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Su esperanza también estaba ligada a una cuestión personal. En esos momentos, la población de China temía beber agua, sobre todo, la procedente de los lagos, y Yan Yeh, a pesar de su poder político, compartía ese miedo. Hacía tres días que su mujer y su hijo de diez años habían ido a visitar a la familia en la ciudad de Wuxi, situada junto a un lago. Yan Yeh había llamado a su mujer para asegurarle que la tragedia de Hefei constituía un incidente aislado, que la calidad del agua potable era objeto de rigurosos controles en todo el país y que el Gobierno estaba a punto de poner en marcha un plan de acción que, si seguían sus consejos, supondría la reconstrucción inmediata del sistema de aguas chino. En realidad, Yan Yeh había llamado a su mujer para hablar con ella, aplacar su temor y decirle que la amaba. En el fondo de su corazón, el banquero esperaba no equivocarse y que la pesadilla de Hefei fuera de verdad un incidente aislado. Sin embargo, no sabía por qué, tenía el presentimiento de que no lo era.

Ciudad del Vaticano, miércoles 15 de julio, 19.40 h

Palestrina observó por la ventana de su despacho a la multitud congregada en la plaza de San Pedro que disfrutaba de las últimas horas de la tarde.

El secretario de Estado se apartó de la ventana y miró en torno a sí. El busto de Alejandro lo contemplaba desde detrás del escritorio y Palestrina le dedicó una mirada casi nostálgica.

De pronto, en un cambio de humor repentino, se acercó al escritorio, descolgó el teléfono y marcó un número. Esperó mientras la centralita de Venecia recibía la llamada y la transmitía de modo automático a otra centralita de Milán que, a su vez, la transfería a un número de Hong Kong conectado directamente con Pekín.

El timbre del teléfono arrancó a Chen Yin de un profundo sueño. A la tercera llamada saltó de la cama y, desnudo en medio de la habitación situada encima de su tienda de flores, tomo el auricular.

– ¿Sí?-contestó.

– Tengo un pedido matutino para la tierra del arroz y el pescado -le dijo en chino una voz distorsionada por medios electrónicos.

– Comprendo -respondió Chen Yin antes de colgar.

Palestrina colgó el teléfono y giró despacio en la silla para admirar de nuevo la presencia marmórea de Alejandro. Palestrina había aprovechado la amistad entre Pierre Weggen y Yan Yeh, a quien había elegido después de estudiar a todos los amigos y familiares del banquero, para escoger el segundo lago, una zona fértil de clima templado y próspera industria denominada «la tierra del arroz y el pescado» situada al sur de Nanjing, a unas horas en tren del lugar donde se encontraba el envenenador Li Wen. El nombre del lago era Taihu y la ciudad, Wuxi.

CIENTO DIECISÉIS

Harry observó por el espejo retrovisor el puesto de control mientras pisaba el acelerador y se alejaba del lugar. A sus espaldas veía el brillo de las lámparas de vapor de mercurio, las luces de freno de los coches que se dirigían hacia el norte y el grupo de vehículos del ejército junto a los coches blindados de los carabinieri. Era uno de los puestos de control más importantes, situado a dos horas al sur de Milán. A diferencia del control policial de Chiasso, donde los habían dejado pasar sin detener el coche, allí se habían visto obligados a parar y esperar a que los soldados armados se aproximaran, pero un oficial señaló la matrícula, miró a los sacerdotes en su interior y les indicó que pasaran con un gesto de la mano.

– Tío listo -sonrió Danny mientras se alejaban de allí.

– ¿Sólo porque le he dado las gracias?

– Sí, sólo por eso. -Danny se volvió a Elena y sonrió otra vez-. Imagínate que no le hubiera gustado y nos hubiera detenido, entonces ¿qué?

Harry miró a su hermano.

– Pues podrías haberle explicado la razón por la que nos dirigimos a Roma y quizá nos habría ofrecido un ejército de escolta.

– El ejército no puede entrar en el Vaticano, Harry… Al menos el ejército italiano.

– No, sólo tú y el padre Bardoni -replicó Harry con retintín.

– Sí, sólo el padre Bardoni y yo -asintió Danny.

Iglesia de San Crisogno, barrio de Trastevere, Roma, jueves 16 de julio, 5.30 h

Palestrina se apeó del asiento posterior del Mercedes. Uno de los hombres de negro de Farel echó un vistazo a la calle desierta y, adelantándose al cardenal, cruzó la calle hasta la puerta abierta de la iglesia del siglo XVIII. A continuación se echó a un lado y cedió el paso al secretario de Estado.

Las pisadas de Palestrina resonaron en la iglesia mientras caminaba hacia el altar. Una vez allí, se santiguó y se arrodilló a rezar junto a la única persona que había en el lugar: una mujer vestida de negro con un rosario en la mano.

– Hace mucho que no me confieso, padre -murmuró sin mirarlo-. ¿Podría confesarme con usted?

– Claro. -Palestrina se santiguó de nuevo y se puso en pie. Acto seguido, él y Thomas Kind se dirigieron a la oscura intimidad del confesionario.

CIENTO DIECISIETE

Lugano, Suiza, casa de Via Monte Ceneri, 87, todavía jueves 16 de julio, a la misma hora, una mañana despejada después de la lluvia

Roscani bajó las escaleras hacia la calle. Llevaba un traje muy arrugado, barba de varios días y se sentía agotado, demasiado agotado para pensar con claridad. Pero, por encima de todo, estaba furioso y harto de que le mintieran, sobre todo mujeres que parecían respetables. Primero la hermana Fenti, y luego en Lugano, la escultora y pintora signora Veronique Vaccaro, iconoclasta de mediana edad que juraba no saber nada de los fugitivos. El investigador jefe de Lugano, que interrogó por primera vez a Veronique Vaccaro, había recogido a Roscani en el helipuerto. El ispettore había revisado el informe del interrogatorio y de las pruebas encontradas durante el registro de la casa. No habían hallado indicios de que la casa hubiese estado ocupada durante la corta ausencia de la signora Vaccaro. Sin embargo, los vecinos aseguraban haber visto una furgoneta blanca con letras en las puertas, aparcada delante de la entrada al mediodía de la víspera, y dos chicos que habían sacado a pasear el perro esa noche después de cenar habían visto un coche grande, un Mercedes -juró orgulloso el mayor de los dos- estacionado frente a la casa. Sin embargo, al volver del paseo ya no estaba allí. Por otro lado, la signora Vaccaro adujo una coartada imposible de corroborar: afirmaba que había regresado a casa de un viaje por los Alpes pocos minutos antes de llegar la policía.

Castelletti y Scala tampoco habían sacado nada en claro. Habían concluido la investigación en Bellagio con el interrogatorio a monseñor Jean-Bernard Dalbouse, sacerdote de origen francés de la iglesia de Santa Chiara y a sus empleados, tanto clérigos como seglares. El resultado del exhaustivo interrogatorio era que todos y cada uno de ellos negaban haber recibido la llamada de un teléfono móvil de Siena, registrado a nombre de la hermana Fenti, a las 4.20 h de la madrugada anterior.

Mentían, todos mentían.

¿Por qué?

Lo sacaban de sus casillas. Todos se arriesgaban a pasar una larga temporada en prisión pero, a pesar de ello, ninguno había cedido en su postura. ¿A quién o qué estaban protegiendo?