Con las manos apoyadas en la barandilla, cerró los ojos, como si el hecho de no ver mitigase el horror de todo aquello. Evocó las miradas de conspiración del cardenal Matadi y de monseñor Capizzi, sentados en la limusina que los transportaba de la embajada china al Vaticano. Vio a Palestrina descolgar el teléfono y preguntar por Farel mientras mantenía la vista clavada en Marsciano. Cuando Farel se puso al aparato, Palestrina habló con suavidad.
«El cardenal Marsciano se ha indispuesto en el coche. Ordene que le preparen inmediatamente una habitación en la torre de San Giovanni.»El recuerdo escalofriante de ese momento obligó a Marsciano a abrir los ojos. Desde abajo lo observaba un jardinero del Vaticano que, segundos después, reanudó su tarea.
¿Cuántos millones de veces, se preguntó Marsciano, había acudido a esa torre para saludar a dignatarios extranjeros que se alojaban en sus lujosos apartamentos? ¿Cuántas veces había contemplado desde el jardín, tal como acababa de hacer el jardinero, ese pequeño balcón en el que se hallaba en ese momento sin pensar una sola vez en lo siniestro que resultaba?
Situado a unos doce metros del suelo, como una plataforma de saltos, constituía la única abertura en la pared cilíndrica, una salida que no llevaba a ninguna parte. Lo rodeaba una barandilla de seguridad de hierro, y, con poco más de medio metro de longitud, era apenas más ancha que la puerta. La pared que se alzaba unos diez metros desde ese punto llegaba hasta las ventanas de los apartamentos superiores, que sobresalían. Si miraba arriba, Marsciano no alcanzaba a ver más allá de dichas ventanas, pero sabía que en lo alto del edificio había una galería circular y, en la punta, la torreta.
En otras palabras, no había modo de subir ni bajar, y la plataforma no existía más que como un lugar desde donde contemplar los verdes jardines del Vaticano. El resto del edificio estaba rodeado por una muralla fortificada construida en el siglo IX para repeler los ataques de los bárbaros y, ahora, para mantener recluidas a las personas.
Despacio, Marsciano retiró las manos de la barandilla y regresó a su habitación y a la pantalla de televisión que ocupaba el centro. En ella vio lo que veía el mundo: Hefei, China, imágenes del lago Chao tomadas desde un helicóptero y, a continuación, una vista aérea de las enormes tiendas levantadas en parques de la ciudad, en espacios abiertos junto a fábricas o en las afueras, y oyó la voz de fondo del corresponsal que explicaba de qué se trataba: de depósitos de cadáveres improvisados.
Marsciano quitó el volumen. Seguiría mirando, pero ya no quería escuchar; aquella letanía de comentarios se había vuelto insoportable, era como un tablero en el que se llevaba la cuenta de cada uno de sus crímenes personales…, cometidos, se recordaba a sí mismo una y otra vez, en un intento desesperado de conservar la cordura, porque Palestrina lo había hecho rehén de su propio amor a Dios y a la Iglesia.
Sí, era culpable. Y también lo eran Matadi y Capizzi. Todos habían permitido que Palestrina cometiera semejante crimen. Lo peor -si cabía algo peor que lo que veía en la pantalla- era que sabía que Peter Weggen continuaba intentando convencer a Yan Yeh. Y el banquero chino, sensible y humano, se sentiría horrorizado de verdad ante este aparente capricho de la naturaleza no controlada por los humanos y presionaría a sus superiores en el Partido Comunista para que escucharan la propuesta de Weggen de reconstruir de inmediato la infraestructura de suministro y depuración de agua. No obstante, aunque los políticos accedieran a reunirse con Weggen, se tomarían su tiempo, que era precisamente de lo que no disponían, pues Palestrina ya estaba dirigiendo a los saboteadores al segundo lago.
CIENTO OCHO
Elena no había mirado de nuevo a Harry desde que éste la ayudó a vestir a Danny y a introducirlo en la furgoneta. Harry se preguntó si se sentía avergonzada por haber ido a verlo la noche anterior para decirle lo que le había dicho y si ya no sabía qué hacer. Lo que le sorprendía era lo mucho que aquello le había afectado y seguía afectándole a él.
Elena era una mujer inteligente, hermosa y cariñosa que de pronto se había encontrado a sí misma y deseaba tener la libertad para expresarlo. Y, por el modo en que se había presentado en su dormitorio, descalza y hablando en ese tono tan íntimo, Harry no abrigaba duda alguna de que Elena lo había elegido a él para que la ayudara a descubrirse a sí misma. El problema, tal como se había dicho entonces, residía en que aquél no era el momento apropiado, pues había cosas más urgentes en que pensar. Así que -mientras circulaban por los caminos del norte y bordeaban el lago de Lugano para adentrarse en la ciudad, hasta Viale Castagnola, al otro lado del río Cassarate, y subir por Via Serafino Balestra hacia una casa pequeña de dos pisos en el número 87 de Via Monte Ceneri- se concentró en lo que había que hacer después.
Estaba claro que no les convenía continuar viajando de un lado a otro como criminales, confiando en que alguien los ayudara. Danny necesitaba un lugar seguro para descansar y recuperarse lo suficiente para explicarle a Harry con tranquilidad y coherencia todo lo relacionado con el asesinato del cardenal vicario de Roma. Además, precisaban de una eficaz representación legal. Estas dos debían constituir sus únicas prioridades, pensó Harry.
– ¿Hemos llegado? -preguntó Danny con voz débil al padre Renato cuando éste apagó el motor y tiró de la palanca del freno de mano.
– Sí, padre Daniel -respondió con una media sonrisa el padre Renato-. Gracias a Dios.
Al salir del vehículo, Elena se percató de la mirada fugaz de Harry mientras abría la puerta corredera de la furgoneta y esperaba a que el padre Natalini extrajese la silla de ruedas del maletero. El padre Daniel no había pronunciado una palabra en todo el viaje y se había dedicado a contemplar el paisaje por la ventana. Elena estaba segura de que los incidentes ocurridos en las últimas cuarenta y ocho horas habían hecho mella en él, y que lo que necesitaba era comer y descansar lo más posible.
Elena observó a Harry y al padre Natalini sentar a Danny en la silla de ruedas y subirlo por las escaleras hasta el salón del segundo piso de la casa de Via Monte Cenen* Se sentía más incómoda que avergonzada por lo acaecido la noche anterior. Llevada por sus emociones, había acudido a Harry y le había revelado más sobre sus sentimientos de lo que pretendía o, al menos, más de lo que convenía antes de que renunciase a sus votos. Pero ya no había marcha atrás. La pregunta era cómo debía actuar en adelante. Por esto había sido incapaz de mirarlo a los ojos en todo el día y de cruzar más palabras que las necesarias.
Se abrió la puerta de entrada y apareció su anfitriona.
– Entren rápido -les ordenó Veronique Vaccaro, franqueándoles el paso.
Una vez en el interior, cerró la puerta de inmediato y estudió los rostros de todos los presentes. Menuda y temperamental, Veronique era una artista y escultora de mediana edad que se vestía con colores ocres y que hablaba en un batiburrillo de francés, inglés e italiano. De pronto se dirigió al padre Renato.
– Merci, ahora tienen que marcharse. Capisce?
Ni siquiera les ofreció asiento ni un vaso de agua. Él y el padre Natalini debían esfumarse.
– ¿Un vehículo de una iglesia de Bellagio aparcado delante de una casa en Lugano? Es como llamar a la policía y decirles dónde están.
El padre Renato sonrió y asintió. Veronique tenía razón. Cuando él y el padre Natalini dieron media vuelta para marcharse, Danny sorprendió a todos al acercarse en la silla de ruedas para estrecharles la mano.
– Grazie. Grazie mille -les agradeció; era consciente de cuánto se habían arriesgado para llevarlos hasta allí.