– Thomas Kind -dijo Roscani en voz alta. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Thomas Kind. Ni siquiera había pensado en él. El terrorista llevaba más de tres años fuera de circulación, y se creía que lo habían asesinado o que se había retirado y vivía en la relativa seguridad de Sudán.
– ¡Dios mío! -exclamó Roscani y corrió hacia la casa. Eran las ocho menos veinte de la mañana, faltaban justo veinte minutos para que comenzara la búsqueda puerta a puerta.
CIENTO SEIS
Harry observó a los carabinieri armados que interrogaban al hombre y a la mujer del Lancia negro. La policía obligó al hombre a salir del coche y a abrir el maletero. Al no encontrar nada, los agentes dejaron marchar a la pareja. Cuando el Lancia cruzó la rampa del transbordador, la policía se volvió hacia ellos.
– Allá vamos -musitó Harry con el corazón acelerado.
Los cinco viajaban en una furgoneta Ford blanca con el nombre de la iglesia de Santa Chiara grabado en las puertas. El padre Renato iba al volante, y Elena estaba sentada a su lado. Detrás iban Harry, Danny y el padre Natalini, un sacerdote muy joven con rostro aniñado. Elena llevaba un traje sastre, gafas de carey y el cabello recogido en un moño. Los sacerdotes estaban vestidos con los trajes negros y los alzacuellos blancos de diario. Danny también llevaba gafas, y tanto él como su hermano iban de negro con abrigos largos abotonados hasta el cuello y solideos en la cabeza. Parecían rabinos, tal como pretendían.
– Los conozco -murmuró el padre Renato en italiano mientras los carabinieri se acercaban a las ventanillas.
– Buon giorno, Alfonso. Massimo.
– ¡Padre Renato! Buon giorno -Alfonso, el primer carabiniere, cuya corpulencia intimidaba, sonrió de buena gana al reconocer la furgoneta y al padre Renato, primero, y después al padre Natalini-. Buon giorno, padre.
– Buon giorno. -El padre Natalini le devolvió la sonrisa desde su asiento junto a Danny.
Durante los noventa segundos siguientes, mientras el padre Renato y los policías conversaban en italiano, Harry pensó que le iba a estallar el corazón. De vez en cuando reconocía alguna palabra: Rabbino, Israele, Conferenza Cristiano/Giudea.
La idea de los rabinos había sido de Harry. Parecía sacada de una película. Resultaba absurda y descabellada. Y sentado allí, sin aliento, aterrorizado, esperando a que en cualquier momento los carabinieri dejaran de hablar y les ordenaran salir del vehículo como habían hecho con el conductor del Lancia, se preguntó cómo diablos había concebido un plan tan disparatado. En realidad, se habían visto obligados a tomar una decisión rápida después de que, poco antes del amanecer, Elena irrumpiera a toda prisa en su habitación para comunicarle que su madre superiora les había encontrado alojamiento al otro lado de la frontera, en Suiza.
Con la autorización de su superior, el padre Renato había aceptado ayudarles a llegar hasta allí, aunque no sabía cómo. La idea se le había ocurrido a Harry al vestirse, cuando contempló su larga barba en el espejo y recordó la de Danny. Era disparatada, pero quizá daría resultado, sobre todo si se tenía en cuenta que ya habían logrado burlar dos puestos de control de la policía y que, además, el padre Renato y el padre Natalini no sólo pertenecían al clero, sino que además conocían a todo el mundo, incluida la policía.
Y luego estaba lo de su vida profesional en Los Ángeles. Aunque Harry era católico, nadie llegaba muy lejos en el mundo del espectáculo sin clientes ni amigos judíos. Con frecuencia lo invitaban a celebrar la Pascua judía, había compartido innumerables desayunos en el restaurante Nate and Al, en Beverly Hills, oasis para escritores y cómicos judíos, y había visitado a familiares de clientes en los barrios judíos de Fairfax, Beverly, Pico y Robertson. Más de una vez le había sorprendido la similitud entre la kipá y el solideo, y entre los abrigos negros de los rabinos y los de los sacerdotes católicos. Y ahora, para bien o para mal, tanto Danny como él se habían transformado en rabinos israelíes de visita en Italia para asistir a una conferencia sobre las relaciones entre judíos y cristianos. Elena era su guía e intérprete italiana. Sólo esperaba que nadie los hiciera hablar en hebreo.
– Fuggitivo -dijo uno de los carabinieri.
– Fuggitivo -repitió el padre Renato añadiendo unas breves palabras en italiano. Era obvio que a ambos carabinieri les pareció bien lo que dijo, pues dieron un paso atrás y uno de ellos les indicó con un ademán que continuaran.
Harry miró a Elena, y luego vio al padre Renato meter la primera marcha. La furgoneta comenzó a ascender por la rampa del transbordador, mientras los policías se acercaban al siguiente coche y ordenaban a los ocupantes que salieran y les mostraran su documentación mientras registraban el vehículo.
En el interior de la furgoneta nadie se atrevió a mirar a los demás. Esperaron en silencio durante diez agonizantes minutos a que subiera a bordo el último coche, se cerrara la puerta de la rampa y zarpara la embarcación.
Harry sintió que el sudor le resbalaba por la nuca y los brazos. ¿Hasta cuándo les duraría la suerte?
El transbordador había constituido el primer paso: partió de Mennagio a las siete y cincuenta y seis, cuatro minutos antes de que el ejército batiera la península entera y quince minutos después de que se descubriera la camioneta de Salvatore Belsito aparcada en una calle a un kilómetro de Santa Chiara. El padre Natalini la había dejado allí poco antes de las seis, después de limpiar a conciencia el volante y la palanca del cambio de marchas.
El segundo paso, el cruce de la frontera de Italia a Suiza, habría resultado más difícil, si no imposible, porque ni el padre Renato ni el padre Natalini conocían a los hombres del Gruppo Cardinale que vigilaban los puestos de control fronterizos. Los salvó el hecho de que el padre Natalini se había criado en Porlezza, pequeña ciudad del interior de Mennagio, y conocía los enrevesados caminos que conducían a los Alpes; caminos que les permitieron eludir el puesto de control de Oria y entrar en Suiza a las diez y veintidós sin percances.
CIENTO SIETE
Marsciano se hallaba de pie junto a la puerta de cristal, la única abertura en la habitación por donde entraba luz y, con excepción de la puerta del pasillo, cerrada y vigilada, la única salida. Ya no soportaba mirar la pantalla del televisor, que brillaba como un ojo omnisciente.
Podía apagarlo, desde luego, pero no lo había hecho ni pensaba hacerlo. Palestrina conocía bien el carácter de Marsciano y por esta razón había ordenado que se dejara el Nokia de veinte pulgadas en el cuarto que había sido despojado de toda clase de lujos y en el que sólo quedaban los elementos más esenciales: una cama, un escritorio y una silla. También había mandado incomunicar el piso del resto del edificio.
«El número de fallecidos en Hefei asciende a sesenta mil seiscientos, y continúa aumentando la cifra. No existen cálculos sobre la cifra definitiva.»La voz del corresponsal sonaba con claridad a su espalda. Marsciano no necesitaba ver la pantalla para saber que mostraba el mismo gráfico de estadísticas que exhibían cada hora como si se tratara del recuento de votos de unas elecciones.
Al final, abrió la puerta y salió al pequeño balcón, donde le dio el aire fresco y se amortiguó el sonido del televisor.