No tenía sentido. Nombres españoles, números telefónicos de Madrid. ¿Qué tenía que ver con todo lo demás? A menos que la R en la parte inferior de la hoja se refiriera a Roma, pero a continuación había un número sin nombre alguno. Entonces cayó en la cuenta.
– Santo Dios -exclamó sin aliento y lo miró de nuevo. El número de teléfono que aparecía junto a la R era el mismo que Danny había dejado en su contestador automático. Alzó la vista de golpe. Pio lo observaba.
– No sólo se trata del número de teléfono, señor Addison. También hay registros de llamadas -dijo Pio-. Durante las tres semanas previas al asesinato, Valera telefoneó una docena de veces al piso de su hermano desde su teléfono móvil. Al principio desde Madrid, y luego desde Roma, cuando llegó aquí. Hacia el final se hicieron más frecuentes y breves, como si confirmara instrucciones. Por lo que sabemos, se trata de las únicas llamadas que efectuó mientras estuvo aquí.
– ¡Unas llamadas telefónicas no convierten a nadie en un asesino! -A Harry le costaba creerlo. ¿Era eso todo lo que tenían?
Una pareja que acababa de sentarse a una mesa miró en su dirección. Pio esperó a que se volvieran y bajó la voz.
– Le hemos dicho que existen pruebas de la presencia de una segunda persona en la habitación. Y que creemos que fue esa segunda persona, y no Valera, quien asesinó al cardenal Parma. Valera era un agitador comunista, pero no nos consta que alguna vez haya disparado un arma. Le recuerdo que su hermano era un tirador de primera entrenado en el ejército.
– Es un hecho, no una conexión.
– No he terminado, señor Addison… El arma homicida, la Sako TRG 21, suele emplearse con cartuchos Winchester del 308. En este caso, estaba cargada con balas Hornady del 150 con punta de aguja. Se consiguen, sobre todo, en tiendas de armas especializadas… Del cuerpo del cardenal Parma se extrajeron tres… La recámara del rifle tiene capacidad para diez cartuchos. Los siete restantes seguían allí.
– ¿Y qué?
– Lo que nos llevó al piso de su hermano fue la agenda personal de Valera. No estaba allí. Por supuesto, había marchado a Asís, pero entonces no lo sabíamos. Conseguimos una orden de registro gracias a la agenda de Valera…
Harry escuchaba en silencio.
– Una caja de cartuchos corriente contiene veinte balas. En un cajón cerrado con llave en el apartamento de su hermano encontramos una caja de cartuchos con diez balas Hornady del 150. Junto a ella había una segunda recámara para el mismo rifle.
Harry se quedó sin aliento. Quería responder, alegar algo en defensa de Danny, pero no era capaz.
– También había un recibo por 1.700.000 liras…, algo más de mil dólares, señor Addison. La cantidad que Valera pagó en metálico para alquilar el piso. El recibo llevaba la firma de Valera. La caligrafía era la misma que la de la página de la agenda que tiene usted.
»Pruebas circunstanciales. Sí, lo son. Y si su hermano viviese podríamos interrogarlo al respecto y darle la oportunidad de refutarlas -Pio hablaba con rabia y apasionamiento-. También podríamos preguntarle por qué hizo lo que hizo, y quiénes más estaban involucrados. Y si su intención era matar al Papa. -Desde luego, nada de esto es posible… -Pio se apoyó en el respaldo de su silla, toqueteando su vaso de agua mineral, y Harry percibió que la emoción se disipaba poco a poco-. Tal vez descubramos que íbamos descaminados, pero no lo creo… Hace mucho que me dedico a esto, señor Addison, y resulta difícil acercarse más a la verdad, sobre todo cuando el principal sospechoso está muerto.
Harry desvió la vista y la habitación se volvió borrosa. Hasta entonces, estaba convencido de que la policía se equivocaba, de que tenían al hombre equivocado, pero aquello lo cambiaba todo.
– ¿Y qué me dice del autocar…? -preguntó con apenas un hilo de voz, mirando de nuevo al agente.
– ¿Tal vez la facción comunista que estaba detrás de la muerte de Parma? ¿La Mafia, en un asunto completamente diferente? ¿Un empleado descontento de la compañía de transporte con conocimientos sobre explosivos? No lo sabemos, señor Addison. Como ya le he dicho, el atentado contra el autocar y el asesinato del cardenal constituyen investigaciones distintas.
– ¿Cuándo se hará público todo esto…?
– Lo más probable es que no se haga público mientras dure la investigación. Después, acataremos los deseos del Vaticano.
Harry entrelazó las manos ante sí y bajó la mirada. La emoción lo embargaba. Era como si acabasen de comunicarle que padecía una enfermedad incurable. La incredulidad y la negación no cambiaban nada: las radiografías, los análisis y los escáneres estaban allí para corroborarlo.
Sin embargo, aunque todas las pruebas que poseía la policía parecían muy sólidas, ninguna de ellas era irrefutable, tal como había admitido Pio. Por otra parte, al margen de lo que les hubiera contado sobre el contenido del mensaje que Danny le había dejado en el contestador, sólo él había oído su voz: el miedo, la angustia y la desesperación. No era la voz de un asesino que imploraba piedad a gritos, sino la de un hombre atrapado en una situación terrible.
Por alguna razón que no acertaba a comprender, Harry se sentía más cerca de Danny de lo que lo había estado desde que eran niños. Tal vez se debía a que su hermano por fin se había acercado a él. Y quizás era más importante de lo que él creía, porque la toma de conciencia de aquello había llegado, no como un pensamiento, sino como un torrente de emociones, conmoviéndolo hasta el punto en que creyó que tendría que levantarse y abandonar la mesa. Pero no lo hizo, porque un instante después se percató de otro hecho: no iba a permitir que condenasen a Danny a que la historia lo conociese como el hombre que había asesinado al cardenal vicario de Roma hasta no haber dejado piedra sin mover y hasta que las pruebas no fuesen absolutas y definitivas.
– Señor Addison, falta al menos un día, o quizá más, para que se completen los procedimientos de identificación y se le entregue el cadáver de su hermano… ¿Se hospedará en el Hassler durante toda su estancia en Roma?
– Sí…
Pio extrajo una tarjeta de visita de su cartera y se la dio.
– Le agradeceré que me mantenga informado de sus movimientos. Notifíqueme si abandona la ciudad o si va a algún lugar en el que nos sea difícil localizarlo.
Harry tomó la tarjeta y la deslizó en el bolsillo de su chaqueta, luego se volvió hacia Pio.
– No tendrán problemas para encontrarme.
SIETE
El cardenal Nicola Marsciano permanecía sentado en la oscuridad escuchando el rítmico chasquido de las ruedas a medida que el tren aceleraba, alejándose de Milán en dirección sureste, hacia Florencia y Roma. En el exterior, una pálida luna acariciaba el campo italiano con luz tenue. Por un instante pensó en las legiones romanas que siglos atrás habían marchado bajo el mismo astro. A la sazón eran fantasmas, como un día lo sería él; su vida, como la de ellos, apenas una muesca en el transcurso del tiempo.
El tren 311 había salido de Ginebra a las ocho y veinticinco de la tarde, había cruzado la frontera suizo-italiana apenas pasada la medianoche y llegaría a Roma a las ocho de la mañana. Era un viaje largo considerando que el vuelo entre ambas ciudades duraba apenas dos horas, pero Marsciano había querido darse tiempo para pensar y para estar solo, sin interrupciones.
Como siervo de Dios, por lo general llevaba las vestimentas de su oficio, pero esta vez viajaba con un traje de empresario para pasar inadvertido. Por la misma razón, su compartimiento privado en el coche cama de primera clase se había reservado a nombre de N. Marsciano. De este modo conservaba el anonimato sin faltar a la verdad. El compartimiento en sí era pequeño, pero contaba con todo cuanto necesitaba: un lugar donde dormir, si lograba hacerlo, y, lo que era aún más importante, un equipo portátil que le permitía recibir llamadas en su teléfono móvil sin temor a que las intervinieran.