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Harry permaneció inmóvil. Danny acababa de sacarse un as de la manga. Entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí.

– ¿Cómo demonios llegaremos a Roma?

– Con esto…

Danny tomó un sobre amarillo de la mesita de noche y extrajo lo que contenía: unas matrículas largas, estrechas y blancas con las letras negras SCV 13 grabadas.

– Son matrículas del Vaticano, Harry, matrículas diplomáticas. Nadie detendrá un coche que lleve esto.

Harry alzó la vista.

– ¿Qué coche? -inquirió.

CIENTO TRECE

17.25 h

Ya sin disfraz de rabino y transformado de nuevo en un cura, el padre Jonathan Arthur Roe de la Universidad de Georgetown recorría, en hora punta, las calles de Lugano en busca del Mercedes gris que el padre Bardoni había aparcado al otro lado de los raíles, arriba de la estación, en Via Tomaso.

Siguiendo las indicaciones de Veronique, Harry tomó el funicular hasta la Piazza della Stazione, cruzó la calle hasta la estación y entró en el edificio. Con la cabeza gacha, intentando por todos los medios rehuir la mirada de la gente, se abrió paso entre las personas que esperaban el tren, buscando un sitio por donde cruzar la vía y llegar a las escaleras que conducían a Via Tomaso.

No hacía más que pensar en el viaje a Roma y en lo que le convenía hacer con Elena. Debido a su agitado estado mental, no estaba preparado para lo que sucedió cuando dobló una esquina de la estación.

De pronto, de la multitud surgieron seis policías uniformados que caminaban decididos hacia el tren que acababa de llegar, pero no iban solos; los acompañaban tres prisioneros con cadenas y esposas. El segundo, que pasó por delante de Harry, era Hércules. Las cadenas apenas le permitían caminar con las muletas, pero aun así seguía adelante. En ese momento, sus miradas se cruzaron, pero Hércules desvió la vista de inmediato para proteger a Harry de los ojos inquisitivos de los policías, que podrían preguntarse de qué conocía al prisionero. A continuación, hicieron subir a los esposados al tren.

Harry vio de nuevo al enano un momento después, mientras un agente le sujetaba las muletas y lo ayudaba a sentarse junto a la ventana. Harry se abrió paso entre la multitud hasta la ventana. Hércules lo observó llegar, sacudió la cabeza y desvió la mirada.

Sonó la señal y el tren, con precisión suiza, abandonó la estación a la hora en punto en dirección al sur de Italia.

Harry, aturdido, dio media vuelta y siguió buscando las escaleras de Via Tomaso. En cuestión de segundos, Hércules, que había aparecido con el rostro pálido y expresión resignada, pareció revivir al divisar a Harry e intentar protegerlo. Por un breve instante, el enano había recuperado una razón para vivir.

Siena, Italia, comisaría central de policía, 18.40 h

Roscani había llegado al extremo de sostener un cigarrillo apagado entre los dedos y llevárselo a la boca de vez en cuando; pero se había prometido a sí mismo que no pasaría de allí. Por muy frustrado o ansioso que se sintiera, no lo encendería. Con un gesto ceremonioso y a fin de poner a prueba su voluntad, extrajo una caja de cerillas del bolsillo de la chaqueta, arrancó una y dejó el paquete en un cenicero. Encendió la cerilla y la acercó al resto y, en ese instante, sintió remordimientos. Dejó la cerilla y acto seguido tomó las hojas de la compañía telefónica para revisarlas una vez más. La lista de llamadas estaba ordenada por fecha y hora y figuraban tanto las recibidas como las realizadas desde el despacho de la hermana Fenti y su domicilio particular desde el día de la explosión del autocar hasta la fecha. En total, trece días.

Dos agentes que esperaban en el pasillo para prestar ayuda a Roscani vieron al ispettore descolgar el teléfono y marcar un número. Esperó un momento, dijo algo y colgó. De golpe se puso en pie y caminó por el despacho fumando un cigarrillo apagado. De repente, sonó el teléfono, Roscani lo levantó en el acto y, asintiendo con la cabeza, anotó algo en un papel, lo subrayó, respondió algo y colgó. Medio segundo después, tiró el cigarrillo a la papelera, tomó el papel y se dirigió a la puerta.

– Necesito que uno de vosotros me lleve al helipuerto -dijo al salir al pasillo.

– ¿Adónde va? -preguntó el agente que seguía a Roscani por el pasillo.

– A Lugano, Suiza.

CIENTO CATORCE

Lugano a la misma hora

Al atardecer, con un cielo que amenazaba lluvia, un Mercedes gris oscuro con matrícula del Vaticano y dos sacerdotes en el asiento delantero abandonó la ciudad de Lugano. Pasaron por los hoteles situados frente al lago antes de torcer por Via Giuseppe Cattori y dirigirse a la carretera N2 que los conduciría al sur hasta Chiasso y después a Italia.

Sentada en el asiento posterior, Elena observaba a Danny indicar el camino a Harry con la vista fija en un mapa iluminado por la luz situada sobre el espejo retrovisor. La enfermera notaba la tensión que había entre ambos hermanos. No sabía qué sucedía con exactitud, pues Harry no le había explicado nada al respecto; sólo le había ofrecido la posibilidad de quedarse en Lugano, pero ella se había negado: iría adonde fueran ellos, y no había más que hablar. La enfermera recordó a Harry que tenía una obligación y que el padre Daniel seguía a su cargo; además, era italiana, factor que les había ayudado en más de una ocasión. Harry sonrió ante su determinación.

Al llegar a la autopista, Danny apagó la luz y quedó a oscuras. Elena sólo veía a Harry. Iluminado por la luz del salpicadero, él se convirtió en el objeto de su atención, con el movimiento tenso de los dedos sobre el volante y su concentración en la carretera. Harry se recostaba en el asiento para, acto seguido, inclinarse de nuevo hacia delante, haciendo patente su nerviosismo. Quedaba claro que ir a Roma no había sido idea suya.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó Harry.

Elena vio que la observaba por el espejo retrovisor.

– Sí… -sus miradas se cruzaron, y se contemplaron en silencio.

– Harry -le advirtió Danny.

Los ojos de Harry abandonaron a Elena y se posaron en la carretera. El tráfico delante de ellos empezaba a aminorar la marcha, y ante ellos apareció de pronto el inconfundible brillo blanco rosado de las lámparas de vapor de mercurio en medio de la oscuridad de la noche.

– La frontera italiana -señaló Danny alerta.

Elena observó a Harry apretar el volante con las manos y sintió que el Mercedes frenaba. Harry la miró una vez más por el espejo antes de dirigir la vista a la carretera.

CIENTO QUINCE

Pekín, jueves, 16 de julio

Poco después de la una de la mañana, la limusina negra de Pierre Weggen entró en el complejo privado de Zhongnanhai, residencia de la mayoría de los gobernantes de China. Cinco minutos más tarde, el banquero suizo siguió al solemne presidente del Banco de la República Popular China, Yan Yeh, a un gran salón de la casa de Wu Xian, secretario general del Partido Comunista.

Éste se puso en pie al entrar el banquero y lo saludó con efusión antes de presentarle a la media docena de miembros del Politburó que se encontraban allí para conocer los detalles de su propuesta. Entre ellos figuraban el ministro de Obras Públicas, el de Comunicaciones y el de Asuntos Civiles. Querían conocer el plan completo, el modo de llevarlo a cabo, el coste y el tiempo necesarios para su aplicación.

– Les agradezco su hospitalidad, caballeros -comenzó diciendo Weggen en chino para expresar a continuación sus condolencias por la situación del país y en especial por la de la población de Hefei. Después pasó a explicar sus recomendaciones para la reconstrucción rápida y manifiesta del sistema de suministro de aguas del país.

Yan Yeh se llevó una silla a un lado y encendió un cigarrillo. Se sentía afligido por el horror de lo ocurrido y exhausto por los acontecimientos del día, pero albergaba la esperanza de que los hombres reunidos a esas horas de la noche se convencieran de que el plan de Weggen resultaba esencial para la seguridad y los intereses de la nación. Esperaba que fueran capaces de enterrar su orgullo y sus diferencias políticas junto con el recelo que despertaba en ellos todo cuanto procedía de Occidente y que, al final, autorizaran el proyecto y comenzaran a trabajar con la mayor prontitud posible, antes de que se produjera una nueva catástrofe.