HERMANA FENTI: Yo sólo sé lo que me explicó la hermana franciscana (la hermana abrió un cajón y extrajo un gastado libro de registro. Pasó varias hojas y al fin encontró lo que buscaba). Aquí anoto mis llamadas telefónicas. Fíjese (dijo, señalando con el dedo a media página) que el día 6 de julio recibí una llamada a las siete y diez de la tarde que finalizó a las siete y dieciséis minutos. El nombre y cargo de la persona que efectuó la llamada figura a la derecha: hermana María Cupini, administradora, hospital de Santa Cecilia, Pescara. Como verá, está escrito con bolígrafo y no se ha cambiado nada.
Roscani asintió; ya había visto los registros de la compañía telefónica que confirmaban dicha información.
HERMANA Fenti: Si la persona con quien hablé no era la hermana Cupini, ¿por qué aseguró ser ella?
ROSCANI: Porque alguien que conocía el procedimiento necesitaba a una enfermera particular que cuidara del cura fugitivo, el padre Daniel Addison, y esa enfermera resultó ser la hermana Elena Voso.
HERMANA FENTclass="underline" Si esto es cierto, ¿dónde está? ¿Qué le ha sucedido?
ROSCANI: No lo sé. Esperaba que usted lo supiese.
HERMANA FENTclass="underline" Pues se equivocó.
Roscani la observó por un instante antes de ponerse en pie y dirigirse a la puerta.
ROSCANI: Si no le importa, reverenda madre, hay otra persona que debería escuchar lo que tengo que decir.
Roscani abrió la puerta e hizo una señal a alguien del exterior. A continuación, apareció un carabiniere acompañado de un hombre altivo de pelo cano que debía de tener la misma edad que la hermana Fenti. Llevaba un traje marrón, una camisa blanca y corbata. A pesar de esforzarse por conservar la serenidad, se le notaba nervioso e incluso, asustado.
ROSCANI: Hermana Fenti, éste es Domenico Voso, padre de la hermana Elena.
HERMANA FENTI: Ya nos conocemos. Buon pomeriggio, signore.
Domenico Voso asintió y se sentó en una silla que le acercó el carabiniere.
ROSCANI: Reverenda madre, le hemos explicado al signore Voso lo que creemos que ha sucedido con su hija: que está en algún lugar cuidando del padre Daniel, pero creemos que como víctima y no como cómplice. De todos modos, quiero que ambos sepan que corre peligro. Alguien intenta matar al cura y es probable que mate atoda persona que esté con él. El asesino de quien les hablo no sólo es muy eficiente, sino también muy sanguinario.
Roscani miró a Domenico Voso y de repente cambió de actitud, tornándose en el padre que era, sabiendo qué sentiría si uno de sus hijos se hallase en el punto de mira de Thomas Kind.
ROSCANI: No sabemos dónde se encuentra su hija, signore Voso, pero es posible que el asesino sí. Si usted lo sabe, le ruego que por el bien de ella me lo diga…
DOMENICO VOSO: No sé dónde está, ojalá lo supiera (dirigió una mirada suplicante a la hermana Fenti).
HERMANA FENTclass="underline" Yo tampoco lo sé, Domenico, ya se lo he dicho al ispettore capo (dijo, mirando a Roscani). Si nos enteramos de cualquier cosa, usted será el primero en saberlo (se puso en pie). Les agradezco que hayan venido.
La hermana Fenti sí sabía dónde se encontraba Elena Voso, pero su padre no, pensó veinte minutos más tarde Roscani al sentarse en un despacho del cuartel de los carabinieri en Siena; pero ella se negaba a reconocerlo a pesar del dolor que causaba al padre.
Bajo su apariencia amable y dicharachera, había una mujer dura y astuta, lo bastante como para permitir que Elena Voso muriera con tal de proteger a la persona de quien recibía órdenes; estaba claro que trabajaba para alguien, pues, a pesar de su considerable poder, de ninguna manera contaba con los medios para organizar todo ella sola. Una madre superiora de un convento en Siena no hacía ostentación de su autoridad ante la Iglesia católica ni ante todo un país.
Aunque estaba seguro de que el paciente anónimo del hospital de Pescara era el padre Daniel, la hermana Cupini seguiría afirmando que no sabía nada porque ésa era la historia que la hermana Fenti había inventado para ella. Resultaba evidente que quien manejaba la situación era la hermana Fenti y que no estaba dispuesta a ceder, de modo que Roscani tendría que encontrar con rapidez la manera de pasar por encima de ella.
Reclinado en la silla, Roscani tomó un sorbo de café frío. Mientras bebía se le ocurrió una posible solución para el problema.
CIENTO ONCE
Julia Louise Phelps sonrió al hombre sentado enfrente, en el vagón de primera clase, antes de contemplar por la ventana el paisaje rural que dejaban atrás a medida que se acercaban a la ciudad. Unos kilómetros más adelante, el campo abierto se transformaría en bloques de apartamentos, almacenes y fábricas y, en quince minutos, Julia Phelps, o más bien Thomas Kind, llegaría a Roma, donde tomaría un taxi en la estación hasta el hotel Majestic de Via Venetto y, unos minutos más tarde, se dirigiría al Amalia, la antigua pensión de Via Germánica situada al otro lado del Tíber; un lugar pequeño, acogedor y discreto convenientemente próximo al Vaticano.
En el viaje de Bellagio a Roma sólo había topado con un problema: el joven diseñador a quien conoció en el hidrodeslizador y a quien, al enterarse de que tenía coche y se dirigía a Como, convenció de que lo llevara hasta Milán. Lo que en principio debía haber sido un tranquilo viaje nocturno, de repente se convirtió en una situación insostenible cuando el joven comenzó a bromear sobre la ineptitud de la policía para atrapar a los fugitivos mientras estudiaba a Thomas Kind con demasiada seriedad, y fijándose en la pamela, la ropa y el abundante maquillaje que ocultaba los arañazos de la cara. A continuación el joven comentó burlón que uno de los fugitivos podría haberse disfrazado como él y hacerse pasar por mujer, a fin de escabullirse sin dificultades en las mismas narices de la policía.
Quizás en otra ocasión Thomas Kind habría hecho caso omiso de aquellas palabras, pero no en el estado mental en el que se encontraba en aquel momento. El hecho de que el diseñador fuese un testigo peligroso en potencia carecía de importancia. Lo que lo había impulsado a asesinarlo era el deseo incontenible de matar que lo asaltaba al pensar en el peligro y la satisfacción erótica que le proporcionaba.
Esta sensación que en el pasado resultaba vaga y apenas perceptible había aumentado de intensidad en las dos últimas semanas con el asesinato del cardenal vicario de Roma y los actos que llevó a cabo en Pescara, Bellagio y, por último, en la gruta. ¿A cuántos había matado, uno tras otro en cuestión de horas?
Sentado en el tren, lo apremiaba el ansia de continuar. De pronto se sintió atraído por el hombre sentado enfrente que, aunque le sonreía coqueto, no suponía amenaza alguna para él.
¡Dios santo, debía controlar sus impulsos!
Kind se volvió hacia la ventana. Estaba enfermo, muy enfermo, incluso demente. Pero él era Thomas José Álvarez-Ríos Kind, ¿con quién podía hablar de ello? ¿Dónde podía pedir ayuda sin que lo mandaran a prisión o, peor aún, descubrieran su debilidad y lo rehuyesen el resto de su vida?
«Roma Termini», anunció una voz metálica por el altavoz. El tren aminoró la marcha y los pasajeros se pusieron en pie para recoger el equipaje de la rejilla. Sin embargo, Julia Louise Phelps no bajó su maleta porque el hombre a quien había sonreído lo hizo por ella.
– Gracias -respondió Thomas Kind con acento americano y tono muy femenino.
– Prego -respondió el hombre.
En ese instante se detuvo el tren y, tras intercambiar una sonrisa, partieron en direcciones diferentes.